La noche de la peste. Reinaldo Spitaletta
acabó y no hay con qué comprar.
—¿Má, por qué no hay chocolate, que en la radio dicen que da mucha energía?, preguntaba otro.
—Porque apenas mañana vamos a mercar, y la aguapanela es muy nutritiva y da calorías. Y esperen y verán que con los que les voy a contar, quedarán bien alimentados:
Soñé con la hija del Sultán, que iba en un camello rojo, y me miraba con ojos de “usted quién es” y yo antes de que ella preguntara o diera alguna orden a sus custodios, le dije que venía de tierras muy lejanas, de Antioquia, en las que en vez de camellos había mulas y la gente trabajaba harto y comía poco, o, es decir, sin variedad, porque había en cantidades infinitas frijoles y maíz, acompañados por carne de cerdo y tocino, y le conté de una delicia que hacíamos, que sabía bueno sola y acompañada, la arepa, y la hija del sultán escuchaba con interés lo que le narraba sobre chicharrones, quesitos, huevos fritos o revueltos, se relamía y de pronto dio la orden de que necesitaba en palacio a la extranjera para que le enseñara de tales preparaciones, y estuve en esa inmensidad donde todo era de oro y plata, con cortinas blancas de telas orientales, pero, cuando ya la princesa supo de las sabrosuras que les enseñé a hacer a sus criados, me dio una talega con joyas, que no pude traer hasta aquí porque en esas desperté.
No sé por qué le gustaba tanto a la hora del desayuno despacharnos a punta de relatos, en una cocina amplia, con bancos pegados a la pared y fogón de chimenea, que ya no se usaba. Cocinaba con energía eléctrica y servía la mesa con placer, se le notaba en ojos y cara. “Vengan, pues, muchachos, vamos al comedor” y los cuatro íbamos en fila, sin cargar cubiertos ni pocillos; ella se encargaba de esos menesteres porque la hacían feliz, según sus palabras. Allí, volvía con sus cuentos, pero no los soñados, sino los inventados por ella, como uno que hablaba de ogros: “los ogros representaban los momentos de hambre que hubo en Europa y, por eso, la gente, con necesidades, hablaba de frijoles encantados, frutos del amor y mesas con todas las viandas y vinos. Para los glotones era triste escuchar cuentos de mesas llenas y platos exquisitos. Y como sufrían tanto porque nada había para tragar, inventaron a los ogros para que se comieran a los niños, a los que primero engordaban y luego devoraban con placer”. En este punto, describía los modos de cocción de los pelados, cómo se los tragaba, después cuál era la digestión del comilón y de pronto, subiendo la voz, decía: “ahora sí a comer, eso es lo que hay. Agradezcan que no hay ningún ogro en el vecindario, caramba”.
Otras veces, nos sorprendía con relatos de Simbad, al que un monstruo volador estuvo a punto de deglutir y con aventuras de arrieros que llegaban a las posadas y por las noches contaban cuentos de espantos y de guacas, y su imaginación crecía en momentos en que los víveres escaseaban. “Las palabras también alimentan”, decía, y en su tono había un dejo de tristeza. Para qué negarlo, pero su voz mañanera se nos hizo imprescindible, aunque cada uno, como debe ser, tenía una visión distinta de aquellas intervenciones de mamá. Para mí era una manera inteligente suya de adobarnos la escasez en la mesa y de no perder lo que había aprendido sin proponérselo de su abuela Estanislada y de otros parientes, a los que mencionaba por sus nombres y oficios, en una especie de genealogía que nos aburría porque lo que queríamos era tener una mesa sabrosa y creativa, como la de los vecinos, porque así nos lo contaban los muchachos de la cuadra, que jamás habían probado el clásico plato de mamá: berenjenas con plátano maduro, que ella preparaba de vez en cuando dizque para sorprendernos, así decía. Lo aprendió de una amiga costeña. Era una suerte de masacota, un revoltijo que nos producía arcadas, pero que muchos años después, cuando ya mamá es ceniza y recuerdo, quisiera volver a probar para verle su cara blanca, muy sonriente, y evocar una de sus frases de combate: “Ya ven que soy mejor contando historias que cocinando”.
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