Hedy. Jenny Lecoat
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El corazón le latía a martillazos.
Debajo de su chaqueta, el sudor le
hormigueaba en la piel y caía en gotas
que le hacían picar la espalda.
Su mente se sentía calma y precisa,
pero cuando se trataba del miedo,
el cuerpo siempre ganaba.
Se permitió una pequeña y oscura
sonrisa. El amor. La locura a la que
arrastraba. Porque esto, sin duda,
era una verdadera locura.
Para los valientes isleños del Canal, cuyos actos de benevolencia, resolución y resistencia durante la ocupación salvaron la vida de otros.
Y para Gary.
Prefacio
Esta novela está basada en hechos reales. En 1940, la joven Hedwig Bercu, una muchacha judía que acababa de escapar del Anschluss, se encontró atrapada en la pequeña isla de Jersey cuando la Alemania nazi invadió las Islas del Canal. La extraordinaria historia de la lucha de Hedy por la supervivencia, incluyendo el papel que desempeñó un oficial en servicio de las fuerzas de la ocupación, se documentó por primera vez casi sesenta años después, y es la base de este relato ficcionalizado.
En los Agradecimientos hay más información sobre los antecedentes.
Capítulo 1
Jersey, Islas del Canal
Verano de 1940
El calor del sol había comenzado a suavizarse, y las gaviotas volaban para atrapar su última presa del día cuando sonó la sirena. Su gemido subió y bajó como un llamado por encima de los desordenados techos de tejas y los capiteles de la iglesia de la ciudad, y a través de los jirones de los campos de papas que estaban más allá. En la bahía de St. Aubin, donde las olas lamían la arena y burbujeaban sobre ella, su aviso llegó finalmente a los oídos de Hedy, que dormitaba apoyada contra el espolón, y la despertó de un salto.
Se levantó en cámara lenta y observó el cielo. Podía oír también un leve quejido hacia el este. Trató de serenar la respiración. Quizá fuera otra falsa alarma. Estos avisos se habían convertido en un hecho cotidiano en las dos últimas semanas, cada vez que aviones de reconocimiento simplemente sobrevolaban en círculos y luego desaparecían mar adentro con cámaras llenas de imágenes borrosas de los caminos principales y los muelles del puerto. Pero esta vez era diferente. El sonido del motor evidenciaba una feroz señal de propósito, y varios puntos negros diminutos aparecían en el azul distante. El quejido se convirtió en un murmullo y el murmullo en un zumbido estridente. Entonces lo supo. Esta no era una misión de reconocimiento. Este era el comienzo.
Hacía ya días que los isleños observaban el humo negro que se levantaba en forma de hongo sobre la costa francesa; sentían que la vibración de las explosiones distantes latía a través de su cuerpo y les sacudía los huesos. Las mujeres pasaban horas contando y recontando los alimentos enlatados en sus despensas, mientras que los hombres corrían a los bancos para retirar los ahorros de la familia. Los niños se quejaban a gritos cuando les ponían las máscaras de gas sobre la cabeza. Para entonces, se había desvanecido toda esperanza. No había nadie en la isla para disuadir a los agresores, nada que se interpusiera entre ellos y su trofeo, excepto la planicie de agua azul y un cielo vacío. Y ahora los aviones estaban viniendo. Hedy podía verlos claramente, todavía a cierta distancia, pero, por el contorno, suponía que eran Stukas. Bombarderos en picada.
Miró alrededor en busca de refugio. El café más cercano sobre la playa estaba a un kilómetro y medio de distancia. Deteniéndose solo para buscar su cesta de mimbre, corrió por los escalones de piedra que llevaban a la pasarela de arriba, subiéndolos de tres en tres. Una vez allí, exploró el paseo: a unos cien metros hacia la Primera Torre había un pequeño refugio en el paseo marítimo. No tenía más que un banco de madera en cada uno de sus cuatro lados expuestos, pero iba a tener que alcanzar. Hedy se lanzó hacia él, rasguñándose el mentón al calcular mal el salto hacia el pedestal inferior, y se arrojó contra el banco. Un momento después, recibió la compañía de una madre joven, probablemente no mucho mayor que ella, atravesada por el pánico, que sujetaba a un pequeño de cara pálida de la muñeca. En ese momento, los aviones estaban sobre el puerto de St. Helier: uno dibujaba un arco a través de la bahía hacia ellos, el ruido del motor era tan ensordecedor que ahogaba los gritos del niño mientras la mujer lo protegía contra el suelo. El violento martilleo de las ametralladoras penetró en los oídos de Hedy cuando varias balas chocaron contra el espolón y saltaron en diferentes direcciones. Un segundo después, una explosión distante sacudió el refugio con tanta violencia que Hedy pensó que el techo iba a colapsar.
—¿Qué es eso? ¿Una bomba? —La cara de la mujer estaba cenicienta debajo de su tono bronceado por el sol.
—Sí. Cerca del puerto, creo.
La mujer la miró entrecerrando los ojos. Era el acento, Hedy lo sabía…, aun en un momento como este seguía separándola, marcándola como una extranjera. Pero la atención de la mujer rápidamente volvió a su hijo.
—¡Dios mío! —murmuró—. ¿Qué hemos hecho? Mi marido me dijo que deberíamos haber evacuado cuando teníamos la oportunidad. —Sus ojos se fijaron en el cielo—. ¿Cree que tendríamos que habernos ido?
Hedy no dijo nada, pero siguió la mirada de su compañera. Pensó en sus empleadores, los Mitchell, tambaleándose al subir a ese buque de carga sucio, inadecuado, con su hijo que gritaba y nada más que una muda de ropa interior y unas pocas provisiones en una caja marrón. En este momento, con el olor del combustible quemado de los aviones en la nariz, habría dado cualquier cosa por estar con ellos. Sus nudillos se volvieron amarillos en el banco de pizarra. Tirabuzones de humo negro flotaban por la bahía, y podía oír sollozar al pequeño a su lado. Hedy tragó con esfuerzo y se centró en las preguntas que rebotaban en su cerebro como una máquina de pinball. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que los alemanes aterrizaran? ¿Reunirían a la gente, los pondrían de pie delante de la pared para fusilarlos? Si venían por ella, ¿entonces…? No tenía sentido terminar esa idea. Anton, la única persona en la isla a la que podía considerar su amigo, no tendría poder para ayudarla. El refugio volvió a vibrar y ella sintió su fragilidad.
Hedy se quedó agachada en silencio, escuchando los aviones que daban vuelta y bajaban en picada, y el estallido de explosiones a una milla de distancia, hasta que, por fin, el sonido de los motores comenzó a desvanecerse a lo lejos. Un hombre con el cabello blanco revuelto se desplomó cerca de ellos y se detuvo a mirar el refugio.
—Los aviones se han ido —anunció—. Traten de volver a casa lo más rápido que puedan. No falta mucho para que lleguen aquí.