Condenando la Esperanza. Dr. Luis María Viale
expresión tecnofóbica la encontramos en Sartori, quien afirma: “Ya no tenemos un hombre libre que reina gracias a la tecnología inventada por él, sino más bien un hombre sometido a la tecnología, dominado por sus máquinas” (16).
Es evidente que la tecnofobia es alimentada por una visión romántica de la humanidad y su historia, tanto individual como colectiva.
Para los tecnocráticos, entre los que me incluyo, el vínculo de los jóvenes con las tecnologías no es tan sencillo y tanto los tecnofóbicos como los tecnoutópicos pecan de ingenuos y románticos. Es un grave error tratar a todos los avances tecnológicos por igual. Todo cambio tecnológico implica cambios epistemológicos que deben ser estudiados en profundidad. En otras palabras, toda nueva tecnología debe reconocerse y estudiarse como lo que es: una herramienta cognitiva, con sus riesgos y virtudes, las cuales solo pueden conocerse después de un análisis exhaustivo.
Las cárceles del pensamiento
En los centros de detención de menores no solo los niños se encuentran presos, también estamos privados de su libertad de acción, de pensamiento y sobre todo de amar quienes trabajamos allí. Los adultos estamos cercados por rejas muy duras, las rejas del pensamiento dogmático y anquilosado y de corazón pequeño y, por qué no decirlo, marchito.
Muchos de los problemas de los centros de detención se originan en un cóctel muy peligroso: un pensamiento único que no admite críticas ni fisuras ni actualizaciones —lo que he denominado “la cárcel del pensamiento”—. Esta cárcel es muy difícil de romper porque está fundamentada en gran medida en lo que llamo “la droga del salario”: negación al cambio por temor a perder la prebenda salarial/institucional. Este cóctel conlleva a la ejecución de los mismos errores una y otra vez con su lamentable desenlace: los centros de detención como instituciones totales y no como los centros socioeducativos que deberían ser.
Las cárceles del corazón
Unos meses después de jubilarme me llama una empleada del Complejo Esperanza para pedirme que fuera a visitar a Andrés (nombre ficticio), joven condenado por asesinato y violación y con quien yo había establecido un muy buen vínculo. La empleada me comenta que, desde mi partida, Andrés había quedado “sin rumbo, sin norte”.
Mientras me dirigía al Complejo un pensamiento me dominaba por completo: cómo hacer para que la sociedad rompa las cárceles del corazón, para poder perdonar y amar a jóvenes que han cometido delitos, algunos de ellos graves o gravísimos. En otras palabras, cómo revertir lo que Zaffaroni denomina “la efebofobia”, es decir, el miedo/odio hacia estos jóvenes, que los convierte en chivos expiatorios de los males de la sociedad y permite ocultar a los verdaderos delincuentes: los adultos y sobre todo los adultos con poder económico, político que han utilizado ese poder para someter a gran parte de la sociedad con el solo fin de incrementar el poder económico. Y mientras conducía el auto, la respuesta a la que volvía una y otra vez es la que a mí me ha facilitado muchísimo mi trabajo: aprender a escucharlos y a abrir las puertas del corazón para quererlos como no han sido queridos hasta ahora.
Las cárceles de los jóvenes
La reja de metal es la última cárcel que sufren los jóvenes. Si ingresan al correccional, es porque ya son desde antes víctimas de cárceles que le impidieron desarrollarse intelectual y corporalmente, ya eran víctimas de una escuela y de una alimentación pobre para pobres.
También sufren desde antes la cárcel del consumismo, cárcel que se estrecha más mientras uno más la habita: cuanto más se consume, más privado de la libertad se está.
Otras de las cárceles de los jóvenes las iremos viendo a lo largo del libro, como las cárceles que generan las tecnologías de la comunicación, la cárcel de la droga y sus rejas químicas y muchas otras.
Mis cárceles
Estimado lector, le reconozco que estas fueron las últimas cárceles que descubrí y me ha costado mucho esfuerzo asumirlas. Mi primera cárcel fue la de creer que yo no tenía cárceles, lo cual es un signo evidente de soberbia, pero también una oportunidad de cambio y acción: hacer el esfuerzo por descubrir y romper mis cárceles interiores y exteriores.
La utopía tan necesaria para trabajar en geografías muy hostiles al ser humano como lo son los escenarios donde viven los sectores más vulnerables de la sociedad también genera una cárcel, y una con consecuencias que pueden ser muy contraproducentes: la de idealizar. Esta fue la cárcel que viví cuando fui director del correccional; esta cárcel que sufrí me llevó a cometer un gravísimo error: fui demasiado blando con los jóvenes, hasta permisivo en algunos aspectos, sin tener en cuenta que el afuera para estos jóvenes es tremendamente hostil. A esta la denomino la cárcel de la utopía.
Diariamente lucho contra las cárceles de mi corazón, ya que si bien he querido mucho, siempre se puede dar más. Tal como dijo la Madre Teresa de Calcuta: “hay que dar hasta que duela” y reconozco que no he dado hasta llegar al dolor, muchas veces he dado lo que me sobra.
Otra cárcel de mis cárceles es la autocomplacencia: creer que con mi voluntad y mis ideas yo podría cambiar el mundo. Debería haber escuchado a todos aquellos que se han acercado con críticas, consejos y conocimientos.
Y la cárcel más dura, creo, ha sido, a pesar del gran esfuerzo que he hecho, el de seguir viendo/leyendo/interpretando a estos jóvenes como si fueran de la clase social a la que pertenezco, lo cual me ha llevado muchas veces a exigirles cosas que no podían hacer y obturar soluciones que su propia cultura les pone a su disposición. Esta cárcel es muy común entre el personal que interactúa con estos niños. La distinción y complementariedad entre los conceptos juventud y adolescencia muchas veces no se concreta en la realidad y esto es muy grave.
¿Por qué este libro?
Antes que nada, decidí escribir este libro porque no quiero ser cómplice de las cárceles que como sociedad construimos alrededor de los jóvenes y quiero fomentar la creación y fortalecimiento de espacios de libertad, tanto interior como exterior. Me aterra ser testigo de tanto dolor y no haber hecho nada para mitigarlo. Hago este libro con la intención de dar voz a los que habitualmente no la tienen: los jóvenes infractores de la ley penal. Darles voz para combatir los prejuicios que se tejen alrededor de ellos y así excluirlos aún más de la sociedad. Para que la voz de los que no tienen voz sea más fuerte. En el capítulo La voz de los que habitualmente no tienen voz transcribo fragmentos de charlas que mantuve con estos jóvenes, en particular con los que trabajé en mi último año en el Complejo Esperanza. Espero así mostrarles una cara de estos jóvenes muchas veces oculta para que los puedan conocer mejor, comprender cuáles son sus necesidades y percibir los efectos negativos de los actuales centros de detención de menores.
Asimismo estoy firmemente convencido de que los jóvenes que cometen delitos tienen que asumir la responsabilidad de sus actos y para ello tenemos que ayudarlos en ese proceso de responsabilización, asumir que son victimarios. También creo que la sociedad tiene que asumir que a muchos de estos jóvenes no les ofrece los elementos mínimos para una adecuada socialización/integración social, lo que los transforma en víctimas sociales.
Finalmente me mueve el firme convencimiento de que estos queridos jóvenes se merecen un presente y un futuro mejor al que hoy les ofrecemos, convicción que se ha mantenido a lo largo de mis treinta y siete años de trabajo con jóvenes vulnerables, desde mis inicios con chicos de la calle, pasando por ser Director de un Correccional de Menores —dirección que abandoné cuando percibí que el interés de mis superiores no era una mejor reinserción social de los jóvenes sino solamente que “fabricara futuros presos dóciles, que los jóvenes no generaran problemas mientras estaban privados de su libertad” y que para lograr ese objetivo “los mantuviera ocupados”— hasta mi jubilación en el Complejo Esperanza, lugar que para mi gran tristeza, continuaba el objetivo real de toda política de minoridad: “que no jodan mientras los tenemos encerrados”.
Durante los últimos cinco años que trabajé en el Complejo Esperanza puse en marcha una serie de talleres de sensibilización con los menores del Complejo. En estos talleres llevé a la práctica un concepto