Desplazados. Sara Téllez

Desplazados - Sara Téllez


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mismo es quien involuntariamente ha cometido un acto definitorio de su futuro, en el curso del cual ha de ser cedido, alienado, presionado, desanimado, diluido y destruido? ¿Cómo casa esa dejación de sí mismo con la imposición de la sobrevivencia? Tal vez porque se existe en un estado de desgarro cuando dos órdenes contradictorias compiten por obtener el control del núcleo biológico. Y como el «quién» no consigue ser consciente de la situación, y se evade del análisis global y se autoexcusa, no conseguimos excluir una de las opciones y virar en una sola dirección. Continuamos, por tanto, en esa ceguera conductual de la que nos descargamos sobrecargando lo que nos rodea, a los demás, al entorno, al horizonte, para mantener ese desequilibrado equilibrio que ha originado e instaurado superestructuras, jerarquías, organizaciones, instituciones, en resumen, elementos de presión a todos los niveles. Nos gustarán poco o nada, pero priman una de las tendencias sobre la otra y, así, sin que tengamos que asumir responsabilidades trascendentales, nos tranquilizan, más o menos a favor de sus provechosos efectos, que no son precisamente los nuestros.

      Durante su obligado desplazamiento, Madre mayor tuvo que frenar las evocaciones familiares del pasado remoto cuando el vehículo colectivo se detuvo, tras finalizar un largo recorrido. Era su parada de destino, donde terminaba la segunda línea que había tenido que utilizar. Mucha gente se apeaba con ella, seguramente todos convocados por la propia Agencia oficial con idénticas maneras imperativas. Descendió, comprobando que aún conservaba cierta agilidad que le estaba sirviendo para evitar, en parte, los malos modos de algunos viajeros cercanos.

      El entorno era gris, como su ánimo. Diminutas gotitas de niebla se adherían a todo lo existente, haciendo el camino resbaladizo. Se obligó a borrar de la mente, sin conseguirlo del todo, a los nígels y las fabulillas infantiles, que a lo mejor eran o habían sido reales en algún pasado remoto —se dijo, con un regusto de prudencia, ante la desconocida posibilidad de que tales seres todavía pudieran existir por algún sitio y se ofendieran por su incredulidad— y puso toda su atención en moverse con cuidado, sabiendo que no tenía garantizado el equilibrio y que debía evitar toda posibilidad de accidente, ya que los sobrecargados servicios asistenciales dilataban mucho tiempo la atención a los postulantes. Y muy especialmente porque necesitaba estar en la mejor forma posible para tener a Harya consigo o, de otro modo, se la llevarían de su lado.

      El desconchado, pero imponente, edificio de la Agencia todavía erguía pasadas glorias en su desafiante torre de vigía y en las grandes puertas que, asombrosamente, no parecían descolgadas de sus goznes. Una vez más entre otras muchas, concluyó que las cosas, o al menos algunas de ellas, se hacían mejor en tiempos anteriores, con un sistema de cierta garantía que solo era un atávico pasado. Ya no se garantizaba nada, bastaba con ir tirando.

      Una numerosa fila de gente se extendía hasta las puertas de acceso, cruzando a lo largo de la gran plaza exterior, a uno de cuyos lados había que hacer un sesgo para evitar la zona lateral donde se amontonaban los desechos irrecuperables del edificio, que permanecerían allí para siempre, creciendo con nuevos aportes, por indiferencia y por costumbre reiterada. Toda la zona de la Agencia era un lugar enorme, así que sus vertidos en una esquina no llegarían a taponar el acceso a la propia institución o, si llegara a ocurrir, Madre mayor se alegraría por ello aunque no creía que alcanzaría a verlo.

      Se colocó la última en la fila, era obvio y no se analizaba lo evidente. Se cubrió con la parte más ancha de su cobertura de viaje y se arrebujó dentro lo mejor que pudo porque se estaba mojando, preparándose así para pasar mucho tiempo encajando cansancio y humedad. Miró alrededor, añorando los viejos bancos de tiempos anteriores. Ya no estaban, habían desaparecido a causa de una decisión oficial, por considerarlos como basura o para reutilizarlos para producir algún instrumento poco duradero. La inexistencia de mobiliario exterior era casi completa, salvo implementos básicos y estrictamente necesarios, como las garitas para la vigilancia en vías y edificios, así que los tiempos muertos eran a cargo de uno mismo y su capacidad de aguante, precisamente ahora puesta a prueba en el caso de May.

      Ella había tratado de reproducir en su propia familia la continua y cercana relación que había tenido con sus padres. Cuando decidieron registrar oficialmente el primer casamiento, Garzyo y ella ya mantenían una relación previa con pocas oportunidades de estar juntos, siempre limitadas porque él habitaba en un módulo para singulares y ella en el alejado sector de los condominios. Ni siquiera se acompañaban por las vías de movilidad al terminar sus respectivos trabajos en aquellos momentos, pero en su jornada libre se reunían y pagaban un precio, tasado oficialmente, para disponer de un cuarto compartido que absorbía la mitad de sus fondos de una sola vez, pero se sentían compensados con el rendimiento que obtenían de su inversión en emociones y sentimiento. Y tanta satisfacción les había convencido para establecerse como pareja oficial, esperando una situación similar a la que ella había conocido con sus padres, si bien por su parte, al haber sido hija única, confiaba en tener el mayor número de descendientes que les estuviera tolerado a nivel institucional, hecho que era también una cuestión tasada.

      Al rememorar sus vivencias, mientras la niebla se iba filtrando sobre ella lentamente durante su espera ante la Agencia, el pasado se alejaba de su presente a gran velocidad al irse aproximando a la entrada. Pese a lo que hiciera por retenerlo a la desesperada en referencias múltiples, nunca lo recobraría por el simple hecho de evocarlo en su interior y solo le quedaba ese crudo presente, pegado a ella, exigente y acuciante. Entretanto la cola se movía hacia adelante con muy poca rapidez. El atranco lo originaba el mecanismo de seguridad en el umbral de la puerta, que obligaba a pasar de uno en uno y no masivamente, como solían ser los movimientos en grupo. Tenían suerte los que ya estaban dentro, secándose. Incluso si habían ido a resolver problemas, ¡siempre problemas!

      Hacer. ¿Qué puede hacer uno para sí mismo? Mucho, si tuviera reposo y respeto. Reposo, si su vida discurriera por cauces llanos, sin torrenteras, y pudiera gozar de su leve deslizar sobre un mundo calmo y amistoso. Respeto, si uno pudiera vivir en paralelo a los demás y, sin ignorarles, evitarles. No habría roces, ni decepciones, no se necesitaría estructura, apenas se precisaría algo, fuera de lo básico que ya estuviera garantizado. Tendría, o no, atractivo el paso por la existencia, pero no haría falta analizarlo y, tal vez, ni siquiera sufrirlo. El nirvana, de existir realmente, ha de esperarnos al otro lado de la puerta de la vida, entendiendo que no hay ninguna garantía de trascendencia, al traspasarla acuciados por la ignorancia, porque las suposiciones o los anhelos no encarnan realidades, el presente está hecho para pasarlo como viene, en tensión, oposición, contradicción. Desde el punto y momento en que nos vemos obligados a existir, cruzamos un tantálico sendero mientras somos como somos, tan pequeños y tan cortos.

      En la empresa de Harya se iban repartiendo grupos de gente por distintos pasillos, cuyos muros estaban marcados con referencias desvaídas, solo comprensibles por la costumbre, en dirección a sus lugares de destino dentro de distintas salas. Inevitable y afortunadamente, también la encaminaban a ella, que se resentía ya del peso añadido y de acunar al niño para que no alborotase. Debía de sentirse incómodo, seguramente había desaparecido ya el efecto de los tranquilizantes y acondicionadores que le administraron en la caseta de asistencia y por eso mostraba su necesidad de atención, o tal vez anhelaba que la balsa que lo desplazaba se detuviera en dique seco.

      Llegó a su planta y se encaminó hacia la columna de control, donde tenía que fichar, y que reflejaba el momento de llegada a su puesto de actividad. Allí estaba, a la espera, una pantalla rectangular titilando con ráfagas en verde neutro, así que introdujo la ficha en el artefacto, la fluorescencia se intensificó durante un momento y su destello mudó a un color más denso, indicativo de que todo estaba preparado, mientras que una tranquila rutina susurraba en las tripas de la máquina dispuesta para el inicio de las operaciones. Descargó el fardo, manteniendo al pequeño con ella en la cuna de viaje, pulsó el timbre encastrado en un lateral del instrumento, una, dos, tres veces. Y esperó mientras que el neutro se convertía en rojo, parpadeando, hasta que le respondió el responsable de la planta, convocado por la llamada.

      —Diga por qué llama y la razón de su no asistencia en la jornada anterior.

      —Tuve


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