Desplazados. Sara Téllez

Desplazados - Sara Téllez


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colocó colgando por delante de ella, preparada como una cuna de movilidad, calculó el tiempo y la distancia, asió el fardo de viaje y se deslizó al exterior, oyendo sisear la puerta al cerrarse automáticamente a sus espaldas.

      Aunque estaba acostumbrada a sus movimientos cotidianos, no había tenido mucha suerte con la parada del transporte, alejada de su cuarto más de dos mil pasos, pero podía llegar allí en buenas condiciones si empezaba a caminar enseguida, evitando las prisas para no forzar su cuerpo en sobrecarga y eludir la fatiga.

      Al iniciar el camino, intentó acompasar un ritmo adecuado bajo una oscuridad aún densa, donde retazos de niebla agrisaban el entorno según se iba insinuando la proximidad de la luz, todavía insuficiente. Pero conocía bien su ruta habitual y, además, en esos momentos de movilidad de todos los estancieros, estaba conectada la débil luminaria de una farola situada arriba y de otra que se podía entrever abajo, al final de la ruta, ambas automáticamente encendidas cuando sonaba el primer toque de aviso en la estancia y desconectadas cuando el transporte iniciara el viaje con su carga.

      Era un desplazamiento seguro porque muchos otros estancieros seguían la misma vía, algunos bajando juntos como un clan familiar, pero la gran mayoría eran singulares, como ella lo había sido antes. Bueno, ella seguía siendo una singular, solo que acompañada por una criatura, pues no existía aún comunicación entre ellos y no formaban realmente un clan, o tal vez sí, era difícil conocer las normas vigentes después de las últimas reformas establecidas tiempo atrás, que habían modificado casi todas las anteriores.

      La costumbre era el silencio durante el recorrido, porque no había relaciones personales entre la gente de la estancia. Aunque coincidieran habitualmente en el transporte, el sigilo también era la norma durante el desplazamiento. Después de llegar a su destino, nunca se veían, no se recordaban o se ignoraban durante la jornada, repartida la multitud en sus distintos sectores, puestos y tareas. Y se interesaban aún menos al viajar de regreso hacia el período de oscuridad, todos concentrados de antemano en la llegada a sus cuartos de reposo. Por coincidentes que fueran los trayectos, uno se desplazaba centrado solo en sí mismo, como un sistema adecuado para un tipo de estructura organizativa basada en la singularidad, preventivo de conflictos o disidencias.

      A estas alturas de la evolución, pocas preguntas fundamentales en nuestras pequeñas vidas quedan por contestar. Quién soy: soy quien está aquí ahora. De dónde vengo: de donde me hayan traído. Adónde voy: adonde deban dirigirme. Qué había antes: los que estuvieron primero. Qué habrá después: quienes estarán luego. Qué será de mí: lo que era antes de mí. Qué tengo: lo que me encontré. Qué dejo: lo que tenía. Consecuencia resumida: toda contestación a toda pregunta está establecida, así que no hace falta recurrir a nada trascendente. El Todo está fundamentado en sus propios cimientos y respecto del mismo uno es un extraño mal tolerado, solo admitido a prueba y aceptado en tanto en cuanto se cumpla una actividad funcional de su interés, que no del tuyo. El tuyo es pasar. Pasar es una obligación con la que todos cumplimos, sin siquiera plantearnos la menor duda, como bien le conviene al responsable de toda esta movida, ya sea si se trata del ignorado dueño de la «pequeña mota azul, en la distancia», como cierto mundo ha sido definido por un científico, o sean otras minucias espaciales similares o paralelas, si las hay. Siendo además tan pequeña la motita que es como una piedra mojada girando, como una peonza, en una esquina de su galaxia, que brilla igual que otros cuantos miles de millones de otras similares, y es ahí donde se aloja la roca azul, en la apartada y desordenada curva iluminada por los últimos astros del sistema. Así que tal parece que siempre estuviera a punto de ser expulsada fuera del sistemita solar, que es también uno entre otros cuantos miles de millones parecidos o no, más grandes y más pequeños, esto es, de lo más vulgar que hay en el espacio infinito, donde cualquier medida es gigantesca. Y ahí la motita azulada, situada en un punto de equilibrio geofísico inestable, se mantiene a medio camino entre la barbacoa solar y el congelador espacial, dependiendo de los trastornos explosivos de su propia combustión interna y a la espera de que aparezca un meteoro migrante que se le encare. Así que lo que buenamente se desarrolla en tales condiciones —que puede ser el mundo conocido— o es un experimento, o es un instante inaprensible, o una simple pelotita musgosa casual, sin poder aclarar o cambiar la incertidumbre sobre su razón o su esencia.

      El pequeño no demandaba nada, parecía colmado y el traqueteo de los pasos sucesivos lo acunaba. Para ella representaba una beneficiosa complicación aunque tuviera que llevarlo encima durante mucho tiempo, tanto en los viajes de ida como en los de regreso, y también a lo largo de las jornadas a cumplir en la empresa. Sería una responsabilidad ventajosa, aun en momentos de buena o mala expresión, sano o decaído, tumbado, sentado o erguido durante miles de pasos arriba y los mismos miles hacia abajo, en los movimientos rutinarios y en su puesto de trabajo.

      Empezaba de nuevo la jornada ordinaria y ella iba bajando por la larga vía labrada por cientos de recorridos, dejando atrás un badén en curva para continuar por un irregular camino de descenso, en cuyo final se distinguía la masa oscura formada por los cuerpos de quienes habían llegado previamente a la parada del transporte, concentrados todos en apretadas filas serpenteantes para acoplarse al terreno de alrededor, bien cercanos unos a otros, opacando el entorno con sus siluetas muchas veces sobrepuestas.

      Algunos estancieros todavía descendían hacia la dársena del sector, al igual que Harya, que no iba sobrada de tiempo porque su cobijo estaba en lo alto de la estancia, y se desplazaba relativamente despacio para equilibrar el fardo en el que iba el niño, aunque había agilizado su salida cuanto pudo. Lo importante era llegar al vehículo a tiempo, porque allí disponía de un sitio reservado, pero necesitaría alcanzarlo a empujones dentro del transporte repleto, abriéndose paso hasta llegar al asiento. En cuanto al pequeño, cuando ya pudiera desplazarse con firmeza por sí mismo, pasado el tiempo necesario, la descargaría de su peso y facilitaría sus movimientos con una rutina consistente.

      Confiaba en no encontrarse nunca enfrentada a un conflicto con el transporte y que sus jornadas siguieran sin sobresaltos después de ese primer descenso juntos, rodeados por otra gente, todos silenciosos, concentrados, pacientes. Seguramente entretenían sus tiempos privados de algún modo durante la caminata y la espera en la dársena, hasta la llegada de su medio de desplazamiento, en el que viajarían con las apreturas que implicaba todo el trayecto.

      Ya parada junto a los demás, esperando al vehículo colectivo, la campana de la estancia volvió a sonar a lo lejos una tercera vez y, obedientes a la agenda rutinaria, siempre idéntica, todos se removieron con impaciencia, silenciosos y expectantes al inicio de su viaje ordinario. Eran muchos, pero, de una u otra manera, todos cabían en el vehículo por llegar, porque las plazas estaban tasadas y el cupo herméticamente listado al completo.

      Un desplazado nunca se plantearía una duda referente a la movilidad. Al final del viaje estaba su objetivo, su tarea, su puesto, su encaje con el sistema en toda su amplitud. Y en su exacto momento, con el ruido estruendoso de los frenos, el transporte llegaba.

      Qué es el mundo: una conjunción aleatoria del tiempo y el espacio, salpimentada por escoria. Para qué está el mundo: para que la química se mixture y haga diabluras a ver qué ocurre. Para qué estamos en el mundo: para catalizar las mezclas. Y, por preguntar, ¿qué nos conforma en mayor medida, el tiempo o el espacio? Pues con el tiempo aparecemos y desaparecemos, pero en el espacio también aparecemos y desaparecemos. Al espacio no es que le importemos, dada su indiferente enormidad, ya esté compuesto por materia negra o blanca, pero el tiempo es inmaterial por sí mismo y debe de necesitarnos para considerarse activo, para reconocerse como elemento, y lo consigue al disponer de unos o de otros seres, naturales o virtuales, en cada momento sucesivo, encadenado o simultáneo, lo que da lugar a la aparición implacable —tanto como la existencia— de los torbellinos que se desarrollan dentro del espacio y a lo largo del tiempo. De modo que lo que nos conforma o no, nos conformemos o no, carece de importancia a todos los efectos del universo redundante.

      La aparición del vehículo articulado silueteó de niebla el plomizo reflejo de la luz, superponiendo la línea de sus encadenadas carrocerías bajo jirones de


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