Desplazados. Sara Téllez

Desplazados - Sara Téllez


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de movilidad, el silencioso inicio de la jornada que iba apuntando en flecos y el murmullo de algún niño trasladado sobre una madre encrespado un momento tras el cual se le aquietaba.

      Mas para Harya había un matiz distinto en el ambiente, quizá excepcional, quizá novedoso, quizá prometedor o pura y simplemente alentador, que incluso sin saber realmente cómo y hasta dónde, transformaría su habitual rutina. Tal vez su propia madre inmediata en el tiempo, ya olvidada casi por completo —mucho más olvidada por ella que el reticente recuerdo, persecutorio, de lo que significó en su minoría la sustituta Madre mayor— sintiera iguales sensaciones al tenerla a ella, aunque posiblemente no fuera así, por ser tiempos ya superados. Estaba muy claro que ambas ascendientes habrían desaparecido ya, irremediable y lógicamente, como cualquier episodio que fue porvenir una vez para convertirse en un presente pasajero hacia el inamovible e indiferente pasado.

      Era inútil recordar, porque ella rechazaba por completo las circunstancias en que transcurrió su minoría y apenas se le sugería algún recuerdo. Además, su tenue vuelta al pasado se esfumó al llegar el momento en el que le tocaba subir al transporte, lo que hizo con la mayor presteza posible. Luego se desplazó por el turbio interior, rozándose con la gente, haciendo pantalla delante del bulto del niño, hacia la izquierda del hueco trasero de la segunda unidad articulada, que era la que le correspondía.

      Durante una parte del último semestre había obtenido, por norma y concesión oficial del sistema, la ocupación de un trasportín de los tres que cerraban la fila destinada a los asientos reservados en las bancas laterales. El privilegio le había sido concedido de antemano a beneficio del niño, quien ahora ya era una figurita conformada con la realidad y al que, una vez que ella se sentó, apartó un poco de su propio cuerpo para airear a ambos tras tanto tiempo en estrecho contacto.

      El transporte vibró e inició la marcha al poco de resonar la última campanada de la estancia, removiendo la masiva carga productiva que desplazaba. Ya en camino, el trasportín que ella ocupaba, situado en la mitad trasera del articulado, traqueteaba duramente por las irregularidades del terreno. Además, aunque estuviera bien situada en su asiento, se desplazaba —como todos— rodeada de un mar de cuerpos y ropas ajenas, aunque sus propias extremidades semidobladas establecían un ligero e inapreciable territorio solo para ella y el pequeño. Durante bastantes semestres por venir tendría su uso exclusivo mientras efectuaba los viajes de servicio a la empresa, lo que facilitaría su ruta, lenta, suave, agradable, tranquila y amablemente, en un presente sucesivo y apacible, repetido en el tiempo.

      Removió las telas de la cuna de movilidad para ver al niño, pequeño y encogido. Ahí estaba y no había sobrevenido la penosa suerte sufrida mucho tiempo atrás, cuando el hijo anterior no consiguió existir. Fue tan breve su promesa que ni siquiera logró para su madre la previa concesión del asiento. El suceso resultó lamentable y decepcionante pues, tras largo tiempo siendo una estanciera singular, ya había asumido que lograría un futuro más cómodo y formando un clan, pero lo único que obtuvo fue continuar en su rutina. Y, como la singularidad solo obtiene ventajas básicas, ordinarias y generales, sus viajes habrían sido un rimero de largos desplazamientos yendo de pie durante la ida y la vuelta, acompasándose a las curvas y los baches, tiempo a tiempo.

      Un pitido agudo en el interior del vehículo señaló que habían salido desde el sector agreste de la estancia hacia al camino de conexión con la vía principal. Reconoció con un suspiro su situación, tan novedosa que transcurría como si hubieran sido en realidad unos breves y apacibles instantes, e incluso consideraba simples molestias los duros y bruscos saltos de su cuerpo en el plixtán del asiento, repetidos según atravesaban las desigualdades en el trazado de la ruta, y que el pequeño también acusaba con leves sobresaltos de su apretado cuerpo. Incluso así, esta situación mejoraba mucho la anterior, ya casi olvidada, cuando viajaba de pie y los iba contabilizando, como un remedio para disimular la longitud del desplazamiento y las bruscas oscilaciones de la multitud al removerse durante el largo y repetido camino.

      Poco después, dos nuevos pitidos muy rápidos avisaban de que pronto saldrían a la vía recta hacia Ciudad Mayor-Norte y acabaría tanto traqueteo y aumentaría la velocidad. Mejor para todos los que viajaban en posición erecta de forma masiva, como había sido previamente el caso de Harya antes de haber obtenido la concesión del trasportín. Al cambiar el terreno, dejando atrás los agujeros del camino y con mayor estabilidad en la vía, ella recordó cómo, tiempo antes, en esta parte del trayecto podía reequilibrar sus sobrecargadas extremidades, obligadas a mantenerla en un difícil equilibrio, bache tras bache.

      Con un brusco, resonante y multiplicado salto de suspensiones, atravesaron las antiguas traviesas del que fuera el multiarticulado de larga distancia, ya fenecido. Esos hierros abandonados remitieron a Harya al que fue su tiempo de minoría, cuando distancias mayores y muy alejadas eran cubiertas por orugas de denso metal que, como enormes proyectiles en larguísimo tándem, cruzaban cualquier comarca a velocidad vertiginosa. Ella nunca los había utilizado mientras estuvo tutelada y, cuando alcanzó la mayoría, la escasez generalizada había desembocado ya en la interrupción de las líneas y la desaparición de los artefactos de largo recorrido, olvidados entre escombros o refundidos para otras necesidades.

      Tal vez se nos impregna rápidamente con la creencia de que el periplo entre el pasado y el futuro se colma con la impuesta continuidad de la especie, ese tirano despiadado que nos zarandea durante nuestros equívocos breves instantes, a ver si somos productivos y le agilizamos un poco la evolución que, por otro lado, seguramente tiene bien planeada. Y, para suavizar la obligada participación que nos demanda un discurrir de desconocido resultado, nos queda por aceptar la creencia de que nuestro microscópico esfuerzo en el intento reviste gran importancia para generaciones venideras, necesitadas de un bienestar reiteradamente deseado, para las que habríamos debido, conseguido, logrado ser progenitores de una estabilidad edificada con ladrillos de beneficioso, supuestamente lucrativo e interminable esfuerzo. Pero, a falta de seguridad en el desarrollo de las cosas, ¿con qué se nos compensa?

      En la minoría de Harya, Ciudad Mayor tenía otro nombre y otro aspecto, otra luz, otro entorno. Otras gentes, ágiles y dispersas, dirigiéndose a sus asuntos por un accesible exterior, más dueños y gestores del destino propio y en cierto modo también del ajeno, en un ambiente individualizado. El exterior podía resultar caótico por tanta diversificación, porque se permitía a cualquiera un amplio margen de movilidad de cercanía, estando la lejanía sujeta solo a las tarifas de transporte. Aquello fue el inicio de un imparable desorden, donde cualquiera administraba sus movimientos a su antojo, más expuestos todos a la irresponsabilidad y la carencia, bajo un mandato institucional tambaleante, con los recursos descendentes, menos tutelados, apenas dirigidos y más expuestos a caer en la pura y simple inactividad.

      En aquel momento temporal, Maya Nazaryan, conocida como May, y que en aquella época actuaba como Madre mayor de la niña Harya, hizo un sesgo, como de huida, cuando un vibrante ronquido de trueno estremeció el entramado del edificio donde ambas se encontraban. Antes de retumbar el sonido, su cuarto se había iluminado durante unos momentos con el brillo azulado del rayo que absorbió, casi por completo, el leve resplandor del interior. Se había cortado la energía nada más empezar la tormenta para evitar pérdidas de potencia accidentales, pero en la habitación de May, compartida con la pequeña Harya, no desaparecía la luz totalmente porque la iluminación, cuando la había, empapaba ligeramente los muros con un resplandor residual que permanecía durante algún tiempo después de haberse interrumpido el servicio y antes de que la oscuridad se hiciera efectiva.

      —¿Cuándo se va la tormenta, May?

      Madre mayor cabeceó animosamente hacia la niña, hija de su hija, que se recostaba contra ella con una mezcla de temor, confianza y curiosidad.

      —Puede acabar ahora o durar mucho todavía, pero aquí estamos protegidas y no puede alcanzarnos.

      El siguiente trueno fue tan violento que ambas se estremecieron a la vez, interrumpiendo a Madre mayor por unos instantes.

      —No nos pasará nada porque estamos en casa.

      —¿Qué es «casa»?

      —Es


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