Julio Ramón Ribeyro. Antonio González Montes

Julio Ramón Ribeyro - Antonio González Montes


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de ese mundo precario, donde actúan personajes que expresan diversos matices de la condición humana, vistos con los ojos observadores y certeros del narrador de “Al pie del acantilado”. Apreciemos, por ejemplo, el modo en que reflexiona luego de sufrir una de las pérdidas que más lo conmueven: su hijo Pepe, su más cercano colaborador, muere ahogado en el mar en plena lucha por tratar de retirar una barcaza que les impedía ganar un mayor espacio. Leandro recurre a las comparaciones que, a la vez, sugieren imágenes metafóricas: “Perder a un hijo que trabaja es como perder una pierna o como perder un ala para un pájaro. Yo quedé como lisiado durante varios días. Pero la vida me reclamaba, porque había muchísimo que hacer” (Ribeyro, 1994, II, p. 27).

      Si tratamos de apreciar en su totalidad la historia desarrollada en “Al pie del acantilado” y recurrimos a algunos conceptos propios de la narratología y de la semiótica narrativa greimasiana6, podríamos señalar que este relato en cuanto al desarrollo de los sucesos supone un recorrido completo, que considera, en el marco del cuadrado semiótico7, los siguientes términos: disjunción-(1) ----- no disjunción-(2) ----- conjunción-(3) ------ no conjunción ----- disjunción-(4). La disjunción primera corresponde a la expulsión de los personajes encabezados por Leandro, que se encuentran en una situación de desalojados. La no disjunción, al momento en que el pequeño grupo familiar encuentra una higuerilla en un lugar al fondo del barranco y se establece allí, aunque de modo precario. La conjunción primera se alcanza cuando Leandro y sus hijos no solo logran construir su casa, sino que mejoran el entorno y esto les permite cobrar algún dinero a los bañistas que bajan hasta la playa que ha sido arreglada por los personajes del relato. La no conjunción retorna cuando llegan algunos de los hombres de la ciudad y visitan hasta en dos oportunidades el lugar donde viven Leandro y los de las casas vecinas, surgidas después de la instalación de los que Luchting (1971, p. 83) llama “los pioneros”.

      Estas visitas crean una incertidumbre y concluyen con el arresto de Samuel y el anuncio de que los habitantes de esa barriada tienen que desalojar porque se han instalado en terrenos del Estado. La disjunción final se concreta en el momento en que los pobladores son expulsados con apoyo de la fuerza pública y el trabajo de una cuadrilla que destruye las casas levantadas por los precarios poseedores. El último en salir es, precisamente, Leandro, que se resistió hasta el final, porque los demás vecinos aceptaron la oferta de la Municipalidad de ser trasladados a una nueva zona (Pampa de Comas), donde podrían instalarse y construir viviendas con el respaldo de la ley. Leandro luchó para que los vecinos no acepten esta oferta, que él consideraba insegura, pero finalmente, las maquinarias llegaron hasta los límites de su casa y él tuvo que abandonar casi solo el lugar, porque su hijo Toribio no estaba con él en ese momento. Sin embargo, al emprender el éxodo, nuevamente, Leandro lo hizo sin alejarse del mar. De ese modo, un poco más adelante su hijo le dio el alcance y juntos recomenzaron el reto de levantar una nueva vivienda. Como se ve, los personajes han terminado como comenzaron, diseñando una circularidad desfavorable para ellos.

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      Si bien Leandro ha sido derrotado por la fuerza legal y policial de los que detentan el poder y ejercen la autoridad desde la distante comodidad de la ciudad, continúa en su lucha, no se da por vencido, usa un método ya conocido para descubrir el signo de vida que, con su presencia, le anuncia que ha llegado a la tierra prometida. Y es su hijo Toribio quien pronuncia las palabras esperadas, equivalentes a las que dijo Rodrigo de Triana cuando avistó “tierra” desde una de las carabelas comandadas por Colón. Leamos:

      —¡Mira! ¡Una higuerilla!

      Yo me acerqué corriendo: contra el acantilado, entre las conchas blancas, crecía una higuerilla. Estuve mirando largo rato sus hojas ásperas, su tallo tosco, sus pepas preñadas de púas que hieren la mano de quien intenta acariciarlas. Mis ojos estaban llenos de nubes.

      —¡Aquí! —le dije a Toribio—. ¡Alcánzame la barreta!

      Y escarbando entre las piedras, hundimos el primer cuartón de nuestra nueva vivienda. (Ribeyro, 1994, II, p. 41)

      Pese a haber soportado una serie de adversidades durante los siete años que vivió en ese acantilado (la mayor de las cuales fue la muerte de su hijo Pepe, que se ahogó luchando contra el mar), Leandro mantiene intacta su capacidad de seguir viviendo, de comenzar, cual un Sísifo de la costa limeña, un nuevo ciclo, porque ha encontrado, una vez más, el símbolo que es su par, porque la higuerilla y Leandro son dos seres que resisten las derrotas y reinician el ciclo de la vida.

      Durante décadas se ha discutido (y se seguirá haciendo) acerca del múltiple valor que se le ha asignado a este texto. Desde el punto de vista del mundo recreado por el autor, se ha señalado la verosimilitud que ha conseguido Ribeyro al plasmar, una vez más, el problema de la marginalidad que existió y que subsiste en Lima, los abismos de las diferencias sociales y económicas que dividen a “los de arriba”, “los del medio” y a “los de abajo”. Todo ello sigue vigente, pero a una escala mayor y en el marco de una globalización que ha agudizado las contradicciones de todo tipo que saltan a la vista en el contexto de una Lima, que ya no es la que Ribeyro evocó en los inicios de la década de los sesenta, cuando él estaba entre nosotros, e incluso, unos pocos años antes había vivido y trabajado en Ayacucho. W. Luchting (1971, p. 62) ha escrito mucho sobre eso y ha analizado exhaustivamente todos los aspectos ideológicos y artísticos de “Al pie del acantilado” y otros críticos han destacado el carácter de gesta popular que tiene “la fundación”, primero, de una casa (la de Leandro) y luego la de muchas viviendas hasta constituir un núcleo de marginales que resiste con todo (Huárag, 2004, p. 138). Pero la ley y las instituciones le “echan el ojo” a la zona y no se detienen sino cuando logran expulsar a estos moradores precarios.

      Desde el punto de vista de la poética y de la construcción de esta “casa” hecha de palabras y con el acabado de la narración que es el cuento “Al pie del acantilado”, lo determinante es la estrategia que pone en marcha Ribeyro, y que ha empleado en otros célebres relatos. Nos referimos, por ejemplo, a “Doblaje”, conocido “cuento de circunstancia”, que también es examinado en estas páginas. ¿Dónde está la semejanza entre uno y otro texto (el realismo versus lo fantástico)? ¿Qué tienen en común el exquisito cultor del esoterismo y creyente de la teoría del doble, que vuela a Sidney y el marginal Leandro que es expulsado de Lima y viaja para buscar y encontrar entre las rocas del acantilado, la higuerilla que es su “otro yo”, su “doble”, que le dice que pueden coexistir juntos?

      Para la puesta en escena de una y otra historia, y crear “el efecto de realidad” que atrape al lector y lo lleve a emprender su propio viaje por los respectivos mundos verbales de la ficción, Ribeyro elige emplear, con variantes y adaptaciones, una fórmula que no le falla cuando construye una nueva historia.

      Dicha fórmula, de su bagaje, consiste en comenzar con un enunciado convincente y prometedor que “pesca” al lector y lo hace “morder” el anzuelo de la lectura. Trascribamos los dos “sebos” que arroja el narrador al océano de los que buscan buenas historias. Tomando en cuenta la antigüedad de los textos comenzamos con “Doblaje” y cerramos con “Al pie del acantilado”. Recordemos que, en el primer cuento, el narrador anuncia que su padre, (de un viaje a la India), ha regresado con una colección de libros de ocultismo. Y lanza el anzuelo:

      En uno de esos libros leí una vez una frase que despertó mi curiosidad. No sé si sería un proverbio o un aforismo, pero de todos modos era una fórmula cerrada que no he podido olvidar: “Todos tenemos un doble que vive en las antípodas. Pero encontrarlo es muy difícil porque los dobles tienden siempre a efectuar el movimiento contrario”. (Ribeyro, 1994, I, p. 127)

      Este comienzo no tiene pierde y el lector compra su boleto para irse a Sidney, acompaña al narrador en su búsqueda infructuosa del doble. El narrador, en su retorno a Londres, descubre que su doble ha dejado una prueba de su presencia en la casa: el retrato de Winnie, la mujer a la que ambos han amado. La estrategia empleada supone la concurrencia sucesiva de una fórmula inolvidable que “paraliza” al lector (la acabamos de presentar). Y sobre la marcha, se despliega la historia, que lo mantiene pegado al texto, a la vez que goza, palabra


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