Julio Ramón Ribeyro. Antonio González Montes

Julio Ramón Ribeyro - Antonio González Montes


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el “placer del texto” del que hablaba Roland Barthes (2015).

      Ese mismo fenómeno narrativo ocurre en “Al pie del acantilado”. Nos parece que también podemos explicar cómo funciona la magia narrativa con la que Ribeyro persuade a sus lectores y los vuelve crédulos. Reproduzcamos solo la oración primera en la que está el núcleo de la fórmula. En los demás enunciados del párrafo se la detalla: “Nosotros somos como la higuerilla, como esa planta salvaje que brota y se multiplica en los lugares más amargos y escarpados” (Ribeyro, 1994, II, p. 17).

      En este comienzo lo esencial es el planteamiento de la comparación, entre un “nosotros” (“la gente del pueblo”, según Leandro) y la higuerilla. Para convencer de la validez de lo que afirma nos hace ver cómo vive y resiste la planta, ofrece imágenes de su indesmayable lucha por conseguir “tan solo un pedazo de espacio para sobrevivir”. Y luego de haber abundado en ejemplos de la validez de la comparación concluye “que somos como la higuerilla… Allí donde el hombre de la costa encuentra una higuerilla, allí hace su casa porque sabe que allí podrá también él vivir” (Ribeyro, 1994, II, p. 17).

      Y todo el extenso y fluido relato no es sino la construcción de la historia, con sus elementos fundamentales: el espacio fronterizo entre la tierra y el mar, el proceso de construcción de la casa con sus detalles, los sucesos en su trabajada conexión mediante la presencia de los personajes, entre los cuales destaca el propio Leandro, que asume una doble tarea: la de levantar la vivienda allí, “al pie del acantilado” y la de construir el relato guiándose por el plano de la comparación, que permite establecer un paralelo entre la vida y resistencia de uno y otro elemento comparado: la gente del pueblo y la higuerilla. Y en esa operación, la casa de Leandro asume un protagonismo porque ella es el producto del trabajo esforzado del hombre sobre el espacio escarpado que la higuerilla ha ayudado a encontrar a estos seres marginales que luchan contra un sistema que no les da tregua. Pero ellos tampoco la piden, solo requieren de la presencia de la planta sobre la cual podrán levantar la casa que los albergará durante esos siete simbólicos años. Esa es la extensión del tiempo efectivo que viven los personajes. Y Leandro crea el tiempo de la narración, producto de la selección, del encadenamiento de los sucesos, de principio a fin.

      Siguiendo la clasificación propuesta por el propio autor, “Al pie del acantilado” es un cuento “resumen”, en tanto abarca una etapa amplia o significativa de la vida y peripecias de uno o más personajes. En este caso, el narrador en primera persona y por tanto protagonista de los sucesos que evoca, narra su propia existencia y las de otros personajes a lo largo de algunos años. Y la medición temporal la hace el narrador observando el transcurrir de las estaciones. Y como la historia se desarrolla principalmente muy cerca del mar, la de mayor significación y en la que acontecen los cambios más relevantes es el verano.

      “El chaco”

      En este intenso relato de final trágico, el narrador permanece innominado, solo se le llama con el apelativo de origen quechua, “Chiuchi”1, y es de la comunidad de Huaripampa, escenario de varios hechos relevantes. Usa la primera persona en condición de narrador testigo y como personaje se identifica emocionalmente con Sixto Molina, el comunero, que vuelve moribundo a su terruño y perece luchando. Este joven testigo de la gesta individual de Molina, también le dice “Chiuchi” a Antonio, un personaje menor de edad, como él, que trabaja en la hacienda, y le informa de lo que ocurre allí. En algún momento el narrador conjetura que Antonio y él se parecen mucho y pueden ser hermanos. Sus caras son del color de las piedras que los rodean. Este testigo de la gesta de Sixto es muy dinámico y está cerca de los hechos, transcribe los diálogos de las escenas. Usa, a veces, imágenes y descripciones de ciertos lugares agrestes del Ande. Así facilita la comprensión de los lectores que son ajenos a ese mundo rural, dominado por los cerros. El relato emplea la narración ulterior. Evoca sucesos ya ocurridos. Se luce con imágenes alusivas a Sixto Molina cuando este aparece hacia el final del día del chaco.

      El espacio mayor en el que se desarrolla la lucha de un comunero en contra del hacendado y sus allegados es el de la zona central del Ande peruano, en el departamento de Junín. La comunidad de Huaripampa, uno de los centros de las acciones, se sitúa cerca de las provincias de Jauja y de Huancayo. A lo largo del cuento se citan varios lugares, que corresponden a zonas, parajes, terrenos, casas, establecimientos de venta. Algunos de ellos se repiten más de una vez.

      La historia, ambientada en la región de la sierra, se inicia in media res, a partir del día en que retornaron a Huaripampa varios comuneros que trabajaban en las minas de La Oroya. Vuelven por la nostalgia de su comunidad, sus tierras, sus animales, pero están maltratados por la dureza del trabajo en los socavones. El narrador da cuenta de la presencia de estos personajes, a los que ve moribundos. Y así, poco a poco, se fueron muriendo y el único que sobrevivió hasta el final de la historia es Sixto Molina, aguantó los abusos, en especial, del hijo del hacendado, Niño José, pero respondió a ellos y murió luchando, en un chaco, organizado por su enemigo, Santiago, el hacendado.

      La mayor parte del relato se desarrolla mediante la técnica de la escena, que consiste en mostrar lo que ocurre en la historia, en un tiempo casi equivalente al de los hechos. El narrador observa lo que ocurre y apela a la citada técnica, en la que se incluye lo que hacen y lo que dicen los personajes. A través de ello se infiere el tipo de relaciones (armónicas o de conflicto, de igualdad o de superioridad, de acatamiento o de rebeldía) que existe entre los personajes en el contexto espacio-temporal que comparten. Veamos un ejemplo. Una de las primeras escenas a las que asiste el narrador, en calidad de testigo, es la que muestra a dos personajes que son integrantes de los mundos en conflicto que “El chaco” hace conocer a los lectores. Trascribiremos algunos fragmentos, a partir del momento en que el narrador y Sixto Molina se encuentran “en la carretera que separa nuestra comunidad de la hacienda de don Santiago” (Ribeyro, 1994, II, p. 45).

      Estábamos conversando cuando vimos acercarse al niño José, el hijo del patrón, que ya creció y dicen que es ingeniero. Venía al paso de su yegua “Mariposa”. Al pasar a nuestro lado se detuvo y nos saludó. Yo me quité el sombrero y le di los buenos días, pero Sixto no dijo nada y lo miró a los ojos. Así estuvieron mirándose largo rato, como buscándose querella.

      —No te conozco —dijo el niño José—. Pero por la cara que tienes debes ser minero y huaripampino. ¿No sabes decir buenos días?

      Sixto se rio como nunca lo había oído yo, dándose puñetes en el vientre y cogiéndose más abajo las partes de la vergüenza.

      ¿De dónde ha salido éste? —me preguntó el niño José—. —¿Más idiotas todavía en Huaripampa?

      —Es Sixto Molina —le dije—. Ha venido de las minas hace unos meses. Pero Limayta dice que pronto tendremos que enterrarlo.

      El hijo del patrón se fue hacia las minas sin decir nada, pero yo me enteré por el chiuchi Antonio, que vive en la hacienda, de que esa misma noche le contó todo a don Santiago. (Ribeyro, 1994, II, p. 46)

      Esta escena, una de las primeras, es una de las claves de “El chaco” porque presenta el tipo de relaciones jerárquicas que existían en diversos lugares de la dura geografía de los Andes centrales en el Perú, en las décadas de los cincuenta y sesenta del siglo xx, aunque los antecedentes de esta relación conflictiva se remontan hasta el establecimiento del régimen colonial, en el siglo xvi, cuando el Imperio español irrumpió con violencia y sometió por la fuerza y el abuso a los que habían vivido en el gran espacio socio-cultural establecido por el Tahuantinsuyo (no exento de contradicciones y de rivalidades étnicas y territoriales, que los conquistadores aprovecharon para sus fines de dominación).

      Volviendo a la escena que reúne al comunero Sixto Molina con el hijo del patrón, el niño José, cabe decir que es un desencuentro porque, de un lado, el heredero quiere que se reproduzca el comportamiento de siempre: que los comuneros lo saluden con respeto, como signo de reconocimiento de su jerarquía. Sixto rompe esta rutina y no lo saluda. Solo atina a reírse, como nunca lo había hecho, dice el narrador testigo. Ya sabemos que la risa es subversiva, cuestiona el poder, como lo sugiere Umberto Eco


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