La matemática en la escuela. Yves Chevallard

La matemática en la escuela - Yves Chevallard


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abarca el espacio en su totalidad. Porque, por ejemplo, en una proyección paralela sobre un plano –digo, en una perspectiva caballera–, la perspectiva de todo punto quedará determinada a partir del momento en que se eligen las perspectivas de los 4 vértices de un tetraedro cualquiera (por lo demás, esa elección se puede hacer de manera arbitraria: ese es el teorema de Polke-Schwarz).

      Asimismo, ¿por qué se interesa uno por los ángulos? La respuesta genérica es, desde luego, la misma que corresponde a las fracciones: ¡para hacernos la vida buena! Buena al menos para aquellos que no proceden sistemáticamente a eludir determinado tipo de tareas. Pues la respuesta específica varía de un contenido de saber al otro. Así, tratándose de ángulos, una razón de ser esencial –la única, acaso, para los principiantes–, consiste en que permiten, a través de la medición de una o varias distancias, calcular distancias inaccesibles para las mediciones. Auguste Comte hacía de ello un rasgo esencial, distintivo, paradigmático del aporte de la matemática a la cultura. Escribía:

      Debemos mirar como suficientemente constatada la imposibilidad de determinar, midiéndolas directamente, la mayoría de las magnitudes que deseamos conocer. Es ese hecho general lo que requiere la formación de la ciencia matemática... Porque al renunciar, en casi todos los casos, a la medición inmediata de las magnitudes, la mente humana ha debido intentar determinarlas indirectamente, y es así como ha sido llevada a crear las matemáticas.

      Señalaremos aquí que, en un nivel más elevado, se hará evidente una segunda razón de ser de los ángulos, estrechamente ligada con la primera: los ángulos nos hacen la vida buena cada vez que, en la perspectiva indicada, debemos entregarnos a lo que antaño se denominaba una “resolución de triángulo”. En ese caso, los ángulos permiten calcular con mayor comodidad, lo cual se verifica cada vez que se pretende calcular sólo en términos de distancia.

      En este régimen, la difusión de los saberes matemáticos por parte de la Escuela pone a las jóvenes generaciones en contacto con obras no muertas o moribundas –rectifico aquí una alusión anterior–, ¡sino con las cuales ya no sabemos si están o no vivas! En contraste, admitiré ahora como una obviedad que el encuentro con un saber a través de una situación adidáctica, o, como diré, el acceso adidáctico a un saber, permite, por definición, acceder a una o varias razones de ser del saber en juego –razón o razones de ser que luego convendrá institucionalizar. Si se ha descubierto, así, que las expresiones algebraicas expresan –una expresión expresa: ¡aquí tenemos el sentido de las palabras!– expresan, pues, un cálculo o, como se diría con mayor naturalidad hoy en día, expresan un programa de cálculo, entonces se vuelve más improbable que uno dude mucho si x² = 2x o no, o más bien, como se escribía antaño, conservando un poco más de tiempo el signo que certifica el papel de las “expresiones con x”, si x² ≡ 2x o no, es decir si x² y 2x son o no el mismo programa de cálculo.

      Sin embargo, cabe constatar que al acceso adidáctico a las obras se oponen resistencias multiformes, que sin duda varían según se las observe en la escuela primaria o secundaria, por ejemplo. No obstante, creo que la resistencia a la adidacticidad tiene fuertes razones de ser, que seguramente haya que analizar para esperar derribar esa resistencia a escala local. Para ello, en primer lugar hay que explicitar –al menos es lo que haré aquí– a qué se opone, o parece oponerse, el enfoque adidáctico, a saber, aquello que no dudaré en designar, antropológicamente, como el modo básico de nuestro encuentro con las obras de una sociedad; a esto denominaré acceso narrativo, más completamente, narrativo-mimético de las obras. Me explico. Lo esencial de las obras, grandes o pequeñas, desde la simple obrita que se descubre en familia hasta la obra fundadora de una sociedad que parece serle consubstancial, lo conocemos, en un principio, no “en situación”, sino totalmente in absentia, a través de un relato que nos hacen, a través de la intermediación de una narración –ocasional, que las circunstancias inspiran, o casi sagrada, que la tradición ha vertido en una forma santificada–. Así pues, durante siglos, las generaciones de jóvenes griegos se instruyeron en el arte de las armas o la navegación, y en las virtudes que las hacían posibles, por medio de la narración que de ellas se hacía en el transcurso de las lecturas públicas de esa auténtica enciclopedia de la civilización helénica que formaban la Ilíada y la Odisea.

      Salvo alguna que otra excepción, así hemos oído hablar del coraje, el amor, la amistad, la ambición, la guerra, la humillación, la esperanza, la fortaleza, mucho antes de haber tenido la ocasión de sentir en nuestra propia piel la mordedura, exquisita a veces, impresionante siempre, de esas creaciones culturales. Lo mismo sucede, por lo general, pero desde luego no siempre, tratándose del teatro o de la matemática, de los idiomas extranjeros o de la navegación de recreo, de la química o de... ¡la didáctica! Tenemos así un vínculo con la mayoría de las obras de la sociedad –o más bien: comenzamos por tener un vínculo con la mayor parte de esas obras– que se funda, de manera minimalista aunque pueda resultar ensordecedora, sobre una pura evocación, sobre un encuentro ficticio –del carácter de la ficción–, por más que el relato de esas obras ausentes se vuelva invocación.

      No queda excluido un encuentro efectivo. Pero, con igual generalidad, diremos que este no está programado: se lo concibe aleatorio, errático, inesperado, furtivo. En cualquier caso, si adviene, será más tarde. Así, la sociedad nos acoge en su seno para ponernos enseguida en standby. Salvo alguna que otra excepción, no se hace oficialmente responsable de nuestro encuentro con tal obra determinada. Sólo el destino, que a veces hasta puede cobrar la apariencia de nuestro deseo y encontrar los recursos de nuestra voluntad, nos otorgará, llegado el caso, los vínculos efectivos con esa obra que la cultura nos deja vislumbrar sin garantizarnos su goce. Diré en un momento que la teoría de las situaciones didácticas (TSD) puede ser leída, bajo esta óptica, como una incitación a no conformarse con este antiguo estado de cosas.

      Ese es el enfoque narrativo-mimético que propone la Escuela. No exige del alumno que se haga matemático, geógrafo o filósofo: sólo que haga como si lo fuera. No se le pide que entre en la obra: sólo que se acerque a ella. Por lo tanto, la promesa hecha y el compromiso demandado, también en este caso, están claramente limitados: más allá de eso, corresponderá al alumno actuar. Desde luego, este podrá, más allá de un mimetismo convencional y escolarmente salvador, negarse a entrar en la obra, cuyas razones de ser ignorará por muchos años –“Nunca entendí por qué ax²+bx+c = 0”, puede ser que diga un día riéndose–, tranquilizando a su entorno a través de un idóneo comportamiento de “autómata”. Quisiera insistir en el interés e incluso en la prudente sabiduría de semejante “contrato”, que instituye así una tierra de nadie protectora entre la instancia enseñante y la instancia enseñada: la inercia de la forma escolar clásica, al igual que su versión moderna donde triunfa la tendencia a mimetizarlo todo y donde la narración casi ha desaparecido, constituye, creo yo, el núcleo de la resistencia al enfoque adidáctico de las obras.

      Es cierto que, a la larga, el abordaje narrativo-mimético aumenta las posibilidades de un encuentro adidáctico espontáneo, que no garantiza por definición,


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