La matemática en la escuela. Yves Chevallard

La matemática en la escuela - Yves Chevallard


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enfoque narrativo-mimético se uniría asintóticamente al enfoque adidáctico. Allí se halla, sin lugar a duda, otro bastión –¡y no menor!– de la resistencia. “Aprendamos a utilizar los ángulos” es más o menos lo que dicen esos partidarios de la mimesis. “¡Tenemos toda la vida por delante para entender para qué sirven!”

      El acceso narrativo a las obras sólo asegura una instrucción ficticia. El enfoque narrativo-mimético asegura, si se me permite, una instrucción fingida, potencial, que podría tornarse efectiva si... si, en particular, damos tiempo al tiempo. Esa es sin duda la limitación más fuerte de la técnica narrativo-mimética cuando se está frente a la cuestión de la escolaridad obligatoria y, a decir verdad, de toda escolaridad –ya que sólo unas pocas corporaciones disponen de un tiempo de instrucción indefinidamente prolongado... Asimismo, repitamos que, en su reciente evolución de hace algunas décadas, esta técnica clásica, prudente y perezosa a la vez, ha perdido parte de su vigor al perder mucho de su dimensión narrativa, librando así a alumnos y profesores a un mimetismo sin punto de referencia, privado de toda marca claramente establecida.

      Llegado a este punto, supongo que se quiera tomar en serio el problema de la instrucción pública, que se quiera hacer el intento de cuestionarse, pues, sobre las formas y los contenidos de un pacto nacional de instrucción que deba implementarse tanto dentro de la Escuela como fuera de ella, y que no sea el pacto fetichista detallado hasta aquí. Acerca de los contenidos, primero diré lo siguiente: el pacto que se ha de establecer debe enunciar la lista de las preguntas primeras Qi, escogidas entre las cuestiones consideradas como vivas, e incluso vitales, para las jóvenes generaciones, sobre las cuales estas deberán instruirse, cuyo encuentro no puede serles vedado y que entonces deberán estudiar, a fin de construir las respuestas Ri, revisables, pero previstas en el pacto nacional de instrucción, por ser juzgadas como las más susceptibles de hacernos la vida buena. Una cosa esencial, pues, en la perspectiva de semejante refundación del pacto de instrucción, es que un saber Sn –sea este matemático– sólo verá motivado su estudio en la medida en que aporte, de manera inmediata o diferida, pero real, una contribución significativa al estudio de al menos una de las preguntas Qi y a la construcción de al menos una de las respuestas Ri. Entonces, ya no habrá más privilegio de naturaleza ni exceso de rentabilidad para ningún saber, para ninguna obra.

      Contra la bipartición de los “doctos” y de los “laicos”, a la que parece conformarse muy bien la instrucción dual –efectiva para los iniciados, monumental-lúdica para los no iniciados, o sea, el resto del mundo–, el pacto nacional de instrucción debe apuntar, idealmente, a una instrucción efectiva para todos. Eso supone, desde ya, multiplicar los encuentros adidácticos: volvemos a ese tema otra vez. Para situar mejor el punto, olvidemos por un momento la Escuela, ubiquémonos “en la sociedad”. El hombre, por ser un neoteno, es un animal didáctico: para él, toda situación del mundo puede tornarse una situación didáctica. Toda situación instrumental –no didáctica– puede ser vivida por él como didáctica, e incluso como... adidáctica. Además, a toda situación que pueda representar algo de inaugural en la biografía de la cría de hombre le conviene ser vivida como didáctica, sobre todo, porque el fracaso instrumental puede adquirir entonces el rango de condición para el progreso en el aprendizaje del mundo natural o social.

      Por lo demás, toda sociedad se las ingenia para hacer vivir a sus miembros como didácticas al menos algunas de las situaciones que estos tendrán que atravesar, por más “obligadas” que sean. (Hace muchos años, un poco más de un siglo, el mérito del capitán Philippe Lyautey consistió en haber planeado, en su improbable didacticidad, el servicio militar del cual el país acababa de dotarse: pero hoy podemos olvidarnos de ese asunto.) Así pues, el grado y la autenticidad de la instrucción que recibo depende, desde ya, de las dosis de adidacticidad que puedo asumir en mi acceso a las situaciones que la sociedad me propone o me impone vivir. No hay ningún milagro en relación con esto: la instrucción “espontánea”, la instrucción “de la vida”, no es ni más ni menos auténtica que aquella que nos ofrece la Escuela. O, dicho de otro modo, el arte, me refiero a la Escuela, no es menos auténtico, no es menos efectivo que la naturaleza, me refiero a la sociedad y su “escuela de la calle”. La sociedad es tan cosa de arte como lo es la Escuela.

      ¿Por qué cuestionarse en estos términos acerca de la “escuela fuera de la Escuela”? Porque es prácticamente imposible hacer vivir en la Escuela lo que no se planea hacer vivir más adelante en el conjunto de la sociedad, en parte por medio de la acción de esa propia Escuela. Porque no se podría pedir a la Escuela que ejerza en mayor medida, con mayor consciencia y voluntad, el abordaje adidáctico de los saberes y las obras, si no hay allí un principio de producción de la sociedad reconocido y valorado como tal. No ignoro que esta perspectiva irritará, incluso aquí, a aquellos y aquellas para quienes la producción de la sociedad constituye, según el modelo genérico de bipartición ya mencionado, un ámbito reservado, donde el especialista en didáctica, al igual que el profesor, no tendrían parte como tales, porque esta incumbiría exclusivamente a los partidos políticos, los sindicatos y los gobiernos. No creo que ese vestigio de la cultura cortesana (que hacía del entorno del Príncipe la cima de la organización social, de la cual nosotros, especialistas en didáctica, estaríamos por naturaleza excluidos), que ese reflejo curial pueda obstaculizar durante mucho tiempo las leyes de la ecología didáctica, cuyo alcance no podría limitarse por decreto.

      La perspectiva aquí esbozada, siguiendo los pasos de la teoría de las situaciones didácticas, postula una exigencia de instrucción efectiva para todos, a través del enfoque adidáctico de los saberes y las obras. Hoy en día, esta exigencia aparece, si no como absolutamente inédita, al menos como radical, al permanecer tan ampliamente dominada en la historia de nuestras sociedades –las cuales, ya lo hemos dicho, no consienten que se le haga lugar sino en beneficio de unas escasas élites. Quisiera enunciar, pues, para terminar, lo que creo que son algunas de las condiciones de posibilidad para semejante ambición transformadora de cara al desarrollo de nuestras sociedades.

      En primer lugar, diré sin ambages que es prácticamente imposible, más aun, es inconcebible que cada uno de nosotros alguna vez pueda vivir en primera persona todo lo que hay de vivo en la cultura donde discurrimos. En efecto, nuestro conocimiento del mundo, ya de por sí muy circunscripto, presenta indefinidamente una sobredosis de narratividad y, comparativamente, es pobre en adidacticidad. En esto, todo sucede como si, en un momento dado, existiera un “índice histórico de adidacticidad” que no pudiéramos superar, incluso si ese índice fuera variable según las culturas, los campos de conocimiento y los individuos; y, sobre todo, aun si pudiéramos esforzarnos para hacer crecer ese índice.

      En segundo lugar, tratándose de la matemática en particular, quiero subrayar que, en la actualidad, el camino de la adidacticidad se ha vuelto por demás impracticable a raíz de la amnesia colectiva progresiva que ha golpeado, de modo contundente, a la cultura docente de la escuela secundaria, desde hace dos o tres décadas, la cual ha borrado de las memorias personales e institucionales las razones de ser de los mil saberes específicos que componen el currículum matemático obligatorio. Pero más que eso, lo que pareciera poder reconstruirse fácilmente es, sobre todo, el movimiento de purificación epistemológica mediante el cual “la matemática”, antaño muy abierta a lo extramatemático matematizable (durante mucho tiempo, en el último año de la secundaria, el profesor de matemática tenía que enseñar las máquinas simples: palanca, torno elevador, cabrestante, poleas, aparejo, etc.), se ha encerrado en sí misma, remitiendo a la nada, o a un universo de opereta sin consistencia, todo medio posible que no sea “puramente matemático”.

      Por último, quiero decir unas palabras a propósito de las vías y los medios a través de los cuales el principio de producción de la sociedad y de su Escuela, tal como aquí la concibo, puede hallar su eficacia. Recurrir al Príncipe, según un reflejo clásico que más tiene que ver con la tradición curial que con el principio republicano, constituye un camino que dejo a otros: creo que nada alega en su favor en los tiempos que corren. Muy distinto es el caso de esta inmensa fuerza de transformación que representan los docentes, colectivamente, y uno por uno. Quiero aludir a su formación, dentro de los IUFM, como el punto de apoyo esencial para las transformaciones buscadas. En este tema, y lo digo sin rodeos, nada me resulta más vano y, a largo plazo, más culpable, que la


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