Venus mujer: viaje a los orígenes. Marcelo Mario Miguel

Venus mujer: viaje a los orígenes - Marcelo Mario Miguel


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las montañas sagradas, lugar de viejos rituales y cultos de nuestros ancestros, iluminada por un fuego suave y crepitante. Frente a mí los venados dibujados en la pared extrañamente galopaban. Asombrada, intenté tocarlos, quería sentir su fuerza animal. Hasta mi padre, al que nunca había conocido, apareció con una gran sonrisa, mostraba satisfacción por lo que yo hacía asintiendo con un leve movimiento de cabeza, desde algún lugar lejano a mi universo. Se hizo presente una voz hueca que empezó a fluir en la escena, era un idioma con chasquidos como el mío, pero mucho más simple. Sentí que el sueño me hablaba, giré el rostro y encontré los ojos penetrantes de una anciana que me decía con una voz algo ronca: “La manada que corre hacia la montaña marcará la época del viaje de nuestro pueblo por la gran agua, a tierra desconocida”. Y después continuó diciendo con voz profunda: “Ellas tienen que ser llevadas al otro lado del horizonte”. Me estremecí, no sé si por los dichos de la anciana o por la fiebre que atenazaba mi cuerpo, transformado en cárcel de fuego por un tiempo sin tiempo. Sentí que luchaba por salir de ese letargo del cual estaba prisionera. En ese transcurrir todo fue negro, mi conciencia se perdió en un instante.

      Mientras, en mi largo sopor, escuchaba a Kui!, desesperado y con tono de culpa por la situación, explicarle lo sucedido a nuestra madre:

      —La encontraron llena de tierra y sangrando, en el camino de la estampida, junto a Umbwa –dijo apenado y tratando de serenarse–. Mientras el grupo de caza quedaba destazando al ciervo muerto y recuperando sus partes valiosas, la cargué en mis hombros y la traje tan pronto como pude –aclaró finalmente.

      “Hay que llevarlas, hay que llevarlas, ‘ellas’ nos protegerán, juntas les darán sentido a nuestros pueblos para sobrevivir en tierras desconocidas”, gritaba con esa voz extraña, como si fuese otra, no la /Kal que pensaba que era.

      Podía ver cómo en esas cuevas fluían las historias, la poesía y la integración cósmica llenas de riqueza de lo que éramos. Los relatos estaban, la mayoría de las veces, a cargo de mujeres, “las relatoras”, como las llamaban los ancianos, mujeres con habilidades superiores innatas, siempre un escalón por encima del resto, tanto en sus pensamientos propios como en la visualización del futuro y del pasado colectivo. Se paraban en el centro de la escena y esgrimían una asombrosa capacidad histriónica para contar con su cuerpo, con sus sombras y con altisonantes palabras las aventuras y desventuras de los elementos que forman lo interno y lo externo de las cosas, seres vivos e inanimados que, desde lo expresivo, dan sentido a ese universo caótico y hostil que los rodeaba. Esto se traducía en un componente imaginario que le proporcionaba un orden lógico y verosímil a la cotidianeidad, donde los gestos ampulosos y la narración oral se convertían en el objeto propio y esencial de la comunicación de los pobladores en el tiempo.

      Todavía, en mi estado inconsciente, sentía cómo a mi hermano lo atenazaban suspiros de angustia, desesperado en el interior de su mente buscaba algún alivio pasajero que lo reconfortase, y allí estaba. Una antigua historia que tanto le gustaba se repetía a través del tiempo, se sentía tan vieja como perdida en los confines de la humanidad. Por alguna razón, como un antiquísimo ritual, era relatada en la primera luna antes de las lluvias. De tanto escucharla, en esas noches iluminadas, se había adentrado tanto en él que podía repetirla de memoria. Le gustaba especialmente la parte de la historia del hombre y su conflicto con la gran piedra, en sus pensamientos parecía escuchar a /Gui diciendo:

      Recordaba a /Gui que siempre a esa altura de la historia hacía una pausa para aumentar la atención de nosotros para continuar diciendo: “Luego de una larga jornada calurosa de caza, donde solo había atrapado un lagarto, volvió a la rutina de golpear como tantas otras veces a la roca, en busca de algún punto de quiebre. Su superficie reluciente parecía lustrada con piel de Eland, le gustaba pasar sus dedos sobre sus pequeñas depresiones”.


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