Venus mujer: viaje a los orígenes. Marcelo Mario Miguel

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imagen inquebrantable que mostraba mi abuela se perdería desgranándose en el tiempo después de conocerlo a él. Ahí comenzó a caer en un abismo del cual no regresaría. Eran tiempos difíciles. Por razones políticas se había recluido en un lugar perdido de Salta28 con su pareja, para vivir un infierno de bebida y de violencia. Esa relación tóxica se volvió su condena, y fue incapaz de defender su estructura ideológica y de vida que había cimentado a lo largo de su vida. Su corazón y su alma estaban rotos, desgranados, tan solo algunos pedazos quedaban como pidiendo ayuda, que nunca llegaría.

      Kati, desde niña, tenía dificultad para dormir de noche, decía que los sueños nocturnos la perseguían con visiones y premoniciones que, según ella, se cumplían siempre y se transformaban como vivencias de un tiempo pasado y de un futuro. Esta situación y la fama de niña rara y retraída producían rechazo en la gente y su paso o su sola presencia llenaban de habladurías las calles del pueblo. Todo esto marcó el carácter de mi madre, callada, huraña y a veces oscura como una tumba.

      Mi nacimiento había atenuado su pesar, su dulzura era un oasis para mí y para la abuela. A pesar de toda su tristeza, a veces se permitía sonreír mientras me amamantaba o cuando, insistente, trataba de hacerme dormir, con ese brillo de amor que proyectaba la luz de su luna interior, que solo yo, a pesar de mi corta existencia, intuía como algo especial.

      Gran parte de las angustias y los sufrimientos provenían de una sola persona. Un ser maldito o una sombra maligna, hecha hombre… mi abuelo… ¡Qué pedazo de hijo de puta…! ¿Qué puede llevar a un tipo a ser una bestia y encarnar tanto odio?

      Por un lado, se la daba de idealista, tenía un discurso para la sociedad, más bien para una cohorte de borrachos del pueblo, lleno de mentiras e ideales políticos impracticables, pero cuando se cerraba la puerta de la casa, era un total malnacido donde el maltrato y el golpe eran la palabra oficial.

      Mi madre, Kati, anuló gran parte de esos trágicos recuerdos llenos de aberraciones y situaciones violentas que vivía con el depredador quizás para conservar algo de raciocinio. A pesar de esta tibia defensa, sus ojos perdían poco a poco ese fulgor que los hacía únicos.

      Como si la angustia no tuviese límites para nosotras, mi abuela luego de una larga enfermedad, potenciada por golpizas, Chagas y miseria, murió siendo todavía joven. Me impacta aún hoy el negro excesivo que invadió la ropa de la gente que tiñó el velorio con gemidos lastimosos sentidos y otros simulados por costumbre, obligación o inquina hacia mi abuela. Mi mente de niña guardó también el recuerdo del continuo movimiento de la gente, como sombras cumpliendo algún ritual antiguo y lejano, alrededor del féretro.

      Durante mucho tiempo esperé escuchar mágicamente su entrañable voz, a veces el sonido de alguna brisa nocturna engañosa o el crujir de las maderas del fondo buscaban imitarla, pero no lo lograban. La extrañaba. El tiempo y la realidad familiar me hicieron comprender, a pura ausencia, que ya se había ido, nos había dejado para siempre. Desde esa época, comencé a soñar con ella, pero nunca aparecía sola, siempre con sus sombras que, como espectros, rodeaban su imponente figura.

      Un lejano y largo lamento de una mujer cerró la noche.

      Al otro día el miedo dibujaba la cara de la gente de la zona. Nunca más, supe algo de esas personas. Luego de un tiempo y de boca de mi madre me enteré que el viejo trabajaba encubierto para los militares durante la represión del sanguinario gobierno de facto de esa época, ese día me cerró el concepto de desaparecidos.

      Como si se corriera un velo en el tiempo, me veo feliz en la escuela, vestida de blanco, en ruidosos recreos con muchos niños. Me recuerdo niña, bailando y soñando por las noches con mis sombras, que calladas y escondidas siguen el ritmo de mis movimientos. Mi madre nunca perdería de nuevo la luz de sus bellos ojos. Su vida renacería. Había sido violada y denigrada; la notaba, por momentos, enojada, asustada, paralizada, confundida hasta avergonzada, pero su ser y su espíritu habían convertido ese pasado turbulento en control y poder sobre sí misma, y si era necesario, para defenderse, lo ejercería sobre otros. No era rencor, era llenarse de una nueva energía que le permitirían la autodefensa y el crecimiento tanto personales como familiares. Desde entonces resplandecía, estaban encendidos con ella los genes de mi abuela, su voz, ahora, era escuchada. Muchos se enamoraron de su energía. Pero solo uno tuvo su amor. Juan. Un padre, un verdadero padre. Juan apareció en nuestras vidas en una visita por Buenos Aires, había conocido a mi madre por intermedio de unos viejos amigos de la Venezuela de mi abuela. Trabajaba de guardaparque en su país, era alegre, pero algo conversador, con sus anécdotas y vivencias me mostró un mundo nuevo plagado de paisajes y animales que dieron rienda suelta a mi imaginación de niña. En silencio, con esa suavidad


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