Venus mujer: viaje a los orígenes. Marcelo Mario Miguel

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convertía a la caza en algo más que una aventura. Lo sentía como una experiencia espiritual tal cual nos había enseñado mi madre durante largas noches de historias y cantos.

      Mi madre, cuyo nombre era !Gä, en referencia al color rojo de su pelo, nos reunía en noches iluminadas con la hoguera central de la aldea y nos relataba en tono ceremonial historias impregnadas del maravilloso, peculiar y conmovedor sentido de humanidad que debemos cultivar, donde lo fraternal une a animales, plantas, cosas y humanos. Donde las estrellas, la luna y el sol juegan a ser dioses sin ser omnipotentes, permitiéndole a la vida buscar sus diversos caminos, al ser la muerte de cualquier ser viviente un pasaje más de la larga cadena de la historia de la existencia.

      En el medio de esos relatos era bastante común que ejerciera su paciente autoridad para reprendernos.

      Este argumento, aunque sabio, era repetido una y otra vez, hasta que las palabras tomaban su verdadero sentido. A pesar de lo reiterado, siempre sus dichos me provocaban diferentes sensaciones, que venían a mi memoria cuando compartía danzas y cantos, cuando capturaba, más con astucia que con armas, a pequeños lagartos y aves. La danza y la caza, de manera gradual, se transformaban en cuestiones vitales de mi vida. Si bailaba tenía nuevas sensaciones, sentía que me llenaba de energía, que me transformaba en pleno salto en una gacela o si me arrastraba en ritmos sinuosos me sentía como una serpiente poderosa. A veces me preguntaba qué había sido antes, en otra vida, ¿un avestruz hecho con plumas y viento o quizás una minúscula larva que tarde o temprano se convertiría en alimento o en una hermosa mariposa dueña de los aires y de los colores? Presentía –en el fondo lo anhelaba– haber sido un animal importante. Quizás un león poderoso ávido de carne fresca y latiente o un diligente lobo amaestrado que junto al cazador buscaba la presa y la acorralaba en su destino de muerte. Esas imágenes mentales y mi alocada imaginación asaltaban siempre mi cabeza afiebrada de ideas y fantasías. Me reconfortaba pensar que sería reconocido como un importante cazador, respetuoso de mis hermanos animales, querido y admirado por mi pueblo.

      Como pasaba a menudo, cuando mis pensamientos caían en cascada, haciéndome olvidar el espacio y el tiempo, anunciaban que algo, quizás apenas perceptible, pero importante, estaba por suceder. Presentía.

      Me quedé tieso durante un infinito momento. ¿Era real o había tenido una de esas extrañas visiones? Sin pensarlo más, me levanté y giré sobre mis pies descalzos, tomé mi morral y eché a correr hacia la aldea, desgarrando mi taparrabo de tanto apuro.

      Irrumpí, para sorpresa de todos, con desparpajo y sin respeto en la choza. El olor a incienso era fuerte y fue la primera barrera a mi angustia. El jadeo no me dejaba emitir una palabra. Apoyé mis manos sobre las rodillas, trataba de recuperarme. Un gemido llamó mi atención, me quedé atónito, cuando descubrí que en un rincón había un bebé recién nacido.

      —Es una niña –murmuraba mi madre a las ancianas. –Por un momento, la alegría, invadió mi ser y olvidé al sol caído y pensé: “¡Una hermana...!”. !Gä, mi madre, bañada en sudor, sentada en la esterilla junto a dos matronas, dibujaba sonrisas en su rostro y las regaba con lágrimas de ternura.

      Como de soslayo me miró y con su suave voz me dijo:

      Cuando me disponía a contar lo sucedido, una sombra cubrió aquella escena. Todos voltearon para mirarla. Era ≠Giri, la chamán, imponente y bella, con sus pechos elevados, sus caderas bien pronunciadas y sus glúteos prominentes. Era hermosa, respetada por muchos y deseada por todos en la aldea. Se acercó a la niña nacida y la revisó detenidamente, luego volteó su rostro y me dijo:

      —La señal ha llegado, ha dejado su marca en la niña y en ti, Kóro, la imagen de un viejo cielo. Hay que preparar el viaje, tenemos tiempo, dentro de diez inviernos será la partida, hay que traerlas a “ellas” de nuevo a nuestra tierra.

      Lo último que vi esa noche fue a mi pequeña hermana y a su sombra inquieta; a pesar de lo extraño de la situación no me parecía tan raro después de todo lo sucedido ese día. Cerré los ojos y me dormí en la negrura tibia y acogedora.


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