Atada al silencio. Charo Vela

Atada al silencio - Charo Vela


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a los ojos.

      —Está bien, si quieres esta tarde al terminar mi trabajo, tengo un rato libre.

      —Aquí estaré esperándote, será todo un honor para mí. ¡Qué largas se me van a hacer las horas! —le anunció José con una sonrisa e ilusionado por haber conseguido lo que durante días había anhelado, una cita con su morena.

      —Ja, ja, vale. Entonces, hasta después, José. —Lucía se alejó con una sonrisa en los labios y con esos lindos ojos grises grabados en su retina.

      Ambos estuvieron pensando en el próximo encuentro todo el día. Deseaban que llegase el momento de encontrarse de nuevo para dar ese esperado paseo. De ese modo, llegada la hora señalada, se encontraron y pasearon juntos. Hablaron de sus vidas y quehaceres diarios. Lucía, poco a poco, fue perdiendo la timidez. Cada vez se sentía más relajada con su compañía. Era un chico muy agradable.

      Él le contó que tenía veinticuatro años, era electricista, igual que su padre. Era el mayor de cinco hermanos. José trabajaba por su cuenta, no le faltaba el trabajo. De esa manera echaba una mano a sus padres. Los ayudaba a sacar adelante la casa y a sus hermanos. Al menos, ganaba para poder comer caliente cada día. José le contaba cosas de su vida y eso le agradaba a Lucía. Él también trabajaba para ayudar a la familia, igual que ella.

      —Hago instalaciones, arreglo averías, no me puedo quejar, tengo buena clientela. No pagan un dineral, pero no me falta la faena —le contaba José—. Ahora estoy haciendo trabajos por esta zona. Los señoritos de las casonas de esta barriada pagan bien.

      —Sí, es cierto, la gente del centro es más pudiente y paga mejor —confirmó Lucía.

      —Algunas tardes también doy clases particulares para aprender a pintar. Es mi gran pasión —le contaba ilusionado—. Si bien, ya sabes, eso no da para comer, solo lo tengo de entretenimiento tres tardes a la semana. Lucía, ahora cuéntame algo de ti.

      —Pues, como tú, trabajo aquí en el centro en varias casas. Confecciono el ajuar de chicas adineradas, así ayudo con mi sueldo en casa. Algunas tardes voy al convento a colaborar con las hermanas en las labores de bordado que hacen. Hace varios años me enseñaron a bordar y estoy en deuda con ellas. —Lucía se sinceraba con él—. Sin embargo, mi sueño es ser diseñadora de moda, pero eso es muy difícil. Yo me confecciono casi toda mi ropa. Pero para ser costurera no necesitas mucho, si bien, para ser diseñadora hay que hacer cursos bastantes caros y que no me puedo permitir pagar.

      Él la escuchaba atento. Era un sueño cumplido para José, poder estar con ella. Llevaba días ideando cómo acercarse y el bendito destino le había echado una mano.

      La primera cita fue agradable para ambos. Quedaron para salir juntos otro día. Fue el principio de muchos paseos. Acordaban de verse a la salida del trabajo, las tardes que coincidían. Los paseos juntos se fueron convirtiendo en una rutina, ambos anhelaban esos momentos. Cada vez eran más amigos y confidentes, siempre, eso sí, respetando las distancias. En este tiempo empezó a nacer en ellos un sentimiento. Cuando estaban juntos, a Lucía se le desbocaba el corazón.

      Los domingos por la tarde, José la acompañaba por el centro a pasear e iban a tomar un refresco, un helado o simplemente un paquete de pipas. Se sentaban en alguna plazuela, charlaban y reían. Él la hacía reír con facilidad, era gracioso e ingenioso y a ella con su forma de ser le alegraba los días, estaba ilusionada.

      Una tarde, Lucía le contó que su padre había luchado en la guerra, en el bando de los republicanos, era socialista. Lo habían herido, dañándole uno de sus riñones. Desde entonces, había empeorado bastante. Hacía ya unos años que no podía trabajar, pues el esfuerzo y los dolores se lo impedían.

      José le refirió que su padre también había luchado con los republicanos, era de ideología comunista. En varias ocasiones tuvo que esconderse de los fascistas, salvo eso, no tuvo grandes problemas en el frente. Lucía, al escuchar eso del padre, hizo un gesto con la cara, que no le pasó desapercibido a José.

      —¿Por qué has puesto esa cara? ¿No te gustan los comunistas?

      —No es eso. He escuchado que entraban en las iglesias, las saqueaban, quemando santos y vírgenes. Yo soy católica y creyente, me aterra pensar que eso llegase a pasar.

      —Sí, es cierto, pero lo hacían los más revolucionarios. Mi padre nunca lo vivió en persona, eso al menos me ha contado. —José le explicó con tranquilidad—. No era un rojo, sino un jornalero, que se unió a la revolución socialista, luchó contra el fascismo y los insurrectos.

      —Entonces, me quedo más tranquila. Al final nuestros padres estaban en el mismo bando.

      Fueron pasando los días, cada vez hablaban con más confianza. José fue conquistando despacito, pero sin pausa, el corazón de su morena. Lucía aún no se lo había contado a nadie, era pronto y no sabía si sus padres iban a aprobar su relación. Ellos tenían una mentalidad muy estricta y chapada a la antigua. Debía esperar a que José diese el paso para formalizar la relación. A su hermana, tampoco le dijo nada, a veces cuando se enfadaba por no salirse con algún capricho, se le soltaba la lengua y le contaba todo a su madre.

      Así, Lucía decidió guardar el secreto dentro de su corazón. Esperaría un tiempo, debían conocerse mejor y afianzar la relación. Sentía que se estaba enamorando. Él la cortejaba, la adulaba, la hacía reír y eso a ella le agradaba. Cuando pasase un tiempo respetable y se conociesen mejor, seguro que él hablaría con su padre para pedirle su mano y serían oficialmente novios. Nunca antes había salido con un hombre, y este la hacía sentirse muy bien. Él, pensaba Lucía, podía ser su esperado príncipe azul, que le bajase la luna a sus pies. Todo esto era como un sueño para ella. Un bonito cuento de princesas encantadas que se estaba haciendo realidad.

      Llegó Semana Santa y todas las tardes al salir ella de trabajar, él la esperaba. Se perdían por las callejuelas de Sevilla. Buscaban procesiones, disfrutaban entre olores de incienso y azahar, con la música de fondo de tambores y cornetas. Con esos pasos mecidos por los costaleros. Compartían cada cofradía que pasaba por el centro de la ciudad y sus calles.

      —Lucía, hija, no me gusta que vengas tan tarde —le regañaba su madre preocupada por su tardanza–. ¿De dónde vienes a estas horas?

      —Mamá, no se preocupe, me entretengo viendo las hermandades que me encuentro de camino para casa. Me encantan, usted lo sabe, sin embargo, como van despacio y con el bullicio se me hace tarde —le explicaba con cariño a su madre.

      «Era una verdad a medias», pensaba ella. Pues, sí veía las cofradías, pero siempre en compañía de José. Los dos de la mano compartían cada hermandad, cada procesión de mutuo acuerdo e interés. Menos en la madrugada del Jueves Santo. Esa noche ella acompañaba a su Virgen Esperanza Macarena, de la que era muy devota y él, a su Virgen Esperanza Trianera, en la que salía de nazareno. Ambas, son dos hermandades de mucha fuerza en la Semana Santa sevillana. Las dos se pasean por sus calles esa misma noche. Esa madrugada, los corazones de los sevillanos se dividen entre las dos Esperanzas.

      José le decía muchas veces que ambos, igualmente, tenían dos lindas esperanzas. Una, el anhelo que crecía en sus corazones, pues cada día era mayor el cariño que se tenían, y otra eran sus vírgenes, pues las dos se llamaban Esperanza, una a cada orilla del río Guadalquivir.

      —Lucía, cada persona debe tener una «Esperanza» que le guíe, ilumine y ayude a seguir adelante en el duro camino de la vida —le manifestaba muchas veces José.

      —Yo tengo la mía —le contestaba ella con sonrisa pícara, pensando en su Macarena.

      —Así me gusta, yo también tengo la mía —reía él y recordaba a su Trianera—. Ahora también te tengo a ti, mi otra esperanza. —Ella lo escuchaba embobada y sonreía.

      El Viernes Santo fueron a ver al Cristo de la Expiración pasar por el puente de Triana.

      «El Cachorro», como cariñosamente le llaman los sevillanos. Ya de vuelta, la acompañaba a su barriada. Escondidos en un portal, José la acercó a él y la besó en los labios.


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