Atada al silencio. Charo Vela

Atada al silencio - Charo Vela


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día a finales de mayo, José esperó a Lucía a salida de la casa donde trabajaba. La sorprendió con una rosa roja y una caja de bombones. Era 28 de mayo, ese día Lucía cumplía veintiún años. Ella al verlo sonrió radiante y emocionada.

      —Feliz cumpleaños, morena mía, ojalá todos tus deseos se te hagan realidad y cumplas muchos años más. Y por supuesto, que sea a mi lado, querida Lucía —le dijo besándola en los labios y le entregó los regalos.

      —Gracias, José. ¡Qué feliz soy, pese a que hoy sea más vieja! —contestó sonriendo.

      —¡Qué dices de vieja! Tú serás siempre una chiquilla, mi morena, mi esperanza.

      Ella nerviosa y feliz lo abrazó, le dio un beso apasionado, estaba ilusionada. Fueron a la orilla del río donde merendaron, y entre bromas y risas pasaron una tarde inolvidable. Esa noche al acompañarla a la entrada de su barriada, en un rincón no muy transitado, él le cogió las manos, tiró de ella y la besó con loco deseo y empezó a acariciarla. Ella le respondió de igual manera. Lucía era recatada y se daba a respetar, pero sentía que lo deseaba con todas sus fuerzas y al final se dejaba llevar. A él cada vez le costaba más controlarse. Entre besos y caricias, el tiempo se paraba para ellos. Durante un rato, no pararon de achucharse y él la abrazaba con pasión. Lucía sentía que, jugando al amor la fiebre le empezaba a subir por su interior. José despertaba en ella un deseo incontrolado. Él le acariciaba los pechos y sus manos recorrían su cuerpo, mientras besaba su cuello. Al verlo lanzado, Lucía le sujetó las manos y lo frenó, pues temía perder la vergüenza y dejarse llevar hacia el pecado.

      —José, puede vernos alguien. No vayas tan rápido, dame tiempo, por favor. No puedo hacer algo de lo que me arrepienta —le suplicó nerviosa. Temía no poder controlarse, pues su cuerpo ardía en esos momentos—. Es tarde, debo irme ya o me van a reñir mis padres. Nos vemos pasado mañana ¿vale?

      —Cada vez me cuesta más controlarme. Lucía, te deseo y te me escapas de mis manos.

      —Lo siento, José, no podemos ser irresponsables. Dame tiempo. Gracias por esta tarde tan maravillosa.

      José de mala gana la dejaba marchar. ¡Cuánto la deseaba! Esta mujer lo volvía loco. Sentía el pulso acelerado y el latir acalorado de su corazón cuando la tenía entre sus brazos. Por otro lado, debía respetarla, ella era una mujer para compartir la vida, para crear una familia, no solo para beber un rato de su cuerpo y de su inocencia.

      De camino a su casa, Lucía no dejó de pensar que se había enamorado perdidamente de José. Ya no podía negarlo, lo deseaba. Su cuerpo ardía de ansias cuando él la acariciaba. Esa noche, ella estaba feliz y excitada. No podía ocultar que estaba prendada de José. Al llegar a su casa, tras la cena, ya en el dormitorio le confesó a su hermana que había conocido a un joven.

      —Chío, voy a contarte un secreto, ven aquí a mi lado. —Señaló con la mano su cama y la invitó a sentarse a su lado.

      Ambas compartían la misma habitación. Era pequeña, pero acogedora, Lucía había confeccionado las alegres cortinas de flores y bordado las iniciales de sus nombres en cada una de las colchas. Había dos camas iguales donde dormían desde pequeñas.

      —Venga, cuéntame, con lo que me gusta a mí un cotilleo. Dime, Chía, ¿qué secreto es ese? —la interrogaba Rocío mientras se sentaba junto a su hermana y hacía gestos de loca—. Ya me tienes intrigada.

      —No me hagas reír o entonces no podré contarte nada.

      —Ah, de eso ni hablar. Más callada que en misa me quedo. Venga, dime algo, por Dios, o esta noche no duermo. —Rocío la miraba con atención esperando a que hablase.

      —Vale. Hace unos tres meses he conocido a un chico. Nos vemos algunas tardes y damos paseos por el centro. Es guapo, cariñoso, divertido y me gusta bastante.

      —¡Anda, qué calladito lo tenías! Mira la formalita de mi hermana con novio. ¿Quién lo iba a decir? —Reían las dos, mientras Rocío con gestos la instaba a que siguiese contándole.

      —Chío, no le digas aún nada a nuestros padres, ni a nadie, por favor, que aún es pronto. —En el fondo temía que Rocío no le guardase el secreto—. Nos estamos conociendo y todavía no somos novios formales. Seguro que José pronto decide hablar con papá, pero tiempo al tiempo.

      —Cuánto me alegro, Chía. Eres muy buena y te mereces lo mejor. —Rocío con complicidad la besó—. No te preocupes que por mi boca no se entera nadie. Mi boca está sellada —aseguró haciendo el gesto de que cerraba la boca con una cremallera invisible.

      Desde pequeñas ellas se llamaban siempre así, Chía y Chío, diminutivos cariñosos de sus nombres. Tras abrazarse se fueron a dormir cada una a su cama, ambas con una sonrisa. Estaban contentas. Esa noche, Lucía volvió a soñar con su enamorado, con sus besos y caricias, levantándose de nuevo acalorada y sonrojada por lo que había soñado.

      Muchos días por la noche ya en la habitación, las hermanas se contaban sus confidencias amorosas, donde reían y se daban mutuos consejos.

      Rocío a su vez, también le confesó a Lucía que a ella le gustaban los chicos mayores. Se sentía atraída por hombres más maduros. Los jóvenes de su edad le resultaban aburridos. Lucía aconsejaba a su hermana que no debía ser atrevida con los hombres. En estos tiempos en una señorita eso no estaba bien visto y, si se corría la voz de que era muy liberal, ningún hombre con buenas intenciones se iba a acercar a ella. Rocío se molestaba con los consejos y regañaba a su tata Chía por ser tan recatada y anticuada para su edad.

      —Es el hombre quien debía dar el primer paso. Chío, no la mujer, recuérdalo.

      —Chía, así no te va a durar mucho un novio. Te vas a quedar solterona y para vestir santos. Hermana, eres muy antigua, pareces mi madre —le decía riendo Rocío.

      —Calla, loca. No seas tan fresca ni descarada —le reñía con cariño Lucía—. En los tiempos que vivimos con la dictadura, no deberías hablar con tanto descaro.

      —¡Chía, por el amor de Dios! Aquí estamos las dos solas. Ni que Franco me estuviese escuchando. —Se giró y con voz más suave le dijo—. Por cierto, he visto en una revista que en Madrid las mujeres llevan pantalones como los hombres y también faldas pantalón. Lucía, quiero que me hagas una para mi cumple.

      —¡Santo cielo! No sé qué voy a hacer contigo. ¿Tú a quién has salido tan moderna? — Lucía se llevaba las manos a la cabeza por las ideas tan liberales de su hermana.

      Del mismo padre y la misma madre y qué diferentes eran las dos hermanas. Cierto era que Lucía era muy anticuada para su edad, pero tenía un carácter muy noble. También era más religiosa que Rocío. Ella iba casi a diario al convento a bordar y rezar el rosario. No faltaba, tampoco, ningún domingo a misa.

      José acompañaba a Lucía algunas tardes, iban a pasear por las callejuelas del barrio Santa Cruz y los jardines de Murillo, charlaban como dos enamorados, les sorprendía el anochecer cuando se despedían cerca de su barriada. No se acercaban mucho a la casa de Lucía, por temor a que alguien conocido los viese. Y aunque se querían, ella tenía muy claro que era el hombre quien debía dar el paso de hablar con el padre de la chica, y Lucía para eso era muy tradicional. Esperaría a que José lo decidiese, ella no podía obligarlo. Debía tener paciencia, porque hasta dar ese paso, no serían oficialmente novios formales.

      José la quería, pero aun dolía el desengaño amoroso con la chica gitana y no quería precipitarse de nuevo. Ese plantón lo dejó marcado y en el fondo desconfiaba de que volviese a pasarle. Esperaría un poco más y ya para el verano hablaría con su futuro suegro. Cada día estaba más encaprichado de Lucía.

      Se veían los martes, jueves y sábados por la tarde. Los otros días él no podía acompañarla, por el trabajo y las clases de pintura. Los domingos, tras ella salir de misa, salían a pasear un rato por la orilla del Guadalquivir, pues ya hacía calor y cerca del río el aire era más fresco y se estaba bien. La invitaba a un refresco o a un cartuchito de pescadito frito. Poco antes de las dos de la tarde, la acompañaba


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