Atada al silencio. Charo Vela

Atada al silencio - Charo Vela


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José, compréndelo. —Lucía se refugió en los brazos de él, se acurrucó igual que si fuese una niña asustada, mientras las lágrimas seguían rodando por su cara. Se sentía como un pajarillo herido. Necesitaba el calor de él, para reconfortarla del dolor que sentía su corazón en esos momentos.

      —Es verdad, no te puedo obligar a quedarte. Comprendo tu situación familiar. Debo resignarme, sé que ellos necesitan ese dinero. —Suspiró algo más conforme y la abrazó mientras le secaba las lágrimas—. En ese punto te entiendo, también yo trabajo mucho apoyando a los míos. No obstante, me duele estar tanto tiempo sin verte. Compréndeme tú a mí también.

      —Por favor, José, espérame, que dos meses se pasan pronto. Yo te quiero, contaré los días y las horas hasta volver a verte. Asimismo, podemos escribirnos, así se hará más llevadera la distancia. —Lucía lo animaba sin apenas convicción. También a ella se le iban a ser eternos este tiempo alejada de él.

      —Yo también te quiero, Lucía, por eso no me gusta separarme de ti. Necesito tu cariño, tus mimos. Me voy a volver loco sin verte. —Suspiró hondo, la miró, no quería verla llorar—. Al final, si tienes que colaborar con tu familia, no me queda otro remedio que aguantarme y aceptarlo. No quiero que sufras. No soy de mucho escribir, si bien, dame la dirección y te escribo. Intentaré algún día ir a verte en el autobús.

      —Sí, sí, le pregunto a la señora y te la doy —le contestó algo más animada. Lo volvió a besar y, como un ser indefenso, se volvió a cobijar en el pecho de su amado y lo abrazó con fuerzas.

      —Lucía, si te vas dentro de tres días, mañana vuelvo a verte y nos damos un paseo con la moto por ahí. Así, nos despedirnos hasta septiembre. —La miraba con ternura a los ojos llorosos—. Tenemos que aprovechar estos dos días para vernos. Cuando vuelvas hablo con tu padre y formalizo nuestro noviazgo. ¿Te parece bien?

      —Claro. José, no sabes lo feliz que me haces.

      Por la noche, ya en su habitación, Lucía escribió a su amiga María Jesús. En la carta del mes anterior, Lucía le había confesado que se había enamorado de un guapo trianero y compartió con ella algunos secretos. María Jesús le contestó días después, donde la felicitaba y le deseaba la mejor de las suertes. Ahora le escribía para contarle todo lo de su viaje.

      Al día siguiente, por la tarde, José la recogió a la salida del trabajo. Se montaron en la moto y se fueron al parque María Luisa. Allí, él la animó a sentarse en el césped para estar más cómodos. Charlaron de cómo les había ido el día, de cómo le iba a él con las clases de pintura y muchas cosas más, entre beso y beso.

      De pronto, José se levantó, sacó una cuartilla y un lápiz de carboncillo. Le dijo a Lucía en qué postura debía sentarse. Le subió la falda hasta media pierna y le abrió un poco la blusa dejando al descubierto el principio de sus pechos. Luego le soltó el pelo dejándole la melena alborotada. Ella sonrojada protestó, pero él la besó en los labios y le dijo: «Quédate quieta, voy a plasmar este momento. Así, podré recordarte cada día, hasta el resto de mi vida». Comenzó a dibujarla en el papel. Después de un rato pintando, sonrió satisfecho. El dibujo le estaba quedando perfecto. Lucía posaba muy natural, la veía guapísima. Cuando lo terminó, por detrás de la cuartilla escribió: «Eres la esperanza que me guía y me dará fuerzas para recordarte en cada momento de mi vida — 1964».

      Al acabar de pintarla, le enseñó el resultado. Era impresionante lo bien que le había quedado, parecía una foto, un calco de ella. Lucía estaba encantada, se veía muy agraciada en la cuartilla. Él le prometió llevarla siempre en su cartera, junto a él, para recordarla hasta que volviese. Así, entre bromas y besos, apenas sin darse cuenta, había anochecido.

      Estaban sentados en una parte solitaria del parque, detrás de unos arbustos, no había nadie cerca. Se sentó a su lado en el césped y empezó a besarla con anhelo, cada vez con más deseo. Al instante, empezó a acariciarla, primero los pechos, después las piernas. Ella tensa se negaba, aunque en sus adentros lo deseaba con ansia y fogosidad. Si bien, temía lo que pudiese pasar si se dejaba llevar.

      Era católica y debía esperar al matrimonio para entregarse a su novio. No quería pecar. Él, ajeno a sus pensamientos, siguió avivando el fuego de la pasión. José, cada vez más excitado, seguía en su empeño. Le abrió la blusa, sin dejar de acariciarla, comenzó a besarle los pechos. Lucía no quería. Reconocía que le gustaba lo que José le hacía sentir, pero no deseaba pecar de lujuria.

      Él continuó insistiendo con caricias y besos y, ella, que lo amaba, al final fue cediendo poco a poco. Su ardiente corazón estaba ganando la batalla a su sensata cabeza. Lucía había levantado una muralla entre ellos en torno al sexo y todo lo que estaba bien o no a los ojos de la iglesia, sin embargo, José con besos y caricias, la fue debilitando hasta derrumbar por completo esa barrera. No podía contenerse por más tiempo, estaba loco por poseerla. Miró a derecha e izquierda, por si había alguien cerca.

      A veces, la policía hacía rondas por seguridad y no quería tener problemas con la justicia, mas no notó ruido ni vio a nadie alrededor. Así, que le metió la mano bajo la falda y subió hasta sus caderas. Lucía vibraba como una frágil hoja en un día de fuerte viento. Simplemente, se dejaba llevar. Después, le acarició el pubis ya húmedo bajo sus bragas. Ella reaccionó de pronto y lo paró rotunda, estaba temblando. Su cuerpo enfebrecido deseaba lo contrario, que siguiese y no parase, si bien, su sensata conciencia la frenaba.

      —No, José, no sigas, no puedo ser tuya hasta que nos casemos. No quiero pecar a los ojos de Dios. —Nerviosa, le sujetaba las manos, no podían seguir o se rendiría al deseo y al pecado—. Además, estamos en un sitio público, puede vernos alguien o detenernos la policía por escándalo.

      —No hay nadie cerca, ya me he percatado de ello. Lucía, no puedes hacerme esto, si me amas déjame disfrutar de ti. Te deseo con locura, voy a estar más de dos meses sin verte. No puedes dejarme así, deseoso de tu cuerpo, te quiero con mis cinco sentidos. Necesito beber de tus labios, saciarme de tu lindo cuerpo y hacerte mía. Unirnos los dos en uno. —Con ímpetu intentaba convencerla, la deseaba como un loco sin remedio.

      —¡Ay, José! No me obligues a pecar. Yo también te quiero, no obstante, debemos esperar a casarnos.

      —¿Es que tú no me deseas? ¿Es que no me quieres tanto como yo a ti? ¿No es nuestro amor una bendición de Dios? —seguía susurrándole mientras la besaba en los labios y las manos acariciaban su cuerpo lentamente—. Lucía, somos novios, hacemos lo que todos los enamorados del mundo hacen. Déjame amarte, te lo ruego, quiero disfrutar de ti y darte mi pasión. Solo déjame quererte. Seré tu maestro, te haré ver las estrellas, quiero hacerte la mujer más feliz del universo —le rogaba apasionado y muy excitado.

      —José, te quiero con toda mi alma, como nunca antes he querido a nadie. Mi cuerpo te desea con ansia reprimida, pero me da mucha vergüenza. Yo nunca he estado con ningún hombre. También me da mucho miedo que pueda quedarme embarazada —le confesaba aturdida, mientras en su interior libraba una dura batalla. No sabía si obedecer a su mente o a su corazón.

      —Cariño mío, no temas, te amaré con dulzura y suavidad. No te haré daño, no te preocupes, sabré cuándo retirarme a tiempo para no preñarte. Confía en mí, Lucía. Déjame hacerte mía, te lo ruego. ¡Te necesito tanto…!

      Él continuaba besándola por todo el cuerpo. Ella poco a poco fue perdiendo los sentidos. Se estaba volviendo loca de deseos. No podía negarse más, que Dios la perdonase, lo quería demasiado. Él le confirmó que la amaría con cuidado de no dañarla. Era su primera vez y pondría medios como le había dicho. Lucía se rindió ante lo prohibido. Se entregó en cuerpo y alma a su amado José y tendidos en el césped del parque, tras unos arbustos, perdió su virginidad junto al hombre que amaba.

      Ella se sorprendió al ver su hombría al desnudo. Notó por primera vez el vigor y la virilidad de su amado. Sintió miedo al verlo tan excitado, temía que esa dureza le hiciese daño al penetrarla. Él la poseyó con cuidado, ella gimió de dolor con la primera embestida. Fue un dolor fuerte, un desgarro, pero tras unos segundos, lo podía soportar. Después de un


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