Atada al silencio. Charo Vela

Atada al silencio - Charo Vela


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fuertes y a la vez tan dulces. Deseosos de beber el uno del otro. Estuvieron un buen rato saboreando el dulzor de los besos. José la besaba con pasión, sediento de esos carnosos labios que lo provocaban cada tarde que la veía y la tenía tan cerca.

      A Lucía, José le hacía sentir más mujer, su cuerpo temblaba entre sus brazos igual que una hoja mecida por el viento. Era como un volcán que se despertaba y empezaba a borbotear en su interior. Como una brisa fresca, sin embargo, en vez de enfriarla, le hacía arder por dentro con frenesí. Ella se sentía feliz entre sus brazos. Su corazón palpitaba a mil por hora cuando se acurrucaba en el pecho de su amado.

      Así, cada noche que se veían, después de pasear por las callejuelas de Sevilla, se escondían en un portal en penumbras y se besaban con ímpetu. Ella degustaba los labios de él, y este bebía la candidez e inexperiencia en los de Lucía. Él era su maestro y ella una aprendiz encantadora.

      José había tenido algunos flirteos con chicas. Hacía unos años tuvo una relación con una vecina gitana de su barrio. La chica era guapa y a él le atraía bastante. Empezaron a salir de novios, ella no era muy cariñosa, pero él se había encaprichado. A los seis meses de estar saliendo juntos, una noche, ella se fugó con un amigo de su hermano, del que estaba enamorada desde hacía tiempo. Esto dejó a José triste y abatido, pues él sí estaba prendado de ella.

      A partir de esa decepción, no había tenido ninguna relación seria con ninguna mujer. Cierto es, que alguna vez había acudido a mujeres de la calle y pagado por sus servicios amatorios. Era un hombre y tenía sus necesidades. No obstante, tras haber conocido a su morena, cuando la miraba no solo pensaba en el sexo. Ella con su dulzura estaba anidando en su alma la semilla del amor. Era la mujer que siempre había soñado. Cariñosa, educada, bonita, trabajadora y de buen corazón. ¿Qué más podía ansiar? Se sentía muy afortunado de haberla conocido.

      Capítulo 3

       Enamorada de José

      Con Lucía era distinto, debía ir despacio, era noble e inocente, de corazón puro. Él era su primer hombre, eso a José le gustaba y debía respetarla. Él sería su maestro en todo lo relacionado con la pasión. Sabía que debía tener paciencia, con ella debía tomarse su tiempo. Lucía no era mujer de un rato ni de una noche. Lucía era especial para formar una familia para toda la vida. Así que debía controlar sus más íntimos deseos por ahora. No quería asustarla ni aprovecharse de su pureza y candidez. Él sabía que ella bebía los vientos por él, a su vez, José estaba prendado de sus encantos y su forma de ser.

      Fueron pasaron las semanas, donde cada vez se les veía más enamorados. Algunos domingos iban andando a la plaza España, donde se montaban en una barquita y remando se paseaban por el lago toda la tarde. Él, a veces, le cantaba algunos acordes de flamenco, tenía una bonita voz, a ella embobada le encantaba escucharlo. Lucía le contaba cosas de su trabajo y de sus gustos. José le contaba chistes y ella se partía de risa con sus ocurrencias. Estaba radiante y feliz con su amado.

      A mediados de abril, la feria de Sevilla era cita obligada para todos los sevillanos. El recinto ferial se engalanaba con farolillos de colores y casetas donde la gente bailaba al son de sevillanas. Bebían y comían hasta bien entrada la noche. Las mujeres y niñas se vestían con el traje de flamenca de lunares, con varios volantes, desde el talle hasta las pantorrillas. Iban adornadas con mantón, flores en el pelo y peineta. Las flamencas y los hombres a caballo llenaban el recinto, donde la fiesta y la alegría adornaban la primavera.

      Lucía y Rocío siempre acudían con algunas vecinas de la barriada. Este año no podía quedar todavía con José, pues las demás dudarían si ella nos las acompañase ¿Y si alguien los veía juntos? Ellas lo contarían a los cuatro vientos, estaba segura. Aún no debía contar nada a nadie, era pronto, debía esperar hasta que él hablase con su padre. Él la estaba pretendiendo en secreto. Llevaban poco tiempo y debían conocerse mejor.

      El primer día de feria fue trágico, pues hubo un cortocircuito que prendió fuego en una caseta, propagándose por todo el real. El incendio arrasó unas sesenta casetas, pero al día siguiente los sevillanos no se rindieron y el jueves la feria resurgió de sus cenizas igual que el ave fénix. Volvieron a montar las casetas con las lonas de rayas y los farolillos de colores. Reanudaron el cante y el baile al son de las sevillanas, como si nada hubiese pasado.

      Precisamente, el sábado, Lucía vestida de flamenca con su traje largo rojo entallado, de volantes y lunares blancos que le realzaban su figura, paseaba feliz por el real. Ella misma se lo había confeccionado el año anterior. Iba conjuntada con mantoncillo, pulseras, collares, abanico y flores en el pelo a juego con el traje. Esa tarde paseaba contenta junto a su hermana Rocío y algunas vecinas por la feria.

      Un par de días antes, se lo había referido a José, mientras charlaban sentados en la orilla del río:

      —José, pasado mañana voy a la feria con mi hermana y unas vecinas —le dijo ilusionada.

      —¿A qué hora vas a ir? Así, doy una vuelta para verte.

      —Iremos al medio día y volveremos al atardecer.

      —¿Tienes caseta? —le preguntó mientras le acariciaba el pelo y la cara.

      —Sí, una vecina tiene invitación en una caseta de su tío —le informó con cariño, dejándose acariciar—. Es la caseta número sesenta y cinco en la calle Infanta Luisa.

      —Yo acudo algunas tardes a las puertas de la Maestranza. Esta temporada torean Curro Romero, Ángel Peralta y Manuel Benítez «el Cordobés». Me gusta ver salir a los toreros a hombros por la puerta grande. Me encantaría asistir a una corrida y ver cómo le dan oreja y rabo a los mejores de la tarde, pero no puedo permitirme comprar la entrada. Eso es para los más pudientes y los señoritos —le confesaba emocionado. Disfrutaba con el ambiente taurino que se vivía a las puertas de la plaza de toros—. Después, cuando termine me doy un paseo por la feria para verte. Aunque sea de lejos, veré a la flamenca más guapa y cariñosa de todo el real. —La piropeaba con una amplia sonrisa. Lucía, con cariño, le daba un beso en la mejilla.

      —Ja, ja, ja, pues si te sirve de algo te daré una pista, llevo un vestido de flamenca rojo con lunares blancos —le decía ella con salero —. No te vayas a confundir y mires a otra.

      —Mil flamencas que hubiera no te podría confundir. Aun con los ojos vendados, sin lugar a duda, mi corazón te localizaría entre la multitud —le declaraba zalamero con la mano en el corazón y moviéndola como si palpitara con fuerza.

      De ese modo, José esa tarde, después de la corrida de toros y ver salir a hombros a los toreros por la puerta grande de la Maestranza, se acercó a la feria. Pasó un par de veces por la entrada de la caseta, donde Lucía le había dicho que estaría, pero no la vio por ningún lado. Las casetas eran solo para socios o invitados, así que no podía entrar a mirar. José dio dos vueltas más por toda la calle, y nada, no la encontró. Como él no tenía caseta, disgustado y aburrido de no encontrarla, se fue a su casa.

      Rocío, esa tarde en la caseta se empeñó en tomar una copita de manzanilla.

      —Chío, no bebas mucho que no estás acostumbrada —le aconsejaba su hermana Lucía.

      —No te preocupes, hermana, es solo una copita. Solo me he tomado una y me refresca. ¿Quieres una? Hace calor y está fresquita.

      Lucía negó con la cabeza, ella prefería tomar refresco de limón. Rocío, detrás de la primera copita, tomó un par de copas más y al rato empezó a sentirse mareada. Todo le daba vueltas y empezó a vomitar. Lucía con pereza tuvo que acompañar a su hermana a casa y abandonar la feria antes de tiempo. Por eso José no la encontró. Lucía, ya en su habitación, pensaba apenada cuánto le hubiese gustado que la hubiera visto su José. Estaba muy guapa vestida de flamenca. El traje le favorecía mucho. «Y todo por culpa de la loca de mi hermana, que siempre quiere vivir la vida muy deprisa», pensaba Lucía enfadada, sin poder olvidar que no había podido ver a su amado. Dos días llevaba imaginando la cara de él, al verla vestida de flamenca, y al final todo para nada.

      En


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