Muchacho en llamas. Gustavo Sainz

Muchacho en llamas - Gustavo Sainz


Скачать книгу
quien tiene que hacerlo. Fuentes valora la presencia de lo fantástico en la literatura, porque lo fantástico, al provocar la duda, excluye lo absoluto. Explica Fuentes: “la narración fantástica sólo puede tener lugar en un instante, que es idéntico al presente y que es idéntico a la duda; no puede haber ningún resquicio para esa duda instantánea” (173). Para Fuentes, la literatura moderna, a cambio de tener coherencia, puede prescindir de la verosimilitud. Sofocles admira a Fuentes, quien ha obligado a los escritores de su generación y a la generación siguiente a pensar en serio sobre la cultura. Complementaria a la idea de Fuentes sobre la esterilidad estética de los absolutos es la observación de José Revueltas: “No hay verdades últimas, hay verdades concretas que se van obteniendo y conquistando, unas más pequeñas y otras menos” (204).

      La reseña de Sofocles Alejo Díaz de La ópera del orden, de Jodorowsky, se distingue por una incipiente lucidez profesional y un vocabulario especializado, por su preñada concisión, es decir, por la habilidad crítica de su autor, no por su sensibilidad estética. Sofocles se siente razonablemente seguro navegando entre las visiones estéticas y vitales de otros, cuando es espectador y no participante. Los doce posibles títulos para su novela revelan que en su propio mundo sigue reinando la confusión entre vida y literatura. Los posibles títulos para su novela indican que Sofocles todavía no tiene título, que la materia narrativa que está acumulando sigue amorfa. En efecto, el título final, Muchacho en llamas, sugiere un proceso, no su resolución. Sofocles está a la deriva. El decálogo de Horacio Quiroga (Decálogo del perfecto cuentista), que Sofocles incluye acto seguido, contrasta en su intención normativa con algunas de las indicaciones de Rosario Castellanos, puesto que postula la ejemplaridad de un maestro, de Poe a Dios. Imita a otro escritor, aconseja Quiroga, si hay que hacerlo. “No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir y evócala luego. Si eres capaz de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino” (189). Esto es precisamente lo que Sofocles no puede hacer. Escribe casi siempre bajo el imperio de las emociones, lo que hace de su escritura una reacción más bien que una metamorfosis estética. Además, tener emociones, es decir, capacidad reactiva (dolor, placer, etc.), no es lo mismo que tener sentimientos, afectividad sostenida, coherente. Sofocles, literalmente, no se conoce a sí mismo más allá de sus impulsos primarios, no sabe distinguir entre eros y ágape. No quiere a Tatiana o a Mazarika, sus compañeras de aventuras amorosas, sino el consuelo físico de sus cuerpos. Temístocles es su mejor amigo porque éste siempre lo invita a comer cuando tiene dinero.

      Durante una de sus periódicas reconciliaciones, padre e hijo van a recorrer un río montañoso, en compañía de un grupo de ­hombres endurecidos, acostumbrados a medirse contra la naturaleza. Escalada en fila, ardua, en absoluto silencio. No hay silencio superficial, dijo con concisión aforística Cioran. Sofocles no disentiría: “sólo entonces podía abrir mi hermetismo, y se animaba mi denso universo personal, turbio y oscuro, donde tan pocas cosas penetraban, aunque la oscuridad me hacía olvidar de todo, o de casi todo.... ¿Seríamos nosotros los guardianes del umbral? ¿Eran esas formaciones un umbral entre la vigilia y el ensueño? ¿Se unían allí el mundo sagrado y el profano? Y en ese caso ¿nosotros éramos los profanos? ¿O los iniciados?” (193).

      Esta experiencia elemental, metaliteraria, es algo nuevo para Sofocles: “Ni los círculos del infierno de Dante ni El viaje al centro de la Tierra, de Julio Verne, me servirían para describir ese lugar, que de pronto se convirtió en una metáfora de mi propia vida, toda oscuridad y pasos de ciego.... Y también sin Mazarika, ni Cecilia, ni Tatiana, ni mujer alguna...” (193). De esta oscuridad primordial, no entorpecida por la palabra hablada, volverá a nacer Sofocles, “un punto de conciencia en medio de un mundo a oscuras” (195). Sofocles se da cuenta de que su arte, como la conciencia de sí mismo, tiene que surgir de la oscuridad de su propio ser, de lo todavía no definido por otros, de que es un proceso orgánico. Cuando Sofocles dice que su “arte tiene tiene una tendencia hacia la apariencia y la máscara”, no está haciendo la apología de lo superficial sino de lo posible, donde la materialidad es improcedente (196). Sofocles no quiere seguir las avenidas claramente señaladas de los ismos literarios o filosóficos, sino la senda imprevisible de lo insondable (196). En una cita de Alejandra Pizarnik se recalca la posibilidad de la acción, no el sentido de los objetos que la integran. Tanto la beca que Sofocles recibe de Centro Mexicano de Escritores, como el triunfo sobre sí mismo en la montaña, representan una forma de nacimiento. Pero el nacimiento literario es su “verdadero nacimiento” (204).

      Los consejos que su padre le da a Sofocles coinciden, elípticamente, con las opiniones de Carlos Fuentes: hay que leer a los narradores mexicanos del siglo XIX para saber cómo ha evolu­cionado la prosa literaria; hay que mantener una coherencia. El padre, como hace don Quijote con Sancho, le aconseja a Sofocles que simplifique. También le pide paciencia para “crecer y madurar”. Sofocles, cuya difidencia irónica es evidente en automatismos verbales, como “¿De veras?”, puntualiza, sin embargo, que la escritura moderna, a diferencia de la tradicional, es mucho más compleja, puesto que tiene que asimilar la diversificación de la expresión de los otros medios, tiene que rebelarse y violentarse para ponerse al día. “¿Por qué necesitaba que otro me confirmara como escritor?” (219), se pregunta Sofocles. ¿Por qué necesitaba que el padre y sus compañeros confirmaran su hombría? Porque, como dijo Kierkegaard, tenemos miedo de estar solos. El padre de Sofocles está compenetrado de su obligación: “No me voy a morir sin llevarte a verlo...” (118).

      Empezar como lobo y terminar como perro es una realización penosa, una resignación tal vez inevitable. Escribe Sofocles de sí mismo en la tercera persona, como objeto del narrador: “Le arrancaron las patas al lobo y dijeron: —Ándale, a ver, camina... Me ­rompieron el hocico y dijeron: —Muérdenos, infeliz... Me sacaron los ojos y dijeron: —Ahora míranos si puedes... Me destrozaron las orejas y dijeron: —Ahora escúchanos, pendejo... Me enjaularon y dijeron: —Pinche lobo...” (221). Ya no es Sofocles. Es sólo Alejo Díaz. Acaba prefiriendo, como su padre, la prosa de Séneca a la literatura experimental. ¿Volverá alguna vez a ser Sofocles u otra encarnación de su imaginación? Sólo sabemos que quiere seguir escribiendo, no como antes, sino a la sombra benéfica del Iztaccíhuatl. Ruffinelli observó que Compadre Lobo, otro ejercicio autobiográfico de Sainz, es una novela sin concluir. También lo es Muchacho en llamas.

      El éxito de Gustavo Sainz, entre otras cosas, se debe a la novedad, para México, de haber abandonado en gran parte la cultura libreril tradicional, consagrada, pero de actualidad problemática, y de haberse unido a una vasta literatura de consumo, irreverente e iconoclasta, pero impulsada por el desbordamiento vital, urgente, del protagonista adolescente (Gunia 152-153). Proporcionó así un eslabón que faltaba.

      Publicado en Indiana Journal of Hispanic Literatures, núm. 10-1, 1996, pp. 248- 337.

      Obras citadas

      Bishop, Morris, Petrarch and his Work, Bloomington, Indiana University Press, 1963.

      Gunia, Inke, ¿Cuál es la onda?, Madrid, Iberoamericana, 1994.

      Ruffinelli, Jorge, “Compadre Lobo, de Gustavo Sainz: un ejercicio de autobiografía”, Hispamérica núm. 10, 1981, pp. 3-13.

      Sainz, Gustavo, Muchacho en llamas, México, Grijalbo, 1987.

      Todorov, Tzvetan, Introduction à la littérature fantastique, París, Seuil, 1970.

      Este mi séptimo ensayo narrativo es para Alessandra

      Luiselli, quien tenía siete años cuando Sofocles

      (y no Sófocles) terminó su primera novela;

      para Claudio Sainz, quien tenía siete años mientras yo escribía

      las desventuras y las felicidades de Sofocles (no Sófocles),

      y para el pequeño Marcio Sainz, quien cumplió siete meses

      el día que la terminé.

      En el fuego del deseo los dados están cargados

      y las cartas marcadas.


Скачать книгу