Muchacho en llamas. Gustavo Sainz

Muchacho en llamas - Gustavo Sainz


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a la tienda, recorriendo las paradas de autobuses, mirando a un lado y otro de las calles. En la tienda la vendedora me dice que la vio, que la llamó por su nombre e incluso que se preparaba a describirle el camino al departamento cuando ella dijo:

      —Ya sé por dónde ir, señora, muchas gracias…

      —Y también conocía el número de teléfono, joven, deveras…

      Corrí de nuevo al departamento. A mi madre le extrañó mucho.

      —¿No la encontraste? Acaba de estar aquí…

      Los viejitos me miraban con asombro.

      —¿Cuántos años tiene? —preguntó la anciana, refiriéndose a mi amiga.

      —Trece —mentí…

      —Ah… —rechinó—, si tuviera quince ya estaría buena…

      Tengo miedo y vuelvo a correr hasta la tienda, pensando que los viejitos húngaros son unos asesinos y la han capturado. Quizás Tatiana estaba encerrada en el clóset y oyó nuestro diálogo. Pero no ha vuelto a la tienda, y la vendedora y un muchacho repiten cuidadosamente todo lo que supuestamente le dijeron y lo que ella respondió. Desesperado, vuelvo otra vez al departamento y la busco en el clóset, casi histérico y bañado en sudor, pero no está. Entonces tomo un taxi y le pido que me lleve a su casa y la encuentro mirando televisión muy quitada de la pena. Se pone contenta cuando le cuento que tenía miedo de los viejitos. Ay, esa sonrisa maravillosa de Tatiana…

      Recordar: la pared en el cuarto de la tía de Tatiana cubierta con imágenes de los 365 santos del año.

      Me cuenta Francisco Tario que la mordedura de los Niños (especie de grillos voladores con diminutas manos casi humanas) es tan atrozmente ponzoñosa que ningún medicamento conocido puede salvar de la muerte a su víctima. Y agregó:

      —Solamente con la cura de los violines se obtienen buenos resultados…

      Se trata de hacer sonar un violín dulce y generosamente, tantas horas como sean necesarias en la cabecera del moribundo. Al parecer, esta música debe ser tierna, insignificante y sin prisas.

      Himeneo meo, dijo el gato Miau…

      Piedad para nosotros que combatimos siempre en las fronteras

      de lo ilimitado y del porvenir,

      piedad para nuestros errores y nuestros pecados.

      Apollinaire

      Durante el siglo XIX era muy popular la creencia de que las personas podían, súbitamente y sin razón, estallar en llamas y consumirse en ellas. Aunque los científicos por lo general consideran que ésta es una idea absurda, había y todavía hay interés en el tema de la combustión humana espontánea.

      Varios autores han aludido o descrito el fenómeno en sus obras. En La vida en el Mississippi, Mark Twain escribió: “Jimmy Finn no se quemó en el calabozo, sino que murió de muerte natural en un recipiente para el cuero, a causa de una combinación de delirium tremens y combustión espontánea. Cuando digo muerte natural es porque ésta es una manera natural para que Jimmy Finn muriera”.

      Herman Melville también eslabonó al borracho y la combustión espontánea en su novela Redburn. Melville describe a un marinero borracho que estalla en llamas. Mientras el resto de la tripulación observa “dos hilos de llamas verdes, como una lengua bifurcada que salta entre los labios, y en un instante el rostro cadavérico se cubrió de infinidad de llamas que parecían gusanos… El cuerpo descubierto se quemó ante nosotros, tal como un tiburón fosforescente en el mar de la media noche”.

      El rey Salomón era un sabio y poseía 700 mujeres y 300 concubinas.

      Yo sería sabio con menos.

      Probable episodio para la novela:

      En casa de Tatiana, Sofocles (no Sófocles) trata de componer el tocadiscos cuando llega el señor Medallas rebosante de hijos que corretean, gritan y tropiezan con los bulbos desperdigados por el suelo…

      —¡Escuincles del demonio, get out! —grita Sofocles…

      Pronto los llevan a la calle y el padre de Tatiana los acomoda en la amplia cajuela de la nueva camioneta. Sofocles ayuda a la tía polaca a caminar, casi la carga para subirla al interior del vehículo. Suben doña Esther, el señor Medallas, Sofocles, el padre de Tatiana y Tatiana, que con estremecimientos notables se sienta sobre las piernas de Sofocles. Nadie protesta e inician la marcha. Los niños gritan en la parte de atrás, riendo, y la tía polaca recita:

      —Creo en Dios Padre, creador de todas las cosas, visibles e invisibles, y en Jesucristo, su único hijo, y en el Espíritu Santo, que del Hijo y del Padre procede, que con el Padre y el Hijo es glorificado…

      Sofocles va adelante, junto a la ventanilla. Tatiana se reacomoda sobre sus piernas, pregunta si pesa y él dice que no, pero no tarda en mojársele el pantalón a la altura de la bragueta. Se lo dice a ella muy quedo y ella ríe con franqueza…

      Cuando llegan al lugar de la fiesta, Sofocles se esfuma durante más de una hora para aparecer después, con ropa nueva y los ca­bellos revueltos. Tatiana corre hacia él, trastabillea con el lenguaje:

      —¿Dónde estabas? Me dejas aquí, abandonada a mi suerte. Casi te aborrezco. Un escuincle se agarró de mi falda y me la ensució, fue odioso, mira nada más, qué sangrón. Me preocupaba horrores que no vinieras y luego hasta llegué a pensar que te había pasado algo…

      —Déjame hablar ¿no?

      —Sí, pero es que fíjate, chíngale y de repente no estabas…

      —¿Me aborreces?

      —No.

      —Pero acabas de decir que me aborreces…

      —Sí, pero no. Lo que te pregunto es que dónde estabas, qué te pasó…

      Sofocles condescendiente se lo dice todo.

      —Nada más se peinó y se vino —comenta alguien.

      Sofocles pasa una mano por su cabeza alisando los cabellos hacia adelante.

      El padre de Tatiana lo mira con malicia.

      —Caray, ya ni la amuela, nomás se fue al salón de belleza y pegó la carrera pa'ca…

      Sofocles se restriega los ojos sucios de polvo.

      Explicó con cinismo que durante el viaje eyaculó porque llevaba a Tatiana sobre las piernas, que se ensució el pantalón y la trusa. No traía pañuelo y buscó el baño, pero estaba ocupado. Entonces se escabulló en busca de una cantina o una fonda, y ya en la calle (se atrevió a contar), cruzó frente a una casa grande y lujosa, recién construida, y vio a dos sirvientas y las oyó decir:

      —En serio, no los espero sino hasta mañana por la noche…

      Se encaminó resueltamente hacia ellas.

      —¿No están mis tíos? —preguntó.

      —¿Y usted quién es? —increpó una de las sirvientas.

      —Eso iba a preguntarle a usted —respondió Sofocles—. ¿Desde cuándo trabaja aquí?

      —Pos hará cosa como de dos meses. ¿Y eso qué tiene que ver?

      —Necesito entrar y pasar al baño. Soy sobrino de sus patrones.

      —Entonces ya debería saber que no están. Se van los sábados y los domingos a Valle de Bravo. Regresan hasta bien tarde…

      —Sí, ya sé. Pero eso no quita que sean mis tíos…

      —Ya déjalo pasar, tú … —intervino la otra.

      —Con su permiso…

      —Pos ahi como usté quiera, joven —y la primera dejó pasar a Sofocles que no se intimidó ni durante un momento y subió automáticamente por las primeras


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