Muchacho en llamas. Gustavo Sainz

Muchacho en llamas - Gustavo Sainz


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faltó a la cita deliberadamente, y mañana también pensaba faltar, un poco por seguirle la corriente a su mamá, que sufre mucho porque ella sale conmigo. A medianoche nos despedimos.

      —A ver cuándo nos vemos…

      —¿Así? ¿A ver?

      —Sí, ¿o cuándo quieres?

      —¿Te parece el lunes por la noche?

      —No.

      —Entonces nos veremos mañana.

      —Pero mañana no puedo.

      —Entonces ahora. Quédate a dormir conmigo.

      —¿Estás loco? No puedo.

      —Sí puedes. Inventas algo.

      Su madre me impone condiciones a través de ella porque no se atreve a hablarme directamente. Debo ir a la escuela, o por lo menos encontrar un trabajo. Tatiana me lo dice casi retándome. ¿Así que soy “un bueno para nada”? Y cuando la visite y mientras estemos en su casa, no debo tocarle ni uno de sus dedos. Y sobre todo no debo tratar de besarla otra vez. No debo ni siquiera desearla. Realmente piensa que lo único que me interesa es acostarme con ella. Y tiene razón, porque no me gusta en su papel de mujer ofendida. Tampoco me gusta su ropa, que tan malamente descompone su cuerpo, ni la manera como se maquilla. Parece que antes de salir siempre jugara luchas con un payaso. O con dos. Aludo entonces a su increíble vulgaridad, oculta hasta hoy por la exagerada vulgaridad de los que nos rodean, pero me confundo pronto, no encuentro las palabras que necesito, estoy obnubilado y casi histérico, me pierde algo así como el infierno de la fiebre, advierto que de seguir hablando puedo perderla realmente.

      ¿Y en verdad me importa? ¿De verdad me gusta más que todas las mujeres que conozco? ¿Se trata de un capricho? Ni siquiera puedo responder. Pero reconozco un como sentimiento que huye, o que se repliega, un sentimiento que se escabulle, o se transforma, se encoge, desaparece y reaparece con inusitada frecuencia. ¿Será el Amor? Es una especie de ansia, o desesperado nerviosismo que se disuelve a veces, que ni siquiera es permanente. Y lo peor es que no puedo preguntarle a nadie si esto es estar enamorado. Una como exaltación que me desborda…

      De pronto creo que necesito a Tatiana, pero también tengo ganas de estar solo. A veces me gusta ella y a veces no. A veces tengo la certeza de que hay otras mujeres en alguna parte.

      Por lo pronto dejo hablando sola a Tatiana, en un crescendo de su infatuación, verdaderamente ofendido.

      Mis personajes empiezan a convertirse en símbolos precisos de mi drama íntimo.

      Me siento como un lobo en celo…

      LOS PERROS REPETIDOS

      En casa se cuenta con frecuencia esta anécdota:

      Nos regalaron tres cachorros en una canasta. Nos quedamos con ellos y yo los sacaba a correr todas las tardes. Eran de colores indefinidos, y las orejas les colgaban. Entonces mataron al papá de Gutenberg y lo dejaron a bordo de su coche. Los perros lo encontraron, y cuando se abrió la portezuela, se lanzaron a morder el traje del cadáver. Todo mundo trataba de ahuyentarlos. Les pegaban con los puños, les daban de patadas. Yo agarré al más renuente y, en mi desesperación de niño, tomé una de sus largas orejas y casi se la arranqué de una mordida…

      Todos ríen en el momento en que los perros chillaban junto al cadáver…

      Me gustaría poder trabajar más tiempo en mi libro, que a la mejor podría llamarse Mi vida entre los humanos. Hablando de lo que me rodea, y de aquello que intuyo o presiento, o de aquello que me atemoriza y no entiendo, y de lo que soy o de lo que me gustaría ser. O de lo que supuestamente fui, o dicen que fui…

      Me gustaría poder llegar a conseguir un efecto de liberación psíquica, como para consolidar de algún modo mis precarias, mis casi inexistentes defensas…

      Nada más insoportable que un libro con confesiones adolescentes…

      Acompaño a Temístocles a cobrar a Editorial Novaro, en San Bartolo Naucalpan. Él hace traducciones de revistas de historietas, como Superman o Tom y Jerry, lo que no es fácil, pues debe ajustar el texto en español al espacio que permiten los globitos que indican lo que dice cada personaje. Con frecuencia los villanos de Superman se llaman Monsi, por Monsiváis, o Sofo, por mí, y hasta hay un ratoncito que también alude a mi nombre y al que le puso Sifo. Con el dinero de las traducciones de esta semana, Temístocles me invita a comer al restorán Zodiaco, en la Zona Rosa. Sin duda es mi mejor amigo.

      Invierto la mañana interminable mirando por la ventana. De pronto aparece Herodotita que avanza hacia la casa de Tatiana y toca en la puerta. He aguardado pacientemente: La ventana indiscreta. Después de unos minutos salen las dos y yo bajo las escaleras precipitado y confundido para simular un encuentro casual: me siento en la banqueta y adopto un gesto displicente. Ellas tardan en salir. ¿Habrán ido a otra parte? Cuando por fin aparecen, Tatiana me invita a la iglesia. Uf, me niego a ir. La cera me da alergia, mi padre está por llegar, no estoy vestido adecuadamente. No me creen y se despiden, y yo regreso a casa a desayunar. Mi hermano me invita al Cine Club de Filosofía. Pasan una película de Bresson, y me cuenta que Bresson habló en una entrevista de “la fuerza eyaculatoria del ojo”. No puedo decirle que no, acepto acompañarlo y por el camino ajusto el proyecto para el total abandono de Tatiana. Mi hermano se alegra. Ella no le gusta, o le gusta para él y no para mí.

      Tatiana: debes gastar lo que te dio la Madre Naturaleza antes de que te lo quite el Padre Tiempo…

      Montar una película, dice Bresson “es enlazar a las personas unas con otras y con los objetos a través de las miradas”…

      Dos personas que se miran a los ojos no ven sus ojos sino sus miradas. ¿Razón por la que uno se equivoca sobre el color de los ojos?

      Adivinación, dice de nuevo Bresson, “esta palabra. ¿Cómo no asociarla con las dos máquinas sublimes de las que me sirvo en mi trabajo? Cámara y grabadora, llévenme lejos de la inteligencia que todo lo complica”…

      Al volver a casa Tatiana aparece deshaciéndose en amabilidad y me da un beso en la mejilla. Huele a incienso. Todo el tiempo pongo mi mejor cara de enojado para rechazarla, arrugo el entrecejo, endurezco la mirada, fuerzo los labios en un permanente rictus de desprecio. Bah. Me pide que la acompañe a la tienda de la esquina. Nos despedimos de mi hermano que pasa.

      —¿Qué vamos a comprar?

      —Nada…

      Sonrío con la ocurrencia. Le digo que he padecido un ansia incontrolable de golpearla.

      —¡Pégame! —dice.

      —No, no puedo…

      —¿Por qué?

      —No vale la pena…

      Pero cuatro pasos más y vuelvo al ataque.

      —También me dan ganas de morderte, de arañarte, o más bien de desollarte, de retorcerte y luego comerte. Un deseo frenético de devorarte y después limpiarme los dientes con la astilla de uno de tus huesos…

      —Pues cómeme —acepta y ofrece su brazo mordisqueable.

      —Tampoco puedo…

      —¿Por qué?

      —Se me quitó el hambre…

      Hinco los dedos de una de mis manos sobre su hombro derecho y la rasguño profundamente hasta el codo. Casi alcanzo a oír el rechinar de mis uñas.

      —Te amo —murmura, y se acaricia el brazo rasguñado arrugando su carita por el dolor, pero también contenta, como si fuera a reír.

      —¡Carajo! —protesto, como si me hubiera gustado que se quejara.

      —Bueno, me tengo que ir…

      Quedamos de vernos más tarde, sin precisar ninguna hora.

      Cada vez con más fuerza quiero intentar convertirme en un lobo.


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