Historia trágico-marítima. Bernardo Gomes de Brito

Historia trágico-marítima - Bernardo Gomes de Brito


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toda cubierta de cuerpos muertos, con tan feos y deformados gestos, que daban muy evidentes muestras de las penosas muertes que habían tenido, yaciendo unos por arriba, otros por bajo de aquellos peñascos, y muchos a los que no les aparecían más que los brazos, piernas o cabezas, y los rostros estaban cubiertos de arena o de cajas o de otras diversas cosas.

      El universo se vuelve concentracionario, conduce de golpe a los hombres a la extrema indignidad, a la aceptación rápida de todas las sujeciones, a la manifestación exigente del instinto de supervivencia: “… y así íbamos tan débiles, que no nos podíamos sostener, y así pasamos tanta hambre y sed por el mar, que hubo personas que bebían orina y por esta murieron cuatro personas”. Y también sobrevive, como móvil primero de la vida, el interés codicioso de los bienes materiales, urgente incluso cuando la vida se está perdiendo:

      Es, por cierto, cosa muy miserable y de contar la diversidad de las condiciones humanas; y mucho más para llorar sus codicias y miserias, porque yendo la nao cayendo sobre el islote, en que apenas había tocado, cuando ya la gente del mar andaba escalando arcas e invadiendo cámaras, y haciendo fardos y bultos […] de esta manera andaban unos robando y destruyendo todo, así los que estaban en la nao, como otros que estaban en tierra, abriendo barriles, arcas y cajones que el mar ya de sí echaba.

      Estas naos, excesivamente cargadas, de maderas podridas, mal aparejadas, con velas que se rasgaban con un arranque más fuerte del viento, eran tripuladas por gente acerca de quien el cronista se expresaba de este modo:

      Pero es condición ya muy antigua del marinero contradecir siempre el bien y que le plazca el mal, por su natural y mala inclinación […] Tan contumaces y pertinaces son en su oficio, y así rústicos y crueles en la conversación de los hombres, que con sus propias camisas no tienen estima, ni con sus carnes tienen dolor ni piedad; así que no tienen amor por ninguna cosa viva, ni el padre es amigo del hijo, ni el hermano del hermano, más que mientras comen y beben.

      Está muy lejos de nosotros y de la realidad la figura idealizada del navegante que emerge de las estancias de Os Lusíadas; está más lejos todavía la mitificación poética moderna de un hombre que tan solo juraría por la fe, por la patria y por el rey. Humano en la debilidad y en la violencia brutal, el verdadero hombre del mástil sustituye la sombra incorpórea de Mensagem y grita contra la noche, no la voluntad del rey D. João II, sino su miedo, su rabia y su codicia. Y tal vez también su odio inconsciente contra una condición que lo vuelve marioneta de la necesidad con su propia complicidad y anuencia. Desaparecen los frágiles códigos morales, la religión es baja superstición, otra forma de violencia que se desahoga en las disciplinas con que los hombres se flagelan en las procesiones de penitencia que se alargan por las playas, entre confesiones y lágrimas, y gritos que estremecen los aires, mientras a lo lejos los cafres, tan miserables y necesitados como los náufragos, esperan la hora en que podrán agarrarlos sueltos para robarles y desvestirlos…

      ¿Quién gobierna a estos hombres? El piloto, soberano a bordo, después de un rey distante y de un Dios dudoso, hombre a menudo incompetente, protegido por órdenes de un rigor absurdo que lo ponen bajo una capa de irresponsabilidad total:

      El capitán […] mandó que el piloto amainara y que no tomase las velas ni avanzara durante la noche. Lo requirió así de parte del rey, lo que nunca quiso hacer el piloto, por más requerimientos, ruegos y amenazas […] mostró provisiones del Rey de que no lo fiscalizaran en lo relativo a su oficio ni que en este interviniera persona de ninguna calidad, tan extensas, que parece que la voluntad real quiere, además de confiarle la hacienda, meter y entregar la vida de los hombres a la contumacia de un rústico, en la convicción de su oficio muy empecinado y que en él no ha de admitir consejo alguno, aunque sea de un ángel.

      Pero estos pilotos, casi invariablemente censurados (¿cuántas veces no lo habrán sido para disculpa de otros y más graves culpables?) son hombres en el fondo del alma conscientes de su precaria ciencia de navegar, que por eso mismo se disfrazan bajo la armadura de la autoridad irreductible y colérica. Lanzados a las corrientes marítimas y a los vientos, arriesgan su propia vida y la de los demás, que por su parte la arriesgan por las fabulosas riquezas de la India, porque “bueno es venir rico”.

      A causa de esta maravillosa riqueza se moría de todas las formas:

      Al día siguiente, cuando todos estuvimos en la otra banda, volvimos a rodear la bahía, y como toda la tierra por ahí está despoblada y en extremo estéril de árboles y hierbas, y en los lugares que dejamos atrás no rescatamos cosa alguna, creció tanto la necesidad entre nosotros, que nos obligó a comer los zapatos y las abrazaderas de las rodelas que llevábamos, y quien lograba hallar algún hueso de animal que ya de viejo estaba tan blanco como la nieve, lo comía al carbón, como si fuera un abundante banquete. Con tal escasez, la gente se debilitó de modo que de allí en adelante comenzó a andar sin orden por los arbustos, cayéndose por el camino a cada paso; y andaban todos tan sin sentido y trasportados con esta penuria que ni los que se quedaban sentían que habían de morir de ahí a pocas horas en aquel desamparo, ni los que iban por delante, esperando a cada momento ver lo mismo en ellos, llevaban ya dolor de cosa que se lo merecía, y así pasaban unos por los otros, sin que en ellos se mostrara señal alguna de sentimiento, como si todos fueran animales irracionales que por allí andaban paciendo, trayendo solo el intento y los ojos pasmados por el campo para ver si podían descubrir hierba, hueso o animal (sin importar que fuera venenoso) de que pudieran echar mano, y cuando aparecía cualquiera de estas cosas corrían de inmediato todos para ser el primero en tomarla, y muchas veces llegaban a tener exaltación parientes con parientes, amigos con amigos, por un saltamontes, un escarabajo o una lagartija; tanta era la necesidad y tanta la lástima que hacía que estimaran cosas tan viles…

      Frecuentemente se moría así. Cuando llevaba cerca de quinientas personas, la nao S. Bento, según el relato de Manuel de Mesquita Perestrelo, “que se halló en el dicho naufragio”, perdió, al hundirse en el Cabo de Buena Esperanza, ciento cincuenta personas, “a saber, más de cien esclavos y cuarenta y cuatro portugueses”. Contados días después los sobrevivientes, se hallaron doscientos veinticuatro esclavos y noventa y ocho portugueses, de los cuales, a la hora de la salvación, más de seis meses después, apenas restaban veinte portugueses y tres esclavos. Y el cronista termina así su relación:

      … después de un año que nos partiéramos de donde nos habíamos perdido y haber andado tanta parte de la extraña, estéril y casi no conocida costa de Etiopía, y atravesando con tan poca, débil y mal preparada gente por entre tantas bárbaras naciones, tan conformes en el deseo de nuestra destrucción, y pasando por tantas peleas por tantas hambres, calmas, fríos y sedes en las sierras, valles y barrancos, y finalmente por todo aquello que se puede imaginar contrario, pavoroso, pesado, triste, peligroso, grande, malo, desdichado, imagen de la muerte y cruel, donde tantos hombres mancebos fuertes y robustos acabaron sus días, dejando los huesos sepultados por los campos y las carnes sepultadas en animales y aves peregrinos…

      Son demasiados los adjetivos que el autor va pergeñando para explicar cuánto vio y sufrió. Son tantos que la realidad vuelve a difuminarse, sumergida por la asonada confusa de las palabras que pretenderían expresarla. Nos queda apenas el relampagueo súbito de una expresión al parecer inocua: “imagen de muerte”; no la muerte inexpresable, sino la imagen inmediata de esta, de su familiaridad, de su constante compañía entre las hordas que se arrastran condenadas por el espacio de centenares de leguas bajo los calores violentos, las lluvias torrenciales, los fríos nocturnos, el hambre vociferante.

      Y es en este punto que llego a uno de los aspectos que más profundamente me tocan en la Historia trágico-marítima: precisamente la familiaridad de la muerte. En Os Lusíadas, epopeya oficializada de una nación arrojada a la aventura del mar desconocido, la muerte es escenográfica, se adorna con un fondo de dioses complacientes y risueños, violentos solo por necesidades de clímax. Todo ocurre como si allí la patria ya estuviera presente, bendiciendo a los héroes y mártires, dibujándoles con manierismo los gestos, levantándoles estatuas para la reverencia de la posteridad. En la Historia trágico-marítima se muere en todas las páginas, todos los días, como se muere en la Ilíada. Y tal como en el poema de Homero (que me sea perdonada la herejía de aproximar al Griego a los rústicos escritores del siglo xvi portugués…), la muerte


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