Estudios sobre lo real en Lacan. Группа авторов
es una y la misma en todos.
El primero de esos tres niveles es el de lo que ocurre entre analista y analizante en la intimidad del consultorio. Allí los efectos son producto de la interpretación, y ésta, más allá de las formas que tome, no puede ser cualquiera: debe separar del blablablá compartido cada rasgo singular de goce que surja en el discurso del analizante y hacer que ese rasgo prevalezca sobre lo universal. En esto no ha de hacer concesiones, y por eso Freud compara al analista con el cirujano que deja de lado hasta «su compasión humana [para] realizar una operación lo más acorde a las reglas del arte»29, aunque para ello a veces tenga que suspender la cortesía. (Ésta es, al fin y al cabo, una lengua hecha para dirigirse al amo, y el analista sólo puede usarla con ironía, como el cirujano del cuento30.) En la experiencia analítica, por lo demás, quien diagnostica, define el campo quirúrgico y autoriza la intervención es, sin excepciones, el analizante31.
Por lo que a este nivel atañe, el porvenir del psicoanálisis depende, pues, de la absoluta y respetuosa sumisión del analista a la singularidad del analizante en la dirección de la cura. En ésta, deben caer todas las identificaciones para aislar eso singular con lo cual no hay identificación posible: sólo resta ingeniárselas con lo que queda en pie cuando todo cae32.
El segundo nivel es el que tiene lugar en el lazo entre analistas. Quien teoriza los efectos del análisis se dirige ante todo a quienes aun sin pertenecer a su misma flota se ocupan como él de guiar esos indóciles navíos que son las experiencias analíticas. En ese nivel, mantener la distancia entre el rasgo unario común y el rasgo singular de goce es la función que Lacan asignó a la Escuela33. Ésta utiliza el discurso analítico para tratar los efectos segregativos de todo lazo «dominial»34; en especial, los efectos de esa inevitable intrusión de la lógica libidinal de grupos nacida en sus institutos de enseñanza35. Aquí, el porvenir del psicoanálisis es el del pase36, siempre que la Escuela cumpla con su función. ¿Y cómo saber que lo hace? Recordando los dos textos donde Lacan planteó, en los años cincuenta, «el problema de la Sociedad psicoanalítica»37. Dado que la estructura de la masa muestra que bajo el ideal siempre está el padre, para una Escuela constituirán señales de alarma la veneración religiosa, la sobrestimación de la fidelidad, el culto al prócer y el apego a la genealogía, mientras que los destellos de irreverencia, los desplazamientos libidinales, la desidealización de los grandes hombres y la preocupación por el futuro de la causa analítica serán signos de una orientación correcta38.
Mantener la distancia entre el rasgo unario común y el rasgo singular de goce en el tercer nivel, el del analista ciudadano, es la operación analítica más difícil y, al mismo tiempo, la que menos atención ha recibido hasta el momento. Dado que hoy en día el porvenir del psicoanálisis depende más que nunca del papel que en el mundo desempeñen los psicoanalistas, nos ocuparemos del asunto con mayor detalle.
¿Para qué hablar la lengua del Otro?
No es cuestión de que el analista salga de su consultorio o de su Escuela y se pare en la calle a vociferar tres o cuatro verdades, ya que los demás lo ignorarán o lo tomarán por loco. Semejante aclaración debería ser innecesaria, pero no lo es. Si prestamos atención al empleo de la jerga propia de una parroquia psicoanalítica por parte de analistas que hacen circular su palabra en medios de comunicación masiva, notaremos que, al igual que muchos psicóticos, ellos no se dirigen al interlocutor presente, sino a uno secreto… que en este caso no es más que otro miembro de su propia parroquia.
El primer requisito para no desempeñar un papel tan lamentable e inútil es abandonar la jerga y hablar la lengua del Otro. El analista ciudadano debe hacer uso de la lengua común de su ciudad si quiere tener en ella una incidencia no nula. Hablar la lengua del Otro para decirle, si es posible, lo que prefiere ignorar, no es una mala guía para la acción política del analista39, siempre y cuando éste encuentre un buen modo de hacerse escuchar. Y sólo será bueno el modo si lleva al Otro a una posición más digna, ya que no hay otra orientación coherente con la ética del psicoanálisis40. La pugna entre las terapias que sirven al discurso del amo y el psicoanálisis nace de la incompatibilidad entre dos éticas: la que procura someter la «rareza» del paciente a la norma general que éste debería acatar para adaptarse a los cánones sociales, y la que hace valer la singularidad del analizante para que se las arregle con ella sin comprometer su dignidad en las relaciones que mantiene41. En esa pugna, el análisis cuenta con dos ventajas: es más largo y costoso que cualquier psicoterapia. Quien vacacione cinco días en un hotel de cinco estrellas y luego dos días en uno de dos, entenderá por qué son ventajas.
En el diálogo del analista con la ciudad, orientarse por lo singular y por la dignidad no deja mucho lugar a lo real, y acaso no le deje otro que el de la rosa de los vientos42. Vimos que de nada sirve tomar lo real como orientación en la experiencia analítica, y, por más que definir una ética independiente de lo real parezca una herejía para el psicoanálisis, es evidente lo que con ello se gana, sobre todo si atendemos a la multiplicidad de reales ya mencionada. En efecto, cuando los psicoanalistas se ponen a hablar de cosas tan raras e incomprensibles (excepto en alguna parroquia) como «el real de la ciencia»43, «el real de la naturaleza», «el real de las matemáticas», «el real de la inexistencia», «el real del cuerpo» y «el real de la religión», por citar sólo algunos ejemplos corrientes, no hacen más que reforzar la pretendida extraterritorialidad del psicoanálisis44, bajo la bandera de «un real» que sería el suyo y nada más que suyo, ese magnífico e incomparable «real del psicoanálisis». Y esto cierra el discurso analítico sobre sí mismo, pues la fórmula «A ellos su real y a nosotros el nuestro» tiene la estupidez y la potencia suficientes para abortar cualquier diálogo con otros discursos. ¿Para qué hablar la lengua del Otro, entonces, si al hablarle de este modo no hacemos más que callarlo? Es absurdo sostener una ética del psicoanálisis que, a diferencia de la que hacia 1960 esbozó Lacan45, sólo interese a los analistas: toda ética apunta al lazo, y ésta lo cortaría de cuajo. Volver a lo singular, que es lazo, es aquí muy útil.
En Sobre la interpretación, Aristóteles definió lo singular como lo que es propio de uno solo; Spinoza captó su relevancia clave; para el caso del ser humano, Schopenhauer lo denominó «núcleo de nuestro ser» y lo entendió como voluntad inconsciente46. Freud lo tomó de él, lo equiparó a ciertas «mociones de deseos inconscientes [que entrañan] una compulsión»47, y así le dio el sentido clínico de ese coercitivo y siniestro rasgo de estilo que rige los lazos libidinales del sujeto, cuyo paradigma halló en el Hombre de los Lobos:
El fenómeno más llamativo de su vida amorosa […] eran ataques de un enamoramiento sensual compulsivo que emergían en enigmática secuencia y volvían a desaparecer, desencadenaban en él una gigantesca energía aun en épocas en que se encontraba inhibido en los demás terrenos, y se sustraían por entero a su gobierno48.
Lacan tomó de Freud esa interpretación de la singularidad como el peculiar estilo de los lazos eróticos, y así la conservó de punta a punta de su obra, por más que, como vimos, la haya tipificado de diversas maneras.
Al fundar la ética en lo singular (que es lazo), sorteamos el peligro de basar la acción analítica en un real que el psicoanálisis podría no compartir con ninguna otra disciplina. En cambio, las tres extensiones (universal, singular, vacía) y las cuatro modalidades (posible, imposible, contingente, necesaria) crean una trama común a todo discurso49, y ello, por no cerrar las puertas al diálogo, hace posible la confrontación efectiva. Los debates sobre evaluación de la práctica, regulación de la salud mental y tratamiento del autismo, por dar sólo ejemplos recientes, tienen alcances políticos, económicos y sociales que rebasan la intimidad de la experiencia analítica, pero serían insostenibles o yermos si los analistas nos limitáramos a invocar «nuestro real» en vez de contraponer, a la aspiración de la ciencia y el mercado, la ética de lo singular que el psicoanálisis propugna.
Pues bien, «¿cómo introducir esta dimensión en la política?», se pregunta Bassols. Hay que «escuchar a cada sujeto en su singularidad más allá de sus identificaciones», responde, y lo ejemplifica en referencia al síntoma Cataluña y al Brexit50.
Al igual que en 1956, el porvenir del psicoanálisis vuelve a correr