Rostros del perdón. Группа авторов
sellar un pacto social más justo e inmune a la corrupción; el reconocimiento de los otros, especialmente de las víctimas seculares de la discriminación y la violencia; y el reconocimiento de que tenemos raíces históricas y culturales que estimulan nuestra autoestima y de las que podemos nutrirnos para tener esperanza.
El coloquio utilizó como imagen gráfica la escultura central de El ojo que llora. Gracias a su admirable sensibilidad y a su genialidad artística, Lika Mutal supo diseñar un monumento de gran belleza y de insólita lucidez, porque no solo expresa el dolor de la nación ante el sufrimiento vivido en los años de la violencia, sino además la permanencia de ese dolor ante las fracturas y las heridas aún abiertas de nuestra sociedad. El ojo de ese monumento sigue llorando en nuestros días y es incluso continuamente víctima de ataques o atentados por parte de los enemigos de la verdad y la reconciliación, quienes, al maltratarlo, no se dan cuenta de que renuevan así su sentido y justifican su nombre. Fue nuestra intención, en el coloquio y también en este libro, rendir un homenaje a la vida y la obra de Lika Mutal.
Agradecemos a todos los autores por sus contribuciones, en particular a los especialistas que nos visitaron del extranjero. Expresamos también nuestra gratitud al profesor João Vila-Chã, presidente de COMIUCAP, y a los miembros del consejo directivo de la Confederación, quienes nos ofrecieron todo el respaldo institucional para organizar el coloquio; a la profesora Rosemary Rizo-Patrón, directora del CEF, y a la profesora Elizabeth Salmón, directora del IDEHPUCP, así como a los equipos que lideran, por el apoyo brindado en el diseño y la ejecución del proyecto. Agradecemos, en fin, a Rodrigo Ferradas y Alexandra Alván por su valioso e impecable trabajo en la edición de los textos.
Con el espíritu que anima la labor de COMIUCAP, ponemos a disposición de los lectores un volumen con el quisiéramos contribuir a esclarecer las múltiples y complejas dimensiones que caracterizan la experiencia del perdón.
Salomón Lerner Febres y Miguel Giusti
Verdad, perdón y reconciliación
Verdad y reconciliación: El caso de Colombia
Francisco de Roux
Presidente de la Comisión de la Verdad de Colombia
Quisiera agradecer muy sinceramente, en primer lugar, a los organizadores del coloquio «Rostros del perdón» y a los editores del presente libro, el cual recoge las contribuciones presentadas en dicho evento. Fue un honor para mí, y una ocasión de aprendizaje, hallarme al lado del doctor Salomón Lerner Febres, por quien tengo un sentimiento muy hondo de reconocimiento debido a su compromiso de fondo y su coraje en la conducción de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) del Perú. Poco antes de mi presentación releí el prólogo de la versión abreviada del Informe final de la CVR y volví a sentir la fuerza que posee la dimensión ética de ese documento. He apreciado mucho también el esfuerzo desplegado en la comprensión de conjunto, partiendo del punto de vista de las víctimas, enfrentando problemas institucionales con una gran determinación y buscando llegar a una verdad entendida como totalidad cultural. Lo que yo desearía es simplemente que se me permita compartir cuál es el estado actual de la Comisión de la Verdad de Colombia, porque es desde allí que me interesaría plantear el problema y abordar el tema tan interesante de los rostros del perdón.
La Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad en Colombia es una institución estatal de orden constitucional, independiente del gobierno, del Congreso y del Poder Judicial. Gracias al aprendizaje que se tiene de las distintas comisiones de la verdad —y en esto la comisión del Perú hizo un aporte internacional muy grande—, en Colombia se separaron o distribuyeron las tareas en tres instituciones distintas: a) la labor de la justicia —de determinar sentencias y establecer responsabilidades individuales— recae en un grupo de magistrados de una institución que se llama «La Justicia Especial para la Paz» (JEP), la cual, sin embargo, tiene como eje orientador el que se diga la verdad en esa primera instancia; b) por otra parte, tenemos la «Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas» (UBPD), que es autónoma y distinta a la Comisión en sí; y c) la Comisión misma, que debe concentrarse en la búsqueda de la verdad humana y la verdad histórica de lo sucedido en nuestro país en las últimas décadas.
Los propósitos de la Comisión de la Verdad son básicamente tres. En primer lugar, buscamos el esclarecimiento de lo que ocurrió durante el conflicto armado en Colombia y lo hacemos teniendo en mente dos objetivos: a) promover una movilización nacional que recoja todo el esfuerzo realizado en el país, desde las universidades, las organizaciones no gubernamentales (ONG), los movimientos indígenas, los movimientos sindicales, la propia prensa, para tratar de superar un conflicto que se prolongaba por más de 50 años; b) dirigir dicha movilización hacia un horizonte en el cual, al ponerle un rostro a la verdad, podamos dar un paso hacia adelante. No pretendemos, por supuesto, poner un punto final ni ofrecer una versión definitiva sino, como se planteó en el Perú, contribuir en la medida de nuestras posibilidades a dar un salto cualitativo hacia la verdad, la reconciliación y el perdón en la vida de nuestra sociedad. Debemos también presentar un Informe final y nuestro gran desafío es encontrar una narrativa explicativa, más allá de la memoria, de por qué nos vimos involucrados en una barbarie tan grande, de tal suerte que esa explicación nos ayude a tener una comprensión básica que le dé un sentido a nuestra historia reciente para poder así avanzar hacia la construcción de un futuro, con determinación y con la mayor claridad posible. Aspiramos a elaborar una narrativa que tenga también elementos de verdadera «compasión», en el doble sentido que le da la CVR del Perú: de «dolor de patria», por un lado, y de «pasión» por sacar las cosas adelante también colectivamente, por el otro. En segundo lugar, es un propósito de nuestra Comisión reconocer a las víctimas, como se hizo en el Perú, e invocar a los protagonistas a aceptar sus responsabilidades. En ese sentido, vamos a organizar una serie de eventos —que hemos venido ya preparando y que llamamos «Encuentros por la verdad»— en diversos lugares del país, con la colaboración de diversos sectores y de los distintos medios. Finalmente, nuestro tercer propósito es trabajar en favor de la reconciliación en los territorios concernidos, para lo cual el rol del perdón es, por supuesto, muy importante. Al igual que el Perú, Colombia es un país de muchos territorios y de muchas regiones distintas y es preciso buscar desde dentro, desde el interior de esa diversidad, caminos de no repetición; con toda seguridad, la educación va a jugar aquí un papel central. Todo esto está incluido en un mandato que, al mismo tiempo, nos dice que nosotros debemos establecer responsabilidades institucionales, estatales y gubernamentales; que debemos cuidar de las víctimas más vulnerables; que debemos esclarecer las relaciones entre el narcotráfico y el conflicto, entre el paramilitarismo y el conflicto armado; analizar los efectos del conflicto sobre la política y la economía; y también valorar los esfuerzos de muchos colombianos en medio de esta tragedia, para así tratar de hacer sentir el valor del nosotros y construir una perspectiva de paz.
Es en este contexto que yo quisiera plantear algunas reflexiones sobre el trabajo de la Comisión de la Verdad de Colombia con la esperanza de contribuir así de alguna manera a las discusiones del tema de este libro. Quisiera empezar por decir que, después de haber vivido en medio de la guerra en la región del Magdalena Medio durante casi quince años y luego de haber dirigido el Centro de Investigación y Educación Popular de los jesuitas, yo tengo la firme convicción de que en Colombia vivimos una crisis espiritual muy profunda. No me refiero con ello a una crisis religiosa, pues no existe en nuestro país una verdadera confrontación entre las distintas expresiones del cristianismo ni con otras expresiones no cristianas —entre las que por cierto incorporamos cada vez más a las expresiones religiosas de nuestros indígenas—. Me refiero a una crisis espiritual que se puede caracterizar de manera simple como una ruptura radical del ser humano entre nosotros, una ruptura de proporciones hondísimas. Y creo que la primera vez que esto se puso en evidencia de forma dramática fue justamente en las conversaciones de La Habana.
Al comparar la historia de la comisión peruana con la colombiana, algo que no puede dejarse de lado es el hecho de que la Comisión de la Verdad de Colombia surge en el proceso de las conversaciones de La Habana y es parte central de los acuerdos como el camino final de lo que tiene que hacer la sociedad: no lo que los teóricos llaman el peacemaking (hacer las paces, terminar la guerra), sino ir hacia adelante y pensar en el peacebuilding