Rostros del perdón. Группа авторов
no se la debemos al Estado, ni a los gobiernos, ni a la Iglesia, ni a las etnias, ni a ninguna universidad. La dignidad humana la tenemos simplemente porque somos seres humanos y la tenemos por igual; no hay ninguna forma de hacer diferencias, pues, entre etnias ni entre clases sociales. El Papa no tiene más dignidad que ninguno de nosotros. Por eso, le dice bien el cardenal camarlengo en la ceremonia de su asunción: «Memento servus servorum Dei es [¡Acuérdate de que eres siervo de los siervos de Dios!]».
Estas son cosas que hay que ponerlas en claro en el pueblo. Esto se hizo en la región del Magdalena Medio cuando llegaba Uribe: la gente le hablaba al presidente de igual a igual, con plena conciencia de su dignidad. A nadie le crece la dignidad por tener un doctorado, ni por ser sacerdote. La dignidad humana no puede crecer, se mantiene siempre igual. En ese sentido, me parece muy aleccionadora la posición de Kant cuando afirma que ninguna persona puede ser vista nunca solo como un medio, sino siempre como un fin en sí misma y un protagonista de la conciencia moral. Ese el sentido de la vida y del ser humano mismo. Me impresiona en esto la actitud de Jesús, lo digo con toda franqueza, en la última cena, porque es la expresión más grande de lo que significa Dios para los cristianos. Dios es una pasión por la dignidad humana. Eso es Dios en Jesús, es Jesús de rodillas esa última noche dramática en la que, aunque sabe que no va a salir vivo, hace algo que ni sus mismos compañeros entienden: se pone a lavarles los pies, de rodillas, se inclina ante la dignidad humana. Esta es una manifestación muy profunda de lo que se significa estar con los otros, y es lo que yo aprendí de las víctimas.
Termino con una anécdota. Una de las indígenas que llegó a La Habana contó delante de todos la historia de cómo su hija salía de la fiesta de un pueblito de Cali, en Colombia, a las 9 de la noche. Salía con su novio. Apenas estuvieron afuera, les dispararon y los mataron a los dos. Cuenta la indígena que a las dos mamás las llamaron y les contaron que sus hijos estaban muertos en una calle. Las mamás pidieron entonces que les dejasen llevarse los cadáveres de sus hijos a sus casas para velarlos. Pero el ejército vino y no lo permitió. Al día siguiente, los dos muchachos salieron en el periódico de Cali en una foto con una leyenda que decía «Guerrilleros muertos en combate». La indígena cuenta la historia delante de los militares que estaban ahí en La Habana, luego prende una vela enorme, va, se la pone en la mesa al general Mora que estaba ahí presente y le dice: «General, nosotras no vinimos aquí a que continúe esta noche oscura en Colombia. Venga con nosotras. Lo invitamos a construir la luz que nos ayude a ver una posibilidad de futuro juntos. Venga, venga por el camino del perdón y la reconciliación». Esa gente nos estaba mostrando una dignidad inmensa que es capaz de ponerse por encima de todo, capaz de hacer valer lo que somos nosotros como seres humanos.
Verdad y reconciliación: El caso del Perú
Salomón Lerner Febres
Pontificia Universidad Católica del Perú
En primer lugar, deseo agradecer muy sinceramente la invitación a participar del coloquio internacional y de este libro que recoge las ponencias presentadas en dicho evento, cuyo tema —los posibles rostros del perdón— tiene la más alta importancia para sociedades que, como la peruana, emergen de una situación de violencia y masivas violaciones de derechos humanos. Quisiera decir, además, que considero un honor compartir esta sección del libro con el padre Francisco de Roux, uno de los más valerosos y lúcidos luchadores por los derechos humanos en Colombia y hoy, con todo merecimiento, presidente de la Comisión de la Verdad de ese país.
Se nos ha encomendado abordar en esta sección el problema de la reconciliación en sociedades que dejan atrás un conflicto violento y el de las relaciones existentes, o posibles, entre ese horizonte de convivencia social que es la reconciliación y las tareas de la investigación, exposición y reconocimiento público de la verdad. Al exponer brevemente algunas ideas al respecto —lo cual haré desde la óptica del trabajo realizado por la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) en el Perú hace ya quince años—, intentaré dejar algunos puentes tendidos hacia el tema mayor del libro, muy vinculado, desde luego, con el de la reconciliación: la posibilidad y la relevancia del perdón. Verdad, reconciliación y perdón constituyen tres elementos diferentes pero que concurren hacia un mismo fin, que es un horizonte político, pero, sobre todo, un horizonte moral: el de la superación del legado de un pasado violento respetando un principio humanitario. Esto significa, al mismo tiempo, atender a los derechos de las víctimas a verdad y justicia y reparaciones y propiciar en la sociedad entera un régimen de coexistencia en el que la dignidad de lo humano sea respetada y promovida.
Los comisionados del Perú entendimos desde el principio que el objetivo de una Comisión de la Verdad y la Reconciliación no podía limitarse tan solo a esclarecer responsabilidades individuales, sino que además debíamos comprender qué factores hicieron posible un conflicto de tan trágicas dimensiones y que produjo más de 69 000 víctimas fatales. Es decir, quisimos enfocar esta catástrofe como un «hecho social», como un fenómeno cuya configuración se debió a caracteres que estaban fuera o por encima de las actuaciones individuales. Nuestra observación no podía estar, pues, solamente dirigida al terreno fáctico. Debía dirigirse además y prioritariamente al campo de la comprensión, una tarea que implicaba incorporar en el análisis enfoques diversos (filosóficos, sociológicos, etnográficos, estadísticos) que pudieran explicar un suceso tan trágico como complejo. Ciertamente, no me ocuparé en el presente texto de todos ellos, sino de aquellos tres aspectos fundamentales que convergen en la propuesta de un escenario posconflicto, ya mencionados: verdad, reconciliación y perdón.
1. Verdad y memoria
El concepto de verdad corresponde tradicionalmente al campo de la epistemología, pero no es muy común que se le suela destacar, como considero que corresponde, a un mundo que posee además implicancias éticas profundas. Se lo evoca fundamentalmente en términos de la célebre concepción «correspondentista», tanto en la teoría del conocimiento como en la filosofía de la ciencia, que la identifica con la «adecuación» entre el intelecto y la cosa. Resulta evidente que una interpretación moral de la verdad ha de tomar en cuenta la fidelidad de la representación que ocurre en el sujeto respecto de aquello que hay que conocer. He allí un aspecto modular para alimentar nuestro entendimiento acerca de la «verdad». Lo verdadero es lo que acontece y se resiste a ser asimilado o ignorado. Sin embargo, existe también un acercamiento moral. Por él, la verdad implica un cambio en nosotros, pues de algún modo amplía nuestra perspectiva de las cosas y en ocasiones desafía nuestra falta de lucidez ante lo que hay que observar o enfrentar. La «cosa misma» se impone firmemente frente a nuestros deseos o presuposiciones. Así planteada, la verdad no puede entonces limitarse a un mero registro fáctico. Impone, a tenor de su propia evidencia, una manera de actuar, ya sea que ella sea aceptada o negada. Como consecuencia de estas reflexiones se llega entonces a la siguiente definición y así lo anotamos en el Informe de la CVR: «La CVR entiende por “verdad” el relato fidedigno, éticamente articulado, contrastado intersubjetivamente, hilvanado en términos narrativos, afectivamente concernido y perfectible, sobre lo ocurrido en el país en los veinte años considerados por su mandato» (2003, tomo I, p. 32).
Ahora bien, como se sabe, en griego verdad se dice aletheia. En una línea de reflexión que Martin Heidegger ha destacado, a-letheia significa «desocultamiento» o «descubrimiento», y de algún modo se opone a la lethe en tanto «ocultamiento» u «olvido». Cuidar la verdad alude a que brinde lo que se hallaba oculto, a «echar luces» sobre lo que permanecía invisible en la oscuridad o permanecía olvidado. El río Lethe bañaba el Hades —el inframundo helénico— y se decía que sus aguas tenían la propiedad de borrar los recuerdos de los seres humanos que bebían de ellas. El cultivo de la verdad se hallaría entonces vinculado directamente con el ejercicio de la rememoración, la anamnesis. En la ética subyacente a la épica y la tragedia griegas —la ética prefilosófica—, la rememoración está asociada al re-cuerdo de la observancia de la medida correcta como criterio para conducirse en la vida y actuar en común. Cabe señalar que la misma palabra recuerdo alude al corazón y a lo que allí se encuentra. La tesis general es que los seres humanos, seducidos por el afán de posesión y el anhelo de poder, tienden a la hybris (la des-mesura, la trasgresión de la justicia), de tal manera que deben aprender a reconocer y observar celosamente y a menudo de forma dolorosa la proporción cualitativa adecuada en todos los