Rostros del perdón. Группа авторов
por decirlo en términos coloquiales.
La reconciliación no tuvo para nuestra Comisión la cuestionable connotación de hallar un «punto final» frente al trabajo de la memoria y la acción de la justicia. Se la planteó más bien como un proceso histórico que pretendía reconstruir el pacto social dañado por la violencia. Dicho proceso no ha culminado —como resulta obvio— con el trabajo de la CVR o con la publicación del Informe final, más bien podría pensarse que él se iniciaba con el proyecto de transición, y su más plena realización dependería del esfuerzo de los ciudadanos en búsqueda de la restitución del tejido social y político que el conflicto armado contribuyó a minar.
Muchos críticos de la CVR argumentaron, algunos lo siguen haciendo, que el Informe final no logró la deseada reconciliación posterior al conflicto. No se percatan de que dicha tarea ciertamente no estaba ni podía estar en nuestros alcances, ya que no conformábamos una instancia ejecutiva. Y aun si lo hubiéramos sido, la reconciliación no es solo un proceso que pueda conducirse únicamente desde el poder gubernamental. Para dejar en claro que se trata de una propuesta que requiere del compromiso de los actores directamente involucrados, así como de la sociedad peruana en general, citaré la definición que le dimos a este concepto:
La CVR entiende por «reconciliación» el restablecimiento y la refundación de los vínculos fundamentales entre los peruanos, vínculos voluntariamente destruidos o deteriorados en las últimas décadas por el estallido, en el seno de una sociedad en crisis, de un conflicto violento iniciado por el Partido Comunista del Perú Sendero Luminoso. El proceso de reconciliación es posible, y es necesario, por el descubrimiento de la verdad de lo ocurrido en aquellos años —tanto en lo que respecta al registro de los hechos violentos como a la explicación de las causas que los produjeron— así como por la acción reparadora y sancionadora de la justicia (2003, tomo I, pp. 36-37).
Resulta importante señalar que, a pesar de que el estallido y el imperio de la violencia directa desatada por Sendero Luminoso produjeron la lesión de los vínculos comunitarios, el texto nos habla de una sociedad en crisis, de una república que con anterioridad a las décadas del conflicto sufría diferentes formas de violencia estructural expresadas en la exclusión (económica y política) y de violencia cultural, (racismo, machismo, etcétera)1. Muchas de las manifestaciones de injusticia y discriminación que abonaron el terreno para la prédica de violencia de las organizaciones terroristas están presentes en el Perú actual como en el de los años ochenta; todavía hoy muchos peruanos asumen una comprensión jerárquica de las relaciones sociales o consideran como un «dato natural» los privilegios de un sector de la sociedad sobre otro en virtud de consideraciones étnicas o de estatus socioeconómico. La miopía moral y política de muchos representantes de nuestra «clase política» y su nula disposición a examinar críticamente nuestra historia reciente conspiran contra el proyecto mismo de una reconciliación nacional.
El Informe final pone énfasis en el imperativo de no intentar regresar a la situación del Perú previa al inicio del conflicto armado. La reconciliación constituye también un proceso de aprendizaje moral acerca de aquellas condiciones estructurales que produjeron el conflicto, así como nuestra responsabilidad frente a la preservación de tales condiciones. Por ello el documento señala que debemos aspirar a lograr una nueva manera de vivir juntos. Y sostiene que «La reconciliación debe consistir por eso en una refundación de los vínculos fundamentales, instaurando una nueva relación, cualitativamente distinta, entre todos los peruanos y peruanas» (2003, tomo I, p. 37).
El Informe final distingue tres niveles de reconciliación. En primer lugar, el político, que alude a la necesidad de que la sociedad y Estado recuperen sus vínculos de mutuo compromiso y reconocimiento; las reformas institucionales planteadas por la CVR apuntan a promover una mayor presencia del Estado en las zonas que fueron golpeadas por la violencia, así como a poner énfasis, en el plano educativo, en la formación de una ciudadanía democrática. En segundo, el social, en tanto los espacios de la sociedad civil recuperan su condición de escenarios de encuentro dialógico de los ciudadanos, en particular de aquellos que han sido excluidos en el pasado. En tercer lugar, el interpersonal, la recomposición de los lazos de solidaridad de las personas que, habitando las mismas comunidades locales, fueron víctimas de la división y la desconfianza en los años del conflicto (CVR, 2003, tomo IX, p. 14).
La reconciliación es concebida, así, como un proyecto ético-político de largo alcance que convoca a la vez a la reflexión crítica y a la disposición para la solidaridad de los peruanos. La insistencia en la reconstitución del acuerdo social, así como en el fortalecimiento de los derechos humanos y en el respeto por la diversidad, hace patente la preocupación por la construcción de ciudadanía en el país. Esta no solo supone la conciencia del individuo de ser titular de derechos, sino también la condición de actor político, la disposición a participar en la vida pública a través de la deliberación y la acción común. Ambas dimensiones de la ciudadanía no son posibles sin un sentido básico de pertenencia a una comunidad política.
De manera que, si la verdad es una condición de la reconciliación, ella no es una verdad sin propósito, sino una que abre el camino de la justicia. Esta es, por tanto, no solo condición sino también consecuencia de la reintegración. La justicia debe ser entendida en sentido amplio. En su naturaleza judicial, implica la acción de la ley sobre los culpables de crímenes. Ello significa poner fin a la arbitrariedad. En lo social y político, la justicia demanda resarcimiento material y moral de las víctimas. En todo caso, nunca debe ser confundida con la venganza.
3. El perdón
Como justicia penal o como justicia que repara, ella es, por otro lado, condición indispensable de toda reconciliación de una comunidad política, de una comunidad de ciudadanos. Esta reconciliación, por otro lado, puede —aunque no necesariamente «debe»— ascender a otro plano no político, tal vez superior, por más completo, por medio del perdón. El acto individual de perdonar pertenece a ese ámbito de lo incondicionado donde el único aliciente es la libre voluntad de reiniciar las relaciones allí donde el agravio y la ofensa interrumpieron el entendimiento mutuo. Así pues, ante la apariencia de la ruptura y la desmembración, el perdón —si va unido al arrepentimiento y a la aceptación de las culpas y el castigo correspondiente— nos emancipa del mecanismo causal y siempre condicionado que constituye la dinámica agravio-venganza. La noción y la acción humana del perdón, sin embargo, son complejas, y lo son más aún ante la realidad de la violencia y del daño radical. Conviene, por ello, detenernos brevemente en esas complejidades.
Como ha de entenderse, el perdón constituye una gracia (un «don») que solo puede otorgarlo quien ha sufrido daño a quien lo solicita y reconoce la gravedad de la falta y los efectos del daño producido. Sin embargo, muchos actores políticos han propuesto que el Estado tiene la potestad de «perdonar» a los perpetradores. Esto es en realidad una amnistía, medida que la cultura de los derechos humanos rechaza enfáticamente, dadas sus pretensiones de asegurar impunidad para los criminales. La amnistía es impuesta desde el poder y contiene de manera inevitable un silenciamiento de los hechos, una borradura o, como se dice coloquialmente, un «pasar la página» de hechos que no deben ser confrontados. Es un falso perdón, porque resuelve por decreto que se anule de la memoria colectiva y de las páginas de la historia los hechos traumáticos. Es una negación del duelo que merecen los familiares de las víctimas y una suplantación de un privilegio que solamente los afectados por los actos de violencia poseen. Es evidente que yo no puedo perdonar las ofensas perpetradas contra el otro. Tal gracia solo corresponde a quien sufrió los agravios.
Por el contrario, el telón de fondo del perdón es el diálogo, un genuino contacto interhumano. El perdón permite a quien lo concede asumir una actitud y una «mirada» diferentes hacia el pasado: abandona una percepción agobiante y desgarrada, para asumir una posición más serena y reflexiva frente a lo vivido. Hace posible que la víctima pueda afrontar el futuro sobreponiéndose a la tentación del odio y a las expectativas de venganza. La asignación del perdón no supone en absoluto el olvido de la ofensa sufrida, ni la suspensión de la justicia. Mucho menos, por cierto, la negación de la memoria y la historia. El perdonado podría invocar que es injusto que se mantenga el recuerdo de sus ofensas. Pero parte de la sanción que debe cumplir es que los sucesos atroces