Rostros del perdón. Группа авторов

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en la que parecía casi imposible llegar a una salida, porque la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) no quería entregar las armas si no tenía la tranquilidad de que los problemas estructurales se solucionaran en esa mesa: la economía de la acumulación y de la discriminación, la corrupción, la exclusión política, la concentración de las tierras en pocas manos, la impunidad, la inequidad, etcétera. Y como no se llegaba a acuerdos, los problemas se quedaban en lo que se llamaba allí «la nevera», es decir, se postergaba su solución para un futuro o una ocasión más propicios.

      ¡Hasta que llegaron las víctimas, gracias a un esfuerzo hecho por la Iglesia con participación de las Naciones Unidas y la Universidad Nacional! Personalmente, participé en el proceso de selección de las víctimas que irían a La Habana, una tarea dificilísima, porque el registro formal de víctimas del Estado colombiano consigna 8 672 000 víctimas, sobrevivientes de lo sucedido en Colombia. Llegamos con ellas en distintos grupos: víctimas de las FARC, víctimas de los paramilitares y víctimas del Estado colombiano. Y esto se hizo en un escenario imponente: una sala inmensa que habían preparado los cubanos; cuando hicieron su ingreso las víctimas, todos nos pusimos de pie. De un lado, estaba el gobierno colombiano; de otro lado, las FARC; y, desde el frente, el presidente de la Conferencia Episcopal de Colombia, que iba dando sucesivamente la palabra. No voy a entrar en el detalle de los relatos porque me tomaría mucho tiempo. Quisiera solamente concentrarme en lo siguiente: ¿cuál fue el mensaje de las víctimas? Las víctimas se presentaron con una gran fortaleza de ánimo, y créanme que no las habíamos preparado. Hacíamos primero un momento de silencio, para ayudarlas a recogerse y llenarse de fuerza espiritual, pero lo que esas mujeres y esos hombres dijeron delante de sus perpetradores fue una demostración de un gran coraje: dieron testimonio de la memoria de sus seres queridos muertos o de lo que les había ocurrido a ellos mismos. Recuerdo, por ejemplo, al campesino que se quitó la prótesis de su pierna entera y la puso sobre la mesa para decirles a los representantes de la FARC: «Ustedes pusieron la mina antipersona en el lugar en donde nosotros ordeñábamos las únicas dos vaquitas que teníamos en nuestra pequeña finca».

      El sorpresivo mensaje que nos trasmitieron las víctimas podría resumirse del siguiente modo: «Miren, señores, ustedes tienen toda la razón en sentarse a discutir los problemas estructurales de este país, porque son problemas muy profundos. Nuestra democracia está muy lejos de ser una verdadera democracia. Pero el problema estructural más grande que tenemos en Colombia no es ninguno de esos. El problema estructural más grande de Colombia somos nosotros mismos, la forma en que nos hemos atacado, en que nos hemos odiado o excluido; el hecho de haber pensado que solo matándonos podríamos encontrar una solución a los males del país. Este es el problema básico».

      Nos trasmitieron este mensaje mientras nos contaban las barbaries descomunales que habían padecido: como la gente del pueblito de El Salado, que contó cómo los reunieron a todos en la pequeña placita central, pusieron alrededor a las mujeres y a las niñas, colocaron adentro a los muchachos mayores de quince años y a los hombres, y delante de sus mamás y de sus esposas los fueron degollando en uno de esos espectáculos terribles que también les tocó vivir a los peruanos. Pero estas mismas víctimas, que reconocían que los colombianos somos capaces de llegar a estos grados de ignominia, de violencia y de barbarie, nos decían que nosotros no somos solamente esto, sino que somos capaces de volver a mirarnos a los ojos, de volver a creer los unos en los otros, de reconstruir la amistad, en una palabra, que somos capaces de perdonarnos. El paso de las víctimas por La Habana con ese mensaje tan profundamente humano —«el problema estructural somos nosotros mismos»— produjo un cambio radical en las conversaciones. Fue un verdadero giro, porque inmediatamente llamaron a los indígenas y a los grupos de mujeres de los dos lados, y de ellos y ellas se escuchó igualmente la exigencia de enfrentar este problema humano, de modo tal que en el proceso de La Habana se tomó clara conciencia de que lo más importante era el ser humano.

      Como es bien sabido, estos cambios sociales, cuando se toman a conciencia, son siempre de larga duración; nosotros estamos en ese proceso hondo de transformación de los hombres y las mujeres que directa o indirectamente contribuyeron a la violencia en Colombia. Aun a riesgo de ser reiterativo, quisiera comentar que yo mismo viví esa violencia y que la encontré tan profunda y tan incomprensible que, frente a ella, me parecía, fracasaban todas las explicaciones filosóficas. Me acompañan como coautores del presente libro grandes profesores de filosofía, pero les confieso que yo no encontraba explicación a lo que nos estaba pasando y tenía la impresión de que no nos servían las interpretaciones filosóficas, ni las teológicas, ni las políticas. Lo único que me ayudó a comprender lo que realmente ocurría entre nosotros fue la grandeza humana de mujeres y de hombres a quienes les habían matado a sus seres queridos, les habían quitado la tierra, les habían tratado de destruir cualquier sentido de vida y que, pese a todo ello, perseveraron en los territorios de la violencia y se enfrentaron a los guerrilleros, a los militares y a los paramilitares, diciéndoles en el rostro: «Nosotros nos quedamos aquí. Lo único que nos queda es nuestra grandeza humana y vamos a mantenernos en esto que tenemos, aunque ya todo lo demás lo hayamos perdido».

      Este tipo de reacción es lo que le hace comprender a uno la fragilidad en la que hemos vivido todos, así como nuestra fractura y nuestra incapacidad de confrontar las cosas. Recuerdo, por ejemplo, la masacre en nuestra Parroquia de San Pedro Claver de Barrancabermeja el 16 de mayo de 1998. Ese día mataron a 34 jóvenes de nuestra comunidad. Dos días después hicimos el funeral. Fue todo muy doloroso porque siete de los ataúdes estaban llenos y los otros veintisiete estaban vacíos. Se habían llevado a los jóvenes y nunca los encontramos; pusimos por eso sus fotos sobre los ataúdes. Pero lo que más me impresionó fue la gran soledad con la que hicimos el funeral. No hubo una llamada de Bogotá, del gobierno o de la sociedad; no la hubo de Bucaramanga, ni de las ciudades vecinas, nos dejaron absolutamente solos. Nosotros no éramos colombianos como el resto de colombianos en lo que estábamos viviendo. Lo mismo pasó un año después en la masacre de San Pablo. Lo mismo pasó esa misma semana en la masacre de La Gabarra, donde 120 personas fueron asesinadas. La experiencia de la gente que vivió eso, de esas familias, fue la soledad total. Como fue también la soledad de los indígenas, o la de los pueblos afros. Hubo más de 2000 masacres en Colombia, aunque no se consideraba como masacres las de 5 o 7 personas; eso ni siquiera aparecía en la prensa.

      Lo tremendo de todo esto es que las noticias de las masacres se trasmitían por la televisión y se fueron convirtiendo paulatinamente en una realidad cotidiana de ese país nuestro. Pero, entonces, ¿en qué estábamos nosotros? Quisiera aquí ser muy crudo: ¿dónde estaba Colombia? Los curas seguían celebrando las misas como si nada estuviera pasando; los profesores seguían dictando clases en las universidades como si nada estuviera pasando; los comerciantes seguían ganando dinero en sus comercios, en sus negocios y en sus bancos como si nada estuviera pasando. Se trata, como decía, de una «ruptura espiritual» muy grave de una nación que no se da cuenta de que está, en ella misma, totalmente alienada del ser humano y que, por supuesto, profundiza cada vez más la dimensión de oscuridad que la lleva a cometer barbaries de esa naturaleza, justamente en uno de los países más católicos del mundo. Obviamente, una crisis espiritual tan honda se vehicula en gran medida a través de un «trauma cultural», como se percibió también muy claramente en el Perú. Permítaseme decir una palabra sobre esto, aun teniendo en cuenta que el trauma cultural es el inicio, aunque no constituye la totalidad de la barbarie vivida por nosotros en Colombia: el haber sido una sociedad golpeada en todos sus estratos sociales por 50 años de una guerra sin sentido.

      No hay familia en Colombia que no haya tenido que sufrir, directamente o en el círculo de sus amistades, o en su vecindario o en la empresa donde trabajaba los estragos de este conflicto: 8 672 000 víctimas según el registro oficial, como ya se dijo; más de 2000 masacres; más de 82 000 personas desaparecidas; más de 30 000 personas secuestradas —con los secuestros más impresionantes del mundo (personas que pasaron hasta 14 años en la selva en condiciones terribles, colgados del cuello con cadenas)—; más de 4000 falsos positivos: jóvenes colombianos inocentes, mujeres y hombres, tomados por nuestro ejército y llevados a la montaña, asesinados, vestidos como guerrilleros y presentados luego ante el país como guerrilleros dados de baja en combate para conseguir prebendas militares; más de 22 000 campesinos golpeados por las minas antipersona; más de 18 000


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