Compadre Lobo. [Gustavo Sainz

Compadre Lobo - [Gustavo Sainz


Скачать книгу
si era Lobo, casi a gritos:

      —¿Alguna vez te he dejado de pagar, cabrón?

      —No, no, a ti sí te doy, carajo, cómo diablos no… —tragaba saliva y sonreía como un conejo.

      —Bueno, dame catorce.

      —No la friegues ¿cómo catorce?

      —¿Y mis amigos qué van a comer, cabrón?

      Aparecíamos entonces, bulliciosos e innumerables.

      —No me vayan a joder —se retorcía—. He tenido muy mala noche, en serio, no me chinguen…

      —Ya dije que nos des catorce, cabrón. ¡Yo te voy a pagar!

      —Compréndeme, ñero, no es que desconfíe…

      —¿Quieres mi chamarra? ¿Mi camisa? ¿Los pantalones? —con grandes aspavientos Lobo empezaba a desvestirse. Enarbolaba su chamarra y amenazaba arrojarla contra la vitrina.

      —Ahí déjala —proponía el cacarizo.

      —¿La estás aceptando, infeliz?

      —Digo que ahí la dejes…

      —¿Estás queriendo decir que desconfías de mí, desgraciado?

      Cuando no era Lobo era otro. Y cuando le tocó al Grapa por primera vez, parado de puntas y arrugando la jeta cetrina, vimos al cacarizo más incrédulo que nunca.

      —Si no nos das los tacos —gritó el Grapa en el colmo de su desesperación—, te echamos al gato…

      Y arrojó uno sobre la carne expuesta en la vitrina: un animal bilioso y casi eléctrico que brincó entre el vapor de charola en charola, tiró platos y vasos y arañó lo que se interpuso en su histérica huida…

      En El Sol Sale Para Todos, otra vez, arrojamos tres gatos adentro de un enorme barril de pulque. En las tepacherías amenazábamos con lo mismo, aunque al final siempre pagábamos. En el fondo teníamos miedo de ser lo que éramos, siempre retrocedíamos. Pero con el cacarizo teníamos confianza. Nos veía llegar y sonreía entrecerrando los ojos enrojecidos, rutilantes sus dientes de conejo.

      —Ya les tengo sus tacos, muchachos…

      Bromeábamos durante media hora, mientras cenábamos, pedíamos la cuenta y pagábamos reuniendo el dinero entre todos.

      —Ahora —anunciaba Lobo con la bolsa del Grapa en las manos—, para que se te quite lo ojete te vamos a echar los gatos… —y sacudía la bolsa sobre el mostrador liberando feroces y sarnosos felinos.

      Sarro empezaba siempre pidiendo un taco de cabeza. Lo revisaba como si se tratara de un reloj descompuesto y reclamaba violentamente:

      —No, chinga a tu madre, pues échale más carne ¿no? ¿Qué pinche clase de taco es éste?

      A veces cedían, pero a veces no y Sarro volvía a la carga.

      —Échale más carne, cabrón. Sí te vamos a pagar.

      Protestaban y les embarraba el taco en la cara. Volvían a protestar y empezaba a tirar golpes y a romper lo que podía.

      Cuando nos veían con él, los taqueros cerraban sus expendios.

      —Ábrenos, pinche Caca, no te va a pasar nada, te vamos a pagar, no seas mamón, ándale… Por favor.

      Sarro tenía una carcachita y como era sumamente hábil para la mecánica la mantenía bien afinada. Era su gran orgullo. En las noches recorríamos la ciudad buscando pleitos gratuitos, sobre todo él, que era un monstruo de 120 kilos y mirada lúbrica y adormilada. Cuando trabajaba lo ponían a escarmentar vendedores ambulantes. No podía dedicarse a otra cosa: era abusivo, arbitrario, despótico, tiránico y pedante… Nos llevaba a dar la vuelta procurando irritar, provocar, despertar animosidades…

      —¿Qué traes, buey?

      Lejos del crimen por timidez y cierta debilidad inculcada cuidadosamente en nuestros hogares, inmaduros para el manicomio, pero coqueteando curiosa y apasionadamente con esa posibilidad…

      —¿Qué traes, hijo de tu pinche madre?

      Sarro descendía y tomaba al contrincante de las solapas y lo sacaba por la ventanilla.

      —Ése era su chiste —afirmaba Lobo. Los extirpaba por la ventanilla totalmente dueño de la situación.

      Y los otros, nada más de verlo tan sombrío y espectacular se derretían de miedo…

      Sarro podía con todos… La noche del zafarrancho en la calle Edison un mesero lo golpeaba en la nuca, otro le pateaba las espinillas y una puta se abrazaba desesperada a sus muslos descomunales… Agarró al primero y empezó a girar hasta desprenderle el brazo de las articulaciones. La mujer aquella salió también despedida hasta chocar con un auto estacionado, y el que lo pateaba recibió encima al mesero desarticulado y después a Sarro que no dejó de cebarse en ellos hasta astillarles los huesos de las manos y las piernas con sus botas de excursionista…

      Otra noche Sarro y Lobo golpearon a dos policías. Los habían sacado del Caracol y pretendían llevarlos a la Delegación, pero trataron de arreglarse antes de subir a la patrulla.

      —Pónganse en medio ¿no? ¿Cuánto traen?

      Sarro empezó a quitarse el cinturón.

      —Pónganse a mano y ya no van… —insistía uno de los agentes lamiéndose los labios.

      Sarro lo lazó del cuello y comenzó a estrellarlo contra la pared, una y otra vez, una y otra vez. Lobo también se quitó el cinturón y trató de estrangular al otro, pero era más corpulento que él y logró zafarse. En eso llegó otra patrulla. Los golpearon con las macanas y después los subieron a empellones advirtiéndoles que los encerrarían en la Séptima Delegación. Pero en el camino recapitularon…

      —¿Cuánto traen?

      Llevaban como sesenta pesos.

      —Bueno, cabrones, echen los sesenta pesos y pírenle…

      Regresaron al salón César felices, orgullosos de haber cambiado golpes con cuatro policías y de que les hubiera costado sesenta pesos.

      Acompañaba a Lobo a robar fruta a la Merced y conseguíamos veinte o veinticinco naranjas, por ejemplo, las distribuíamos sobre hojas de periódicos, en el suelo, en la glorieta de Avenida del Trabajo, y generalmente las vendíamos. O lo acompañaba a tirar basura. Nos daban cinco centavos por cada bolsa, o diez si el bote era muy grande, o veinte si era de noche y teníamos que arrojarlo adonde pudiéramos, a espaldas de vigilantes y vecinos. Claro que a propósito no acudíamos cuando el carro de la basura hacía sonar su campana y pasábamos por la noche, dispuestos al riesgo y a ganancias mayores.

      —¿Por qué no vinieron en la mañana?

      —No pasó el carro, señora.

      —Cómo no, si yo oí la campana.

      —No, señora, se lo juramos que no pasó…

      A mi padre le divertían mucho nuestras aventuras. Era un hombre que tenía grandes manos de chofer de autobús y que en esa época se enorgullecía de sus músculos y de su colección de timbres postales. Llegaba con un ejemplar de un periódico deportivo y con la ropa manchada de grasa. Se quitaba los zapatos y se recostaba en un sofá adonde mi tía le llevaba una jarra enorme de café y algunos tamales.

      —Pon el radio —decía.

      Añoraba su infancia y su juventud; el primer amor, el segundo, el tercero, el cuarto y el quinto; los viajes que no hizo y los amigos que lo abandonaron. Se imaginaba pensado por las mujeres en las que pensaba, gratificado por recompensas repentinas; importante y significativo, además de simpático. Los domingos salía de excursión, a subir volcanes o descender a ríos subterráneos. Y el recuerdo de esos paseos, adonde a veces lo acompañaba, se le imponía como una especie de rumor sordo, inconsciente, que servía de fondo a su cotidianidad poniendo


Скачать книгу