Compadre Lobo. [Gustavo Sainz

Compadre Lobo - [Gustavo Sainz


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¿por qué?

      —Pues no te podemos decir porque eres nuestra amiga, luego hasta nos lo vas a agradecer…

      —¿Qué fue lo que hizo?

      —No, pues tú qué culpa tienes…

      —Qué hizo, díganme qué hizo…

      —No, pues son chingaderas ¿no? Qué ojete, digo, está bien que lo haga cuando no estás, pero nosotros somos tus amigos ¿no? ¿Por qué hace esas cosas delante de nosotros?

      —¿Pues qué hizo? ¿Andaba con otra?

      —No, no realmente, bueno, creo que no podemos decírtelo…

      —¡Con la Bola de Humo!

      —No, nada de eso…

      —Sí, ella fue, por eso no me quieren decir ¿verdad? Siempre me anda viendo la cara. ¿Qué pensará que me chupo el dedo?

      —Bueno, sí, pero no es como tú crees…

      —Entonces ¿con quién fue?

      —Bueno —terciaba el Ratón Vaquero—, la Bola de Humo realmente andaba por allí, pero eso es aparte…

      —¿Cómo que es aparte?…

      —Sí, es aparte. No es como tú crees…

      —Pues díganme entonces, no sean desgraciados…

      —Bueno —empezaba el Ganso—, mira, te vamos a contar todo, pero son chingaderas, porque Lobo es también nuestro cuate ¿verdad?, pero este, necesitamos quince pesos para ir al cine…

      —Sí, se los doy, les doy lo que quieran —gemía.

      —Bueno, y también necesitamos para el camión porque pensamos ir hasta el Balmori y está bien lejos. Y mira nada más cuántos somos.

      —Está bien, les doy lo que quieran…

      El Mapache reanimaba la hoguera casi exangüe.

      A veces iba a visitar a Amparo Carmen Teresa Yolanda, aprovechando las ausencias de su madrastra. Me invitaba a cenar churros con chocolate y yo le hablaba de desnudeces voluptuosas y liberadoras fingiendo comentar el programa de televisión que divertía tanto a sus hermanas.

      —¿Qué estoy pintada? —en tono de zarzuela—. Te he estado esperando toda la tarde…

      Me inquietaba profundamente que ella, precisamente ella, fuera el objeto de mis deseos. Y me preguntaba si era su ser de carne y hueso lo que me atraía, o era su pésima suerte, sin padre ni madre, atrapada en una maquinaria castradora y atrozmente represiva, con hermanas hostiles y amigos ocasionales y anodinos. ¿Habría realmente algo entre ella y mi necesidad inquietante de amar y ser amado?

      —¿Quieres azúcar?

      Lo singular de su situación no ponía realmente su vida en peligro, sino sólo su integridad, sus posibilidades expansivas y su lujuria.

      Su madrastra no la mataba cada día lentamente, pero la ensuciaba, la cargaba con miedos y ascos insuperables.

      —Enderézala, que no está comiendo nada.

      La más callada de sus hermanas le daba el biberón a la más pequeña, y al quitarle la mamila para reacomodarla, la hacía llorar furiosamente.

      —Fíjate que Lobo me invitó a una bailada… —desatendiendo chillidos y angustias ajenas.

      La niña sudaba al mamar y parecía sumergida en una intensa experiencia. Luego quedó amodorrada de satisfacción y se durmió. Parecía que soñaba en seguir comiendo: hacía movimientos de succión con la boca y toda su expresión denotaba felicidad.

      —No debe tardar en venir por mí…

      Nos animaba discutir las proposiciones de Lobo, caricias atrevidas o invitaciones grotescas que la abrían a juegos carnales y a un estado de ánimo más inquietante y estremecedor en el que no alcanzaba a precisar la naturaleza de sus deseos. ¿Y qué aprendería después de someterse cotidianamente a tentaciones sexuales? Buscábamos la respuesta hundiendo churros en el chocolate espesísimo: que ella sola no era nada, que el extravío sexual era una salida posible del hastío…

      —Pero no la única, no me arruines —arriesgaba segura y satisfecha.

      En efecto, la vida nos reservaba numerosas comunicaciones, pero nos atraían más que otras aquellas que nos ponían en juego volviéndonos penetrables el uno para el otro.

      —Por ahora no me interesa más que ser una niña buena —murmuró con el timbre de feligrés apocado de su madrastra.

      —La beatitud es intolerable —debí haber dicho en esa ocasión, pero no estaba habitado por otra idea que no fuera rasgar su vestido y acariciarla en la oscuridad del sótano o en la soledad de su cuarto de azotea. ¡No podía pensar!

      —A mí lo que me gusta más, sinceramente, es asolearme y bailar… Te lo juro. ¡Me la pasaría bailando toda la vida!

      Su entereza me llevaba a suponer que era posible ignorar y desconocer la angustia erótica, que incluso hasta yo podría lograrlo si reducía mis pensamientos al análisis, o si me plegaba a los cánones más ortodoxos del catecismo.

      Llegaba Lobo y la antipatía que le tenían dos de las hermanas se nulificaba con la simpatía de las demás.

      —Fíjense que fuimos al cine y no nos cobraron…

      Le quitaban atención al televisor.

      —Preguntaron ¿cuántos son, muchachos? Y dijimos cinco, bueno, en fin, los que éramos ¿no? Bueno, pásenle, invitaron, pero no hagan desmadre. Y nos portamos bien, me cae, discreta la cosa. Fuimos al César. Híjole, es como un pecado entrar en ese cine ¿no? Hicimos una fiesta retesuave allá en las galeras, hasta arriba. Llevamos anforitas, papas, cacahuates, servilletas, vasos y quién sabe qué más. Fuimos temprano para agarrar bancas corridas hasta adelante ¿no? Y luego echábamos los vasos sobre los de abajo. ¡Qué chinga para el lunetario!

      Y reía llenándose bruscamente el pecho de una respiración voluptuosa, muscular, nerviosa, mientras se rascaba las costillas con un tenedor.

      —¿Tomas un poquito de chocolate?

      Ante cada palabrota las mejillas de las hermanas de Amparo Carmen Teresa Yolanda se llenaban de un rubor licencioso.

      —Siempre metemos al cine ocho o nueve anforitas —seguía Lobo— y a la hora que ya estamos pedísimos armamos unos desmadres que para qué les cuento…

      Le encantaba desvalorizar sus aventuras, divulgarlas, reiterarlas. El impudor parecía su regla.

      —Como la tía de Judith ¿no? —planteaba Lobo—, ya saben que tiene como doscientos conejos en un patio ¿no?

      Mi atención se fijaba en los contornos de Amparo Carmen Teresa Yolanda, en las arrugas de la ropa sobre su cuerpo, tratando al mismo tiempo de hipnotizarla y sin entender que su rechazo hacia mis partes sexuales no hacía más que componer los movimientos y aumentar la fuerza de la comunicación…

      —Entonces siempre llegamos —recomenzó Lobo con voz ronca—, y Luchita, regálenos un conejito ¿no? Cómo no, muchachos, nomás no se lleven las hembras. Los correteamos, luego hagan de cuenta que nos vamos al cine Cosmos con cuatro conejos, vamos a decir, pero unos pinches conejotes así. Entonces los amarramos con un mecate de esos de tendederos y los bajamos al suelo, cuchi cuchi, los empujamos para que caminen hacia delante hasta que, de pronto, chíngale, cuatro o cinco filas más allá una vieja, casi siempre una pinche vieja, pega un brinco de este tamaño y lanza un gritote destemplado. Entonces jalamos la cuerda y ahí viene otra vez el conejo y lo escondemos entre las piernas ¿no? Salimos enfermos de risa, me cae…

      —¿Después del cine a dónde van? —preguntó una de las hermanas, atentas todas las demás.

      —Pues nos vamos a otro cine —dijo Lobo riendo agresivamente—.


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