Compadre Lobo. [Gustavo Sainz

Compadre Lobo - [Gustavo Sainz


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      En la escuela se organizaban kermeses a las que nunca iba. Una vez su madrastra le prometió durante la comida que podría ir si terminaba con su carne. Sus hermanas le arreglaron un vestido de fiesta lleno de gasas y listones, rizaron sus cabellos, le esparcieron diamantina en las mejillas y le implantaron una estrellita plateada en la frente. ¡Parecía una reina! Cuando su madrastra volvió de sus ejercicios espirituales sonrió por encontrarla así, la tomó de la mano y la llevó hasta un espejo:

      —Mira qué bonita estás —zalamera—, pero tú, como vas a ser una santa —le hablaba como si fuera retrasada mental—, vas a ofrecer tu belleza al creador y a renunciar a los bienes del mundo ¿verdad? De manera que no irás a esa fiesta…

      No podía responder ni preguntar nada.

      —Reza conmigo…

      Hizo pedazos el vestido, se golpeó contra las paredes, rasguñándose. ¡Nunca había ido a una fiesta! Tomó a escondidas una caja de veneno para ratas y otra con chiclosos. Hundía los dulces en el trigo rojo, los mascaba y volvía a llenarlos de veneno. Quería morirse un poquito, que amaneciera y la encontraran agonizante, toda torcida. Pero al primer espasmo se asustó tanto que empezó a llorar como si estuviera en juego su razón… La llevaron a la Cruz Roja. Estaba trabada y tuvieron que romperle los dientes para lavarle el estómago…

      En el patio de la escuela, durante el recreo, nos rodeaban jetas desconocidas.

      —Están validos a maravilla —afirmaban, sedientos de poder.

      A partir de ese momento, si nos descubrían y señalaban maravilla, teníamos que inmovilizarnos completamente, hasta nueva orden, so pena de perder una ración de pan. Amparo Carmen Teresa Yolanda le llegó a deber a un jefe de grupo, que era un muchacho igual a nosotros, cuarenta raciones de pan. Llegaba la hora del desayuno y ya estaba allí, furunculoso y rapaz. Teníamos que cederle nuestra chilindrina y quedarnos con frijoles y café con leche. Todo ocurría vertiginosamente en la penumbra del ruidoso comedor. Íbamos entonces a la mesa de sobrantes, adonde recluían a los muchachos que se habían inscrito tarde, y nos sentábamos allí y nos daban de desayunar nuevamente. Ella escondía su pan para mordisquear en la hora del recreo, pero el verdugo terminaba por descubrirla.

      —¿Quiúbo? ¿Cuántos me debes?

      —Pues te debo treinta y ocho…

      —Ya nada más treinta y siete —y se lo arrebataba, igual que a otros de nuestro grupo. Y claro que no podía comérselos todos: pisoteaba las piezas de pan, las arrojaba por encima de la barda, las colmaba de escupitajos.

      Estábamos en clase y Lobo me hacía pedir permiso para ir al baño. Después me alcanzaba. Había vidrios rotos en muchos dormitorios, inclusive en el de las mujeres, porque era una escuela mixta, y allí nos metíamos. Todo parecía nuevo, pues los mismos alumnos se encargaban de la limpieza. Todo estaba limpio y ordenado. Allí, enroscados como fetos, caminando en cuclillas, como ranas hemipléjicas a lo largo de todo el pasillo, nos cagábamos y batíamos la mierda con ayuda de una regla, una almohada o algún crucifijo, gimiendo desafiantes. Salíamos con sonrisitas solapadas y regresábamos a clase.

      Nos formaban frente al astabandera.

      —¿Quiénes son esos enfermos que se cagan? Nada más que los encontremos… —Y otras expresiones del hampa cinematográfica.

      Lobo sugería:

      Ahora en el de las viejas ya no, ahora vamos a cagarnos en el nuestro, así menos van a pensar que somos nosotros…

      Volvíamos a pedir permiso. Los dormitorios permanecían cerrados porque se perdían las cosas, pero nos ingeniábamos para entrar sin ser vistos. Teníamos además que volver, si no, el juego era imposible.

      —Órale, tú cágate en la sección…

      —¿Deveras?

      —Ahora nos cagamos en la cama del maestro…

      Hacíamos tiras las sábanas, desfondábamos los colchones, las almohadas. Pero en pleno aquelarre preveíamos el reflujo de las aguas y volvíamos a clase, sigilosos y mustios.

      En la prefectura conservaban una caja de objetos perdidos. Lobo me arrastraba hasta allí.

      —Profesor…

      —¿Qué pasó?

      —Se nos perdió una llave. Vamos a la caja a buscarla…

      —Sí, pásenle…

      Hurgábamos entre lapiceros, llaveros, botones, silbatos, cuerdas de trompo, canicas, amuletos, y cargábamos con todo lo que podíamos.

      —No la encontramos, profesor.

      Y ya llevábamos tres kilos de cosas. Teníamos llaveros con cientos de llaves, argollas enormes totalmente cargadas. Cuando entrábamos en los dormitorios las ensayábamos en armarios y burós y hurtábamos gorras, corbatas, cinturones, libros, todo lo que queríamos…

      —Aquí ya sacamos para el pan —gritaba Lobo alegremente, mientras nuevos proyectos se insinuaban en su fecundo cerebro.

      Vivíamos en estado de concentración vandálica, desazonados permanentemente, iracundos. Durante varios meses escribí cada noche en las paredes de los baños Las aventuras del Flaco Anemia. Usábamos lápices de cera sobre los mosaicos brillantes y Lobo ilustraba cada episodio con monigotes desgarrados y escatológicos. Los prefectos se molestaban demencialmente y castigaban a los alumnos quitándoles el postre… Y al día siguiente aparecía el capítulo dos.

      Todos querían entrar al baño. De pronto alguien daba el aviso:

      —En aquel baño está el capítulo diez…

      O el dieciocho, el treinta, el cuarenta… Y corrían los mozos con esponjas y alcohol industrial: fuertes pisadas sobre el cemento, miradas hoscas… Era nuestro frenesí que triunfaba sin grandes frases sobre los obstáculos que se oponían. Era el demonio desenfrenado del juego que se agitaba en los conductos de nuestra sangre, incansable y pícaro… Y era un secreto entre pocos, un escondite donde el Flaco Anemia —capítulo veintiuno—, escondía el sello de Netzahualcóyotl en la vagina de una princesita oaxaqueña…

      Los jueves teníamos visita. Mi tía me llevaba revistas y la mamá de Lobo se quedaba parada en la puerta.

      —Oye —rogaba—, grítale al cuatrocientos veinte…

      Lo voceábamos por todos los patios.

      —El cuatrocientos veinte… El cuatrocientos veinte…

      De un momento a otro el internado retumbaba con ese número y Lobo estaba tirado allá lejos, muy lejos, en el pasto. La soledad lo preparaba para meditar…

      —¡El cuatrocientos veinte!

      Tirado en el pasto, viendo al universo expandirse, sintiéndolo comprimirse enloquecido en un solo pensamiento. Cada uno de sus ensueños, los escolares tanto como los interplanetarios, los del bosque y los del ring o el campo de fut, se fijaban allí enseguida, en una nube, en la hebilla de su cinturón…

      Sus pensamientos fermentaban en esa soledad.

      —¡El cuatrocientos veinte!

      En la giba de una nube deshilachada ordenaba su vida de crápula. Allí estaban los hermanos que lo recibían con quiúbo, pinche interno, cómo está el cuartel. O pásale, pinche sardo… Creíamos que estaba dormido y fantaseaba… Él me enseñó que la nube más anodina, fielmente contemplada, nos enfrenta a nuestros más secretos fantasmas… Llegado a este punto, o a uno semejante, interrumpía el castigo a su mamá e iba a su encuentro.

      —Ay, hijito, cómo estás, cómo te va…

      —Muy a todo dar —buscando en el tono tremenda trascendencia.

      —Te veo muy flaco…

      Cuando él se observaba, él era otro.

      —¿Cómo vas en la escuela? —le preguntaban a ese otro.


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