Compadre Lobo. [Gustavo Sainz

Compadre Lobo - [Gustavo Sainz


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en un rito que tenía el poder de animar la noche, una por una, las arrojaba al fondo de la alberca. Nunca gastaba ni un centavo de lo que le daba su madre. Cada moneda que arrojaba trastornaba su ser íntimo, lo restablecía.

      Después del timbre de silencio, a las nueve de la noche, cuando se animaban las dudas de nuestras almas nocturnas y crecían los atractivos cósmicos de la noche, Lobito y yo descendíamos de las camas. Esperábamos hasta que el último castigado terminaba con su sesión de sentadillas o lagartijas, y nos escabullíamos del dormitorio, bárbaros y subrepticios. Luego nos escondíamos nada más de los veladores, los únicos despiertos además de nosotros. ¿De dónde sacábamos fuerzas para atravesar la noche? Llegábamos a una fuente que había en el jardín frente al salón de actos, y penetrábamos en el agua fría. Había llegado el tiempo de ser duros: era preciso transformarnos en hombres, fortalecernos para resistir el tiempo de la desdicha, para hacer frente, inconmovibles, a eventualidades catastróficas. Y para eso, abismarnos en nosotros mismos, ser blindados… ¿Respondería otra cosa a nuestro vértigo? Eran las doce de la noche o la una, nunca podíamos comprobarlo, y el agua estaba helada, era cruel e inhumana.

      —Órale, pinche compadre, métete…

      Lo hacíamos todas las noches y regresábamos casi desnudos, en ropa interior. Una vez nos sorprendió un velador iluminándonos de pronto…

      —Quiúbo, cabrones, ¿quién vive?

      —Córrele, compadre…

      Corrimos con tal ruidero que despertamos al director. Los prefectos salieron armados con palos de escoba o cuchillos cebolleros, pero nunca supieron quién había sido.

      —Que andaban unos rateros ayer —susurraban en el dormitorio.

      —Se querían meter en la casa del director…

      —Les tiraron de balazos.

      —¡No la chinguen!

      Nuestras aventuras se definían por el secreto. No podían ser públicas…

      Una vez nos castigaron porque rompimos una botella de ácido con la que limpiábamos alguna cosa en la Dirección. Construían unos cuartos al final de la escuela y nos mandaron a trabajar con los albañiles. Acarreábamos tabiques y alineábamos el yeso. Usábamos gorros del papel como navíos capaces de capear los más insólitos peligros, y no descansamos hasta que se terminó de construir una barda enorme.

      Amparo Carmen Teresa Yolanda propuso:

      —Vamos a escalarla ¿no?

      La cabalgamos de inmediato, a horcajadas, una, dos, una, dos, empezamos a balancearnos y a gozar el ligero vaivén de la barda que estaba fresca, apenas armada.

      —Qué brutal se siente…

      —Como pescaditos ¿no?

      Cada vez más fuerte, hasta provocar un estrepitoso derrumbe.

      —¿Qué nos irán a hacer?

      Habíamos creado la noche entre nubes de polvo, estruendo y escalofrío…

      —Ahora sí nos van a fusilar —previno Amparo Carmen Teresa Yolanda con voz alarmada y conmovida.

      Los fines de semana siempre estábamos castigados.

      —El cuatrocientos veinte, castigado.

      —El cuatrocientos veintiuno, castigado.

      Teníamos tarjetas rojas. Las ponían después de no recuerdo qué número de castigos o qué faltas. Tarjetas que señalaban que no podíamos salir nunca, iguales a las de los muchachos que no tenían padres o cuyos padres no los querían, como era el caso de Amparo Carmen Teresa Yolanda… Cada sábado arrinconados, sitiados, abandonados… Pero Lobo no se amilanaba y recorría el patio.

      —Prefecto Pelagallo, estoy castigado…

      —Ya sé que estás castigado, siempre estás castigado…

      Iba a su oficina y sacaba nuestros expedientes. Ni mi tía ni la madre de Lobo lo supieron nunca. Salíamos vestidos de gala.

      —Vámonos a casa —decían, buscando ansiosamente nuestras miradas bajo las gorras.

      —¿Y qué les enseñaron, hijos? —como pidiendo ansiosamente noticias de un planeta desconocido.

      —Pues muchas cosas de la guerra —afirmaba Lobo y desataba innumerables mentiras.

      —¿Y qué más hacen?

      —Pues marchamos…

      —¿A qué horas marchan?

      —Pues marchamos en las mañanas…

      —Qué cosa tan horrible ¿no? Todas las mañanas nos sacaban a la calle a dar vueltas —comenzaba Lobo distraídamente—. Con un frío de la chingada —tosía y golpeaba la mesa con su vaso—, porque recuerdo que cuando regresábamos y me olvidaba del maquinof, toda la semana era una tortura, compadre. A las seis de la mañana hacía un frío de diez mil demonios y yo me decía “Wama no tiene frío”, “Wama no tiene frío”. Y ahí me iba convenciendo de que si Wama no tenía frío y andaba desnudo, pues a mí tampoco me iba a dar frío ¿verdad? Y me la soplaba tranquilo… —Reía exuberante antes de llenar de nueva cuenta el vaso con Habanero Berreteaga, y proseguía—. Había cuates que marchaban descalzos. ¿Se imaginan el piso cómo estaba? Una vez le pregunté a uno: Oye, ¿qué se siente descalzo? Pues cosquillitas, dijo el muy desgraciado. Y al día siguiente que me salgo descalzo, compadre. ¿Y los zapatos? Pues no tengo. ¿Cómo que no tienes? No, pues no tengo, profesor… ¡Hijos, compadre! Casi tuvieron que amputarme las patas, deveras, las tenía entumidas completamente —y reía, devastador y desdeñoso.

      Nos retenía a jalones, asustado del hastío de la vida cerrándose sobre nosotros. A la tercera botella lo habitaba la nostalgia.

      —No me acuerdo con qué frecuencia nos daban una cosa que se llamaba Pre. Nunca supimos por qué se llamaba así ¿verdad? Pero nos hacían firmar unas nóminas por dieciocho, por veinticinco pesos, y nos daban cinco ¿no?

      Conjuraba el silencio con recuerdos, de otra manera caía en una bovina estupefacción. Se mantenía así, hablando y bebiendo incesantemente. Y cuando la danzonera desataba sus ritmos calientes y las ficheras ronroneaban invitándonos a la pista, desaparecían la angustia y el abatimiento. Siempre las mujeres, las nalgas y los senos de las mujeres nos inspiraban una alegría diabólica…

      Una vez recibimos un Pre de quince pesos. Era el diez de mayo y se trataba de que compráramos un regalo para nuestras mamás.

      —Voy a darle el dinero a mi tía —le dije a Lobo.

      —Yo voy a comprar una caja de chocolates —sentenció.

      Y compró una caja de cuatro pesos.

      El dinero sobrante lo cambió por moneditas y lo arrojó a la alberca… Siempre elegía entre el ascetismo y el juego, y jugar para él, era una especie de renuncia. Renunciaba a la tranquilidad, a la seguridad, a sus recuerdos… La alberca se convertía en una extraña alcancía… Pero de pronto necesitaba veinte centavos para una tarjeta conmemorativa. ¿Cómo entregar la caja así, sin mensajes ni aspavientos conmovedores?

      En esto apareció otro niño.

      —Véndeme unos chocolates ¿no?

      —Bueno, te vendo dos a diez centavos cada uno, porque necesito comprar una tarjeta…

      —No —reclamó el otro—, a quinto, no seas desgraciado…

      —Bueno, ya vas.

      Abrió la caja y le vendió cuatro chocolates.

      Las tarjetas las imprimían los muchachos de sexto año, allí mismo, en el taller de imprenta. De un reducido muestrario eligió una dominada por un ramo de flores. Invocó musas casquivanas hasta dar con un pensamiento retorcido cuya belleza y sinceridad le parecieron sospechosamente extraterrestres…

      Un


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