Compadre Lobo. [Gustavo Sainz

Compadre Lobo - [Gustavo Sainz


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las elevaciones… —susurró Lobo, mirándome desesperado—. ¿Cuáles serán las elevaciones? —y como estábamos en Geografía exclamó—: Rotación y traslación —seguro de sí mismo, casi orgulloso.

      —Usted está perdido —rubricó la maestra, oscilando su rostro con incredulidad.

      Jadeábamos de risa, una risa desenfrenada, desconocida, encarnizada, lúcida, espontánea.

      Amparo Carmen Teresa Yolanda luchaba por destacar en esa clase. Decían:

      —Los que se aprendan los ríos de la República se salen…

      Los leía dos veces y levantaba la mano.

      —¿Qué?

      —Ya me los sé.

      —No estés molestando…

      —Ya me los sé, maestra.

      —A ver, dímelos…

      —Usumacinta, Lerma, Pánuco, Balsas, Grijalva, Chiquihuite, Cebollas, Tepehuanes, Coneto, Nazas, Cuencame, Sardinas, Nogales… —fascinada por las palabras arbitrarias, por los sonidos majestuosos, en el límite de una dicha intolerable, pueril, alocada.

      En aritmética, Lobo no sabía dividir y restaba y multiplicaba sin ton ni son. Pero descubrió que la maestra no revisaba los resultados, que se conformaba con recibirlos. Entonces lo único que hacía era llenar su hoja de números: siete por ocho treinta y cuatro entre tres a seis y sacas cuatro, pones tres, cero y llevamos uno…

      —Ya terminé, maestra.

      —Salte.

      Entregábamos los trabajos y salíamos juntos. Tras esas tensiones la soledad del patio de cemento nos hacía reír…

      Amparo Carmen Teresa Yolanda era muy torpe o muy tímida para jugar. Subía a los árboles, a unas ramas donde nadie subía, ni aun los muchachos más infernales. Tenía tarjeta roja y nos prestaba revistas de historietas y libros de aventuras que leíamos bajo las cobijas, en el dormitorio. Los recibía por debajo del portón, al final del patio, de un muchacho a quien nunca vio ni vimos nosotros, aunque Lobo simulaba encontrárselo algunos fines de semana y volvía con noticias sobre su corpulencia o el color de sus ojos. Ella lo conoció siempre como una voz. Al principio una voz que anunciaba merengues y otras golosinas.

      Lo llamaba a través de la puerta.

      —Oiga, páseme merengues, señor.

      Lo insólito de estas situaciones era su suerte. Se fascinaba.

      —¿Traes historietas?

      Deslizaba dinero por debajo de la puerta y recibía dulces aplastados como tortillas.

      —¿Viene mañana?

      —Sí —respondía el merenguero.

      Siempre le contaba historias maravillosas y preguntaba cada vez con mayor pasión:

      —¿Cuándo sales?

      Sus proposiciones chocaban con la puerta.

      —Quiero invitarte a pasear. Quiero ser tu novio…

      —Eso no puedo —decía ella, con serenidad—. No, eso no puedo. Pero vamos a conversar. Hasta que me muera vamos a conversar por esta puerta…

      Para entonces ya tenía fama de loca. Los compañeros secreteaban que hablaba sola. Y es que a veces se acercaban a la puerta y la oían decir cosas que ella inventaba para que no sospecharan la existencia del merenguero. Entonces la acusaban con los prefectos y la tachaban de trastorna y desorbitada. Le escribían a su madrastra, la mandaban llamar…

      Es extraordinario el poder que tienen los adultos para ensombrecer la vida por todos lados, la facilidad con que pueden ser envidiosos y mezquinos, obtusos e intolerantes…

      A través de la cerradura de la puerta infranqueable, el merenguero le hablaba suavemente. Le contaba películas, le describía las ferias y los circos… Ella ofrecía las mejillas, no los oídos… Las operaciones más sencillas y hermosas de la vida exigen que nos acerquemos al misterio. Y ese aliento que recorría su rostro infantil era misterioso. ¿Cómo es que rozaba los límites de la razón y la llevaba tan lejos, hasta el borde mismo del amor y la violencia carnal? Creía haber esperado ese aliento desde siempre, lo reconocía… Por unos momentos esa zona del patio se poblaba de figuras amables, el universo era legible… Como si hubiera música, una música que traspasaba su corazón y lo llenaba de indecible alegría, de una exaltación y desesperación infinitas…

      La encontrábamos para cambiar revistas.

      —Vi al merenguero —decía Lobo—. Pobre niño, le falta un remo —insidioso y calculador—. Camina como pato…

      —¿Deveras? —preguntaba en voz baja, mirándonos con dolor y asombro cada vez más intensos…

      Pretendíamos dejarla sin recursos, sin ninguna clase de apoyo, abandonada en una incoherencia sin fin en la que sólo el diablo podría guiarla…

      En su corta vida se acumulaban los sinsabores, los terrores, las vacilaciones…

      Cada vez que regresaba a su casa se enfrentaba enloquecida de incomprensión y rabia con un nuevo hermanito. Mareada por el exceso de voces y bultos humanos, acechaba el momento de encontrarlo a solas, y desde la orilla de la cuna donde dormía abotagado y quieto, lo vigilaba con un ansia criminal que le nacía en mitad del pecho… Tardaba en decidirse porque un olor agridulce de talco y orines, enrarecido por el calor que ascendía desde el piso, la exasperaba, distrayéndola, pero cobraba valor invocando al diablo y le apretaba las naricitas hasta ver el rostro rubicundo y rosado congestionarse, ahora azul, volviendo la vista hacia otra parte y apretando, apretando, apretando, apretando… ¡Le molestaban tanto los bebés! Era la séptima de nueve niñas y vivía con su madrastra y con cinco hermanas. Debían ser más, pero algunas habían muerto… Y ella no era tan ajena…

      Una vez cargó al nuevo bebé en la espalda sujetándolo con un rebozo, como hacen las indias, y se puso a trapear la recámara de su madrastra. La cama era de latón, muy alta, y ella la cruzaba por abajo sin dificultad. Se olvidó del niño y de pronto se atoró, jaloneó hacia delante y oyó un ruido de castaña asándose que se revienta. El bebé resoplaba como una locomotora, cada vez menos encantador. Lo acostó en la cuna cubriéndole el golpe con la capucha de su chambrita, mirándolo de hito en hito. Nunca supo si sonrió o se quejaba. Se escondió en el sótano disfrazándose de pieza de vitrina, satisfecha de ser tan flaca y desalmada…

      Amparo Carmen Teresa Yolanda tenía los brazos muy delgados y sus hermanas la obligaban a hundirlos en los frascos de cajeta. No podían sacarla de otro modo: no era posible voltear los frascos y no dejaban cucharas a su alcance. La crucificaban con los brazos embarrados de dulce y la lamían todas, hasta el gato, chupaban y chupaban, y a ella le gustaba. No podía servir para otra cosa ni sabía qué deseaba. Volvía sus enormes ojos hacia los brazos y veía las lengüitas ávidas, las lenguas rojas, obscenas. Eran sus hermanas infinitamente pícaras y abusivas, sonriendo felices e hipócritas, relamiéndose como cachorros. ¿Como cachorros? Entonces ella debía ser como una perra… Le intrigaba sentirse bien.

      Las despertaban a las cinco de la mañana. Se paraban muy firmes a un lado de las camas y cuando su madrastra asomaba gritaban al unísono:

      —¡Viva Jesús!

      Leían la Biblia a la hora de la comida y a ella le encantaban las batallas y las venganzas…

      Los domingos las llevaban a misa de seis. La iglesia tenía tres altares y cuando el padre terminaba los ritos en uno, entraba otro sacerdote y empezaba en otro. Su madrastra se emocionaba y permanecía allí hasta la una o dos de la tarde, arrobada en éxtasis místico, y ellas enloquecían de hambre, pues las llevaban sin desayunar. De una misa se colgaban a otra y a otra y a otra y Amparo Carmen Teresa Yolanda acabó por llevar revistas. Nada más se hincaba en el momento de la consagración y cuando comulgaba. Todo el demás tiempo:

      —Dios mío, perdóname…


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