Compadre Lobo. [Gustavo Sainz

Compadre Lobo - [Gustavo Sainz


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faroles de papel para celebrar la boda religiosa de unos tíos de Lobo y nuestra primera comunión. Sirvieron chocolate y pastel para todos los niños. Y como también se festejaban los quince años de la hermana del Ganso, con la comida llegó un escandaloso equipo de sonido. La abuela de las doscientas enaguas corría cargando cartones de cerveza o platones con sopes, y quien menos llevaba dos o tres botellas de ron o de tequila.

      —Órale, pinche compadrito —afirmaba el Ganso—, te voy a poner un cartón para ti solito…

      —Cómo vas a poner un cartón, buey, y los invitados que se chupen el dedo ¿no?

      Destapaba botellas con los dientes, olisqueándolas como si se tratara de vinos finos y ofreciéndolas en consagración.

      —Ésta es para mis padrinos —brindaba, porque habíamos hecho nuestra primera comunión—. Aquí están mis pinches padrinitos —alborotado. Y si alguien se atrevía a protestar o a agredir—, no —gritaba—, con mis pinches padrinitos no se metan, que nadie se meta —quitándose el cinturón y descargando cinturonazos feroces.

      Por la tarde fuimos por Amparo Carmen Teresa Yolanda, ojerosa y alarmada, y al llegar la orillamos a bailar mambo, Lobo, ella y yo entre las filas de los adultos, sin perder el paso.

      Yo soy el ruletero, que sí, señor, el ruletero.

      Yo soy el chafirete, que sí, señor, el chafirete…

      —¿No será pecado? —sonreía Amparo Carmen Teresa Yolanda—. Acaban de hacer su primera comunión…

      —Pues luego nos confesamos…

      —Que venga el mambo…

      Yo soy el matalacachimba, que sí, señor,

      el matalacachimba.

      Yo soy el icuiricui, que sí, señor,

      el icuiricui.

      El Ganso estaba derrumbado junto a los lavaderos.

      —¿Por qué te pones estas borracheras tan horribles? —inquirió Amparo Carmen Teresa Yolanda.

      Guardó silencio un buen rato, zumbando como una calculadora antes de dar un resultado complicado.

      —Pues por equis causa, manita…

      Volvía la música y regresábamos a bailotear.

      Caba-lló negro, tú tie-nes la co-la blanca,

      tú tienes la co, la co-la…

      Se acercó la abuela de las doscientas enaguas y fulminó con su mirada ultracáustica el cuerpecito de Amparo Carmen Teresa Yolanda.

      —Óyeme, hijo —le gritó a Lobo—, ¿y a esta puta quién la invitó?

      —No, abuelita, es mi amiga, es una vecina…

      —Pues me vale una chingada, pero me la sacas de aquí…

      Detuvo el tocadiscos.

      —La señora es muy grosera —gruñía alguien.

      —Es muy inconsciente…

      —Pues ya nos vamos todos…

      —Pues como quieran, pero esa pinche vieja se me va de aquí.

      Amparo Carmen Teresa Yolanda corrió, corrió desesperadamente, asustada del episodio, del escándalo que seguiría al episodio, sin saber que su miedo no era más que la proyección de un miedo que se remontaba días, semanas atrás. El ruido y el odio, el desprecio, la vergüenza y la incomprensión estaban atrás, no delante de ella. Por eso corría y corría, furiosa, persiguiendo un verdadero vértigo.

      Siempre había niños lavando coches en esa calle, y en el Chivo Encantado bullicio de canciones y risas estridentes de docenas de choferes y amigos de los choferes que bebían cervezas. Había también una sinfonola, y cuando la abuela de las doscientas enaguas veía que alguien iba a ponerle una moneda, se acercaba retadora y autoritaria.

      —A ver, ¿a cuál le vas a echar?

      —Pues no sé…

      —Échale al veinte, o al treinta y cuatro, y si no, pues mejor ni le eches porque te la desconecto…

      Y si veía que algunos clientes empezaban a alzar la voz, iba y les recogía las cervezas.

      —¡A la chingada, cabrones! Aquí no es cantina…

      —No, señora, espérese, mire…

      —Se me van todos inmediatamente, pero ya, no quiero hablar más.

      —Pero, señora, es que…

      —Yo con pinches borrachos no trato. ¡No hay más cervezas! ¿Entendido? Aquí no es cantina…

      Los sacaba a empujones y malos tratos. Y si había algún taxista respondón, ya fuera por altanería o por borrachera, entonces intervenía Lobo.

      —¿Qué te traes? —reclamaba ensombreciendo la voz.

      —No, pues salte —retaba el tipo y desenvainaba un desarmador.

      —Pues ya vas —respondía Lobo y tomaba la tranca.

      A su alrededor crecía un mundo de murmullos: la calle hervía y allí estaba Lobo con una tranca de casi dos metros de largo y la expresión más feroz que podía conseguir… Titubeos, oscilaciones, incertidumbres… Los contendientes medían cada uno la fuerza del otro, acercándose y retirándose. Pero salía la abuela de las doscientas enaguas azuzándolos con una tea casi mitológica.

      —A ver, pinches mugrosos, ¿cómo creen que se van a pelear con mi nieto? Ni que fuera igual a ustedes, pinches rateros…

      Y dispersaba a la muchedumbre.

      —¿Soy o me parezco? Qué ¿tengo monos en la cara?

      Luego nos invitaba a entrar, lánguidos y despeinados.

      —Órale, raza, échense unos taquitos de sopa ¿eh?

      Pero nos gustaban más las mendozas. Ella misma se encargaba de ponerles carne en medio y doblarlas, condimentadas con cebolla, ajo y perejil.

      —¿Le ayudamos con los doblajes? —proponía la prima del novio de mi cuñada.

      Movíamos también las cajas de refrescos, separando las botellas vacías de las llenas.

      —La Superior hasta arriba —dirigía la abuela de las doscientas enaguas—, y luego la Corona, sí. La Manzanita déjenla porque viene hasta pasado mañana —arrugaba la nariz, olisqueándonos, y regañaba—: Ya anduvieron con las pestilencias, desgraciados, me las van a pagar, van a acordarse de mí…

      Una noche las muchachas del Java se presentaron a exigir un pago pendiente. Cruzaban una y otra vez, frente al Chivo, en busca de cualquiera de los amigos.

      —Por ahí andan las pestilencias, hijos —advertía la abuela de las doscientas enaguas, un poco por avisar, un poco en son de reproche—. Miren nada más, párense un ratito allí afuera para que vean cómo dejan el jedor…

      Amparo Carmen Teresa Yolanda empezaba a salir con Lobo, en parte mujer, en parte niña. Era esmirriada como un zancudo, pálida como sólo se puede ser en la adolescencia, pero de negro y entristecido mirar.

      Invadía nuestros aquelarres.

      —¿No han visto a Lobo?

      —¿A quién?

      —A Lobo.

      —No, a ese buey ni lo conocemos…

      —¿Se enojaron con él?

      —Sí, con esos tipos no hacemos ronda…

      —Con pendejos ni a bañarse —gritaba el que bebía como campeón, desde lejos.

      —Pero por qué, ¿qué les hizo?

      —No,


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