Compadre Lobo. [Gustavo Sainz

Compadre Lobo - [Gustavo Sainz


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convertían en los deseos de una puta…

      —¡Eres una puta!

      Y como era una puta, podía contaminar la pureza de sus hermanas, criadas religiosamente, y su madrastra la confinó a vivir en el cuarto de la azotea.

      Amparo Carmen Teresa Yolanda descubrió que ese accidente la había convertido en otra persona, que esa persona era un monstruo, y que hiciese lo que hiciese en su vida, en adelante le estaría prohibido olvidar este episodio. Las acusaciones de los demás habían penetrado hasta las profundidades de su corazón y dejado un residuo permanente de angustia, una parte de ella que era distinta de ella misma.

      Yo alquilaba una bicicleta liviana y pedaleaba a menudo hasta su casa. Si no me recibía, deambulaba sin rumbo fijo. La luz del poniente y las primeras sombras del atardecer me abrumaban de melancolía, y no atinaba con más solución que pedalear hasta cansarme. Convertía en mi esposa a cada muchacha en la que se detenían mis ojos. Tenía una enorme necesidad de enamorarme. Estaba hecho de risas pueriles, de agotamientos precoces, de vagidos de alegría y asombros inaprehensibles. Así me entregaba a la noche y a los golpes de la suerte. Pero con todo mi corazón, con toda la energía que podía reunir, quería enamorarme, quería estar desnudo, quería acariciar y ser acariciado. Y me atormentaba la idea de que amar era renunciar porque no quería renunciar.

      A Amparo Carmen Teresa Yolanda la encerraban con llave.

      —¡No estoy loca! —gritaba.

      Ni sus hermanas ni su madrastra le hablaban nunca, como no fuera para insultarla.

      —¡Eres una puta!

      Permanecía acurrucada en el miedo, pronta a sollozar, dolida de soportar la angustia de ser ella misma.

      Junto a su casa había un árbol que podía escalarse para acceder a la azotea. Amarraba la bicicleta y subía por allí, nudilleaba en su puerta y la oía acercarse. Le describía nuestras aventuras y ella guardaba tal silencio que parecía no estar allí y yo terminaba totalmente idiota, creyendo hablar solo, como un loco benigno.

      —Lo malo de la vida es que de cien mujeres tienes que escoger una y vivir con la nostalgia de las otras noventa y nueve…

      La puerta brindaba una ilusión de proximidad. Sospechar la respiración de Amparo Carmen Teresa Yolanda era excusa suficiente para padecer la frialdad, la estupidez, la vastedad, la crueldad de esa puerta. Pero pasada la primera ilusión de compañía la puerta también nos revelaba nuevas facetas de nuestro aislamiento.

      Cada fin de semana me enviaban al mercado y me tocaba hacer fila en una tortillería confundido entre sirvientas y niños pequeños. De aquella tienda tiznada y caliente surgía una especie de radiación de vaho infernal, de calor ruidoso y destructor. Oían radionovelas de Mimí Bequelani o Félix B. Caignet: dramas sentimentales con secretarias que se enamoraban de señores feudales para procrear hijos atípicos, o madres que perdían a sus hijos para encontrarlos cuarenta años después, reconociéndolos en aquellos que las estafaban o vejaban…

      Yo no sabía aún que Amparo Carmen Teresa Yolanda escaparía cada noche a bailar, que ganaría frascos de vaselina, pares de medias y adornitos en concursos de baile, ni que su madrastra iba a esperarla una noche con unas tijeras, que discutirían y lucharía con ella, ni que finalmente sería dominada y tusada; ni que luego iba a raparse y a mantenerse encerrada durante meses, hasta que el pelo volviera a crecerle; ni que volvería a las andadas pese a nuevas y más filosas amenazas.

      —Vas a ver, desgraciada, te voy a hacer lo mismo, ya sabes, nada más me colmas el plato, pero yo te voy a quitar esa maldita maña de irte a bailar…

      Ni que habría otra lucha, ni que Amparo Carmen Teresa Yolanda dominaría a su madrastra, montaría en ella quitándole las tijeras y sonriendo sardónica; ni que desde entonces sería independiente y se sentiría más segura de sí.

      No sabíamos, pero ya sospechaba que mi historia, y mucho más las historias de quienes me rodeaban, eran infinitamente más impresionantes y más desgarradoras que aquellas que pasaban por el radio, y bailando en mi lugar dentro de la fila, como un fauno, agobiado por las bocanadas de aire caliente de la tortillería, empezaba a decirme:

      —Seré escritor. Algún día llegaré a escribir todo esto que veo y hablarán de mí como ahora exaltan a Félix B. Caignet, y mi padre, y Lobo, y Amparo Carmen Teresa Yolanda, y las ficheras de los cabarets y los amigos de la calle hablarán a través de mí y la gente nos escuchará…

      Sólo quedaba esperar que alguna vez mi lenguaje estallara a fuerza de irlo depurando, de irlo despojando poco a poco de todos sus delirios; poblándolo de un vago horror cortésmente refrenado, aguzando sin cesar sus aristas hasta darle un filo de bisturí…

      Conocí a Lobo en pleno fragor infantil.

      —Cuando me fue a entregar mi mamá por primera vez —contaba él, nostálgico y con una expresión de implacable franqueza en su rostro velludo y brillante—, la noche que me dio su bendición, y se hincó y me hizo hincar a mí… ¡Híjole, compadre! Y que Dios te cuide y que esto y esto otro… Hagan de cuenta que iba a la guerra. Lloraba muchísimo y me abrazaba y quién sabe qué… En la escuela la recibió el director y le dijo pues ahora sí, señora, su hijo ya no es su hijo… Mi madre aulló. Y yo estaba muy tranquilo, deveras, ni lloré ni nada, y veía a los otros cuates que los llevaban arrastrando como cochinos, así, al matadero, y se agarraban desesperadamente de los barrotes. Y decía está bien ¿no? ¿Cuál es el problema? Lo que quería era probarme el uniforme, jalarles las trenzas a las niñas, subirles la falda, tirarlas en la alberca. Me dijeron eres del primer pelotón, de la primera sección de la tercera compañía; tu cama está en el dormitorio Guanajuato, aquí vas a dormir y mañana ya sabrás qué… Era un dormitorio muy largo, dividido en brigadas de once camas cada una. A las seis de la mañana tocaban diana y entraba un prefecto que golpeaba con una regla las orillas de las camas…

      —¡Arriba, haraganes! ¡Vamos! ¡Arriba! Y a tender su cama todos.

      Entonces nos vimos las caras. Se disipaban las voces carnales de la noche. Estábamos en el mismo grupo, en la misma sección, y dormíamos en camas colindantes. Lobo era el 420 y yo, el 421. En esa época lloraba todas las noches y Lobo, intrigado, me interrogaba con los mismos ojos feroces con que captaba el mundo.

      Mi tía me había arrastrado hasta la escuela y dos veces había logrado zafármele y correr hasta la casa. Me peinaban con jugo de limón y apenas se descuidaban revolvía mis cabellos, desarreglándome. Por la mañana el radio transmitía un programa terrorífico a cuyo ritmo había que lavarse, vestirse, desayunar y ordenar los útiles escolares…

      Una vez entré en la recámara de mi padre y vi una mujer en la cama. Una incitante aparición, allí en la cama, y yo, con la imaginación encendida, observando, fingiendo que buscaba algo… Mi padre trabajaba como chofer en la línea de camiones Lomas Chapultepec y había salido. Intuía golosamente que la mujer estaba desnuda bajo las cobijas y me acerqué: el empujón de la libido y la sangre en el rostro y a la mejor el pitito de seis años estremecido al levantar la colcha despacio, despacio, muy nervioso… Entre sueños ella dio un manotazo, cubriéndose cuando apenas había logrado verla. Dije: se me cayó un botón de la camisa, lo ando buscando… Sí, claro, un botón al encontrar el umbral del misterio, la revelación del umbral. Me engarruñé debajo de la cama aunque mi imaginación quedaba arriba. ¡Me arranqué un botón! Para muestra basta un botón… Mi cuerpo allí, anonadado por la presencia turbadora de lo erótico, transpirando debajo de la cama, junto a la bacinica y las pantuflas, en la sombra, en ese pequeño abismo doméstico…

      Le hablaba a Lobo de estas cosas para explicar mis sollozos nocturnos. ¿Cómo justificar mis lágrimas infantiles que desde el fondo de la noche, todas las noches, murmuraban angustiosamente que en ese mundo yo era un extranjero, un extranjero que estaba solo en la noche animal…?

      Cara a cara: su pequeño rostro de garbanzo transformándose repentinamente en una mueca frenética.

      —¡Chilletas! —espetaba, feliz de su ferocidad.

      Mi


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