Compadre Lobo. [Gustavo Sainz

Compadre Lobo - [Gustavo Sainz


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tarjeta.

      —Ándale, buey, si esto está retebonito —y se la guardó, inquisitivo y prepotente—. Se la voy a llevar a mi mamá.

      Lobo quedó perplejo, con la caja de chocolates empezada y sin tarjeta.

      —Voy a tener que vender otros cuatro —reflexionó, levantándose bruscamente. No se sentía desilusionado, realmente no… Abrió la caja y empezó a gritar al mismo tiempo que deambulaba por los patios de la escuela—: Chocolates, chocolates, chocolates…

      Muy pronto los vendió todos.

      —Ahora ya no me alcanza para nada —se dijo—. Ni modo que lleve la pura tarjeta ¿no?

      Arrojó las monedas en la alberca. Había dudado entre comprar un refresco o chicles, pero decidió echar todo en la alberca, incluso la caja. No había cólera ni alienación en ese gesto, sólo se trataba de rechazar sus propiedades. Y las monedas se hundían con chasquidos eróticos, provocando ondas que se esfumaban rápidamente como anuncio de quién sabe qué victorias…

      Su mamá lo esperaba en la puerta de la escuela.

      —¿No les dieron el Pre?

      —No nos dieron nada.

      —Pero, ¿por qué? Si me habían dicho que les iban a dar…

      —Bueno, pues no me dieron. ¿Qué quieres que haga?

      Sus mentiras le provocaban placer.

      Con un cuchillo en la manita mugrosa de sudor torpe y con tufo de recién salido de la cueva, Lobito aparecía y eructaba al regresar de la azotea adonde aislaba a su hermano, arrojaba el arma rutilante sobre la mesa y se restregaba los ojos despojándolos de iras y velos nocturnos, arrugando el uniforme escolar, pringoso el hocico de mermelada… ¿Monaguillo de qué culto, portador de qué noticias, dueño de qué diabólico secreto?

      —Ni que fueran perros —gritaba su madre—. ¿Cómo es que le quieres dar una cuchillada? Si son hermanos… —Exuberante, abierta a su vez a la violencia.

      —Entonces me voy —gruñía Lobo, desdeñosísimo.

      —Pues no te puedes ir… Te vas mañana o te vas el lunes…

      La abuela de las doscientas enaguas lo sujetaba de un brazo; el tío, agente de tránsito, de otro; el tío carpintero, por atraparlo, le quitaba una bota, y los primos vestidos de mariachi bloqueaban la puerta sin dejar de comer tacos.

      —Pues ya me voy —perseveraba Lobo con una sonrisa plena de sorna.

      —No, mijito, mejor échese unas mendozas…

      Forcejeaba con todos y terminaba escapando…

      Dejaba atrás el letrero luminoso del Chivo Encantado, a la abuela de las doscientas enaguas y a toda su descendencia…

      Una noche, después de otra discusión similar salió sin zapatos. Vestía de gala y debía regresar al colegio con sus botas altas.

      —Así me voy —refunfuñó para sí mismo, escupió de lado y caminó marcialmente.

      —¿Y las botas? —reclamaron en la escuela.

      —No tengo botas… —provocador y deferencial.

      —Pues no entra aquí hasta que no tenga sus botas —cortante y nervioso, mostrando los dientes.

      Cuando regresó todavía estaba en el Chivo Encantado su padrino de bautizo. Lobo no lo sabía, pero buscaba un guía, un consuelo entre las sombras de la noche.

      —Ya llegó, mijo, órale, échese veinticinco mendozas —torciendo la cara al descubrirlo descalzo.

      —No, padrino, nada más dieciocho…

      —¿Deveras?

      —No, pues cómo cree, padrino, quién cree que soy o qué, deme nada más dos y a ver si puedo…

      —Eran unos quesadillones así —nos contaba, abriendo los brazos como si abarcara unas nalgas descomunales—. Debían pesar como tres kilos —ligeramente azorado, asintiendo con entusiasmo.

      La abuela de las doscientas enaguas tenía un ejército de nietos. La madre de Lobo era la menor de dieciocho hijas y él era el último de siete hermanos. Así como la séptima hija está destinada a convertirse en hechicera nocturna, el séptimo hijo varón siempre es un hombre lobo.

      Y él lo sabía…

      Todos los sábados y domingos gran parte de la familia se reunía para sablear, reír y comer en El Chivo Encantado. Un rollizo sobrino requinteaba una vihuelita durante más de una hora y después tosía bruscamente y con voz chillona y alta se ponía a cantar sones veracruzanos: otro hablaba de sus hijos tuberculosos y de su ahijada que estudiaba inglés en una escuela de la calle Donceles… El gran viento nocturno los empujaba a ellos y lo que eran a las habitaciones llenas de humo y de grasa…

      Había guajolotes desplumados al lado de cerdos degollados, cervezas y refrescos de todas marcas. Se abría la puerta de vidrios de colores y entraba un primo con un violín bajo el brazo olisqueando estúpidamente a su parentela. Irrumpía una comadre para contar que su vecina había envenenado a dos niños con sopa enlatada. Llegaba otro con vihuela y otro con guitarrón y entre mendoza y mendoza se ponían a entonar los instrumentos. Tardaban como dos horas en acoplarse…

      Ay, ay, ay, ay, ay, cuánto me gustan las olas.

      Ay, ay, ay, ay, ay, las solas no las casadas.

      ¡Cuánto me gustan las olas!

      Y Lobito estaba allí, ardiendo, rogando con toda la pasión y la lucidez malvada que podía reunir, que la vida se desatara, se desanudara, se desnudara… Quería afirmarse en este mundo: alcohol, toda clase de excesos, éxtasis… Iniciar una avasalladora búsqueda de lo verdadero, desenmascarar a sus enemigos, transgredir todas las prohibiciones…

      —A ver… Dame el tono, Jesús María…

      Ay, ay, ay, ay, ay, las olas de la laguna…

      Ay, ay, ay, ay, ay, cómo vienen, cómo van…

      ¡Las olas de la laguna!

      —Súbele tantito, tantito…

      Llegaba el del guitarrón. Marcaba todos los tiempos y metía el orden.

      —Anda usted muy alto, compadre.

      —No la amuele, compadre.

      De tierras abajo vengo de rezar una novena…

      Ahora que vengo santito ven y abrázame, morena…

      —Échate un solito, Refugio…

      Todos tenían nombres de mujer: Guadalupe, Eduviges, Rosario, Inés, José María.

      —No le agarro el tono, compadre.

      —Pues bájele…

      Yo soy un gavilancillo que ando por aquí perdido…

      A ver si puedo agarrar a una pollita en el nido…

      Llegaba otra guitarra y se sumaba al desorden.

      La mayoría de las canciones eran risibles. Lobo intuía que los lenguajes que hipnotizan, las amenazas, la violencia, el poder, pertenecen al silencio…

      Lo que esperaba de la vida no era expresable en palabras, pero los gritos agudos y desgarradores de los mariachis le estimulaban un ánimo salvaje… Se reunían más de veinticinco. ¡Parecían un mariachi sinfónico!

      Y nunca se sabían los nombres de las canciones.

      —¿Se acuerda usted de aquella…?

      Cuándo me traes a mi negra que la quiero ver aquí

      con su rebozo de seda que le traje de Tepic…

      —Túpele,


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