Compadre Lobo. [Gustavo Sainz

Compadre Lobo - [Gustavo Sainz


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los vestidores ¿no?

      —Íbamos con él y conseguíamos buenos lugares.

      —Va a boxear la Marrana —corríamos completamente excitados y felices, tocando de puerta en puerta por toda la colonia—, vamos a ver a la Marrana…

      Pero siempre perdía.

      —¿Qué pasó, Marrana? Te noquearon…

      —Es que traía el anillo puesto…

      —¿Y eso qué?

      —A ver, ponte el anillo —lo insertaba en uno de los dedos de Lobo y sin soltarle la mano explicaba—, fíjate, luego viene la venda, pás, pás —y le envolvía los dedos apretándolos ferozmente.

      Lobo gritaba.

      —¿Cómo creen que iba a poder? —seguía la Marrana entre derrotado y satisfecho—. Si traía el anillo puesto…

      —¿Y a poco no te dabas cuenta cuando te vendaban? —increpaba Lobito sobándose la mano.

      Cada adulto era extraño a nuestro universo, pertenecía a otro mundo de comidas formales, responsabilidades y conversaciones oscuras que los encerraban en su particularidad y los dejaban en la ignorancia de todo lo demás…

      —¿Qué pasó, Marrana? Volvieron a noquearte…

      —No, manito, es que estos zapatos se resbalan un chingo…

      Siempre tenía una excusa.

      —¿No quieren ser boxeadores?

      Entrábamos con él en los vestidores. Nos aventaban las toallas o nos ponían las conchas en la cabeza.

      —Sí, cómo no, sí, nos gustaría realmente…

      —Pues órale, súbanse al ring.

      Cada guante era del tamaño de nuestro tórax. Pesaban tanto que no podíamos ni alzar las manos.

      —A ver, tú, déjate, ponte en guardia…

      Era la época de Luis Castillo, el Acorazado de Bolsillo, del Canelo Urbina, de Fili Nava, de Manuel Ojeda, de Memo Díez, del Ratón Macías. A veces los boxeadores subían al ring borrachos de pulque, o había luchas de mujeres, o de parejas, en relevos, un hombre y una mujer contra otro hombre y otra mujer. Empezaba la televisión y comenzaban a hacerse populares el Santo y Gori Guerrero, el Cavernario Galindo y el Murciélago Velázquez. Cuando lanzaban a un luchador fuera del ring la gente lo pateaba, lo escupía, lo mordía, verdaderamente molesta y delirante. No podíamos faltar.

      —¿Nos llevas a las luchas, Marrana?

      Tomábamos la casa del Ratón Vaquero como cuartel general, porque era el único que vivía en casa propia, en una privada allí mismo, en Santa Julia. Su mamá siempre confundía a Lobo con uno de sus hijos. Había tenido nueve, así que cualquier niño que entraba pensaba que era uno de ellos. Y Lobo entraba y salía sin pedir permiso, se quedaba a dormir, y ella con frecuencia lo secuestraba, atrapándolo con sus manos crispadas, casi eléctricas.

      —Lobo ¿tú crees? Estos cabrones me quieren matar porque ya no les sirvo para nada, ya los mantuve, ya les di mi juventud… —y de pronto, con violencia y hacia algún lugar en la penumbra de la casa—, tú, ¿qué cosa estás oyendo? —Era la Marrana que andaba por allí, tonto de alcohol y marihuana—, lárgate cabrón, desgraciado, qué haces ahí, parando la oreja a ver qué oyes, lárgate de aquí…

      Lobo se afligía y no sabía si llamarla madrina, tía, mamá, vecina, señora o comadre.

      —Cálmese, no se enoje, no se pelee, no se enoje…

      —¿Cómo diablos no? Si acabo de agarrar a patadas al cabrón…

      En lugar de evitarlos ella profundizaba en sus problemas. Olía a alcohol y tartamudeaba al hablar. Sus ojos parecían darse vuelta.

      —Y te lo digo, Lobito —se apoyaba en sus hombros como si fuera un bastón—, si un día amanezco muerta les doy a ti y a tu abuela todas las facultades para que me hagan la autopsia, y si estoy envenenada meten a la cárcel a todos mis hijos, aunque sean tus amigos, porque ellos son los que me quieren envenenar…

      —Pero ¿cómo cree que vamos a meter en la cárcel a todos sus hijos?

      —Chingan a todos, a todos, pero a todos…

      Quería mucho a Lobo y pensaba que era el único que no la traicionaría, hasta que una noche, invadido de odio por necesidad, él le gritó cosas desde la calle. Lo habíamos provocado.

      —¿A que no les mientas la madre a los Vaquero? —propuso el Ganso con la nariz sucia de espuma de cerveza.

      —A que sí —empezó Lobo desde la oscuridad de su primera o segunda borrachera—. ¿Cómo chingados no? — tambaleándose y como aspirando a la incongruencia de un idiota, a la dicha de gemir por los otros, a un infierno ruidoso donde bailaría y reiría mientras derribaba todos los obstáculos… Tiró la reja de la entrada de la casa a patadas y mentadas de madre.

      —Va a salir la Marrana —dijo el Mapache.

      Pero no salió nadie. Sólo las persianas de la planta alta se movieron como si los hermanos del Ratón Vaquero o su madre vigilaran los acontecimientos.

      —Bueno —seguía Lobo, casi apoteótico—, pues ahora ya tiramos la puerta ¿no? Entonces vamos a cagarnos en la puerta…

      Y empezamos a desabrocharnos los pantalones, enloquecidos y turbulentos.

      El padre de Lobo hubiera logrado sacarnos de la demencia, pero había muerto en un accidente. Era maestro de escuela en la provincia, y el camión en que viajaba a México se desbarrancó en la carretera. La abuela de las doscientas enaguas lo evocaba con voz cavernosa.

      —¿Tú crees, Lobito? Todas las noches tenía que esperarlo en la madrugada para lavarle el cuchillo. Todas las noches regresaba con el cuchillo lleno de sangre…

      Su mamá se enojaba:

      —Yo le voy a decir quién es la malvada, ya me están dando ganas de recordarle cuántas veces la he ido a sacar de la Delegación…

      Porque la abuela de las doscientas enaguas se acercaba a los choferes que alzaban la voz después de la tercera o cuarta cerveza y les decía:

      —Ya no, pinche buey, porque luego te emborrachas, tiras todo y te vas sin pagar. No, ya no te vendo cervezas, vete a la cantina —decía—, aquí no es cantina…

      O le contaba a Lobo:

      —Hijo, no te imaginas… Me di una peleada con un cabrón que hasta corrió la sangre. Él con un machete y yo con el hacha…

      O agarraba la plancha y les daba con la plancha, con las tijeras o con lo que encontrara… La mamá de Lobo acabó volviéndose a casar con un empleado administrativo de la Primera Delegación de tantas veces que fue a rescatarla…

      —¿Qué tal, abuela? —llegaba Lobo irónico y complaciente—. ¿Nos echamos un tequilita?

      —Claro que sí, mijito, nos lo echamos, cómo chingados no…Nada más que no nos vea tu mamá…

      Lo abrazaba y le hundía la cara entre los enormes senos antediluvianos.

      Lobito cerraba los ojos. ¡No había escapatoria!

      —Hijo de mi vida, ¿no sabes que estuve a punto de regalar a tu mamá? Ya no podía con tantos hijos, y como era güerita, unos americanos querían llevársela a Estados Unidos…

      Lobo se preguntaba si él sería comerciable o no.

      —La escondí luego luego y le teñí las greñas…

      —Hubiera dejado que se la llevaran, así por lo menos hablaríamos inglés…

      —Cállate, hijo de mi vida, si eran unos desgraciados… ¡Sabría Dios en que idioma hablaban!

      Bebía una copa tras


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