Compadre Lobo. [Gustavo Sainz

Compadre Lobo - [Gustavo Sainz


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tías que lo querían y hermanos y primos a los que odiaba como sólo se puede odiar a un hermano…

      Negrita de mis pesares, ojos de papel volando,

      a todos diles que sí, pero no les digas cuándo…

      —¡No te rajes, Jalisco!

      Cuando el mundo reía de esa manera, Lobo no soportaba el saco de botones y galones dorados…

      Sudaba como un pecador…

      Los domingos por la noche permanecía en casa y una vez descubrió que su madre, después de lustrarle cuidadosamente las botitas escolares, las besaba con cierto arrobo. Era ridículo e insalubre, pero no trató de impedírselo. Franqueaba los límites, tenía algo de profanación, de rito secreto y de pecado…

      Algunas palabras se debatieron en su garganta, pero prefirió dar vuelta y retirarse…

      Su corazón reía con delirio, regocijado por despertar amor, vibrante de júbilo y poder…

      Marchaba la banda de guerra advirtiendo que era tiempo de pasar lista en los dormitorios. Ninguno de nosotros hubiera podido con un tambor, menos con una trompeta, así que íbamos atrás, siguiéndoles el paso, simulando tocar con apostura jubilosa. O nos quedábamos con Amparo Carmen Teresa Yolanda, en el fondo de la alberca cuando estaba seca… Soñábamos con quitarle el vestido y verla allí, crispada, descoyuntada de vergüenza, intolerablemente obscena… Oíamos el llamado de la tropa allá arriba… Lobo aspiraría el olor a piel desnuda de ese cuerpo y comenzaríamos de pie contra la pared de mosaico, en el advenimiento de la noche, abandonados a las violencias del frío y al placer dulzón de la carne; lentamente, abriéndonos a la oscuridad, sintiendo palpitar las estrellas en nuestras mejillas…

      ¡Cuánto crecía en mí, en ese momento, por mi evidente impotencia de poseerla! Estábamos indefensos bajo el cielo negro, sin recursos para soportar el orden de las cosas, abandonados al deseo de desnudeces imposibles…

      En El Chivo Encantado la abuela de las doscientas enaguas se irritaba:

      —¿Todavía andas con esa pinche zopilota?

      Lobo pretendía no hacerle caso. Se concentraba en nuestros planes, en lo que tendría de fiera y cruelmente dulce la desnudez de Amparo Carmen Teresa Yolanda.

      —Búscate una que esté güera —insistía la abuela—, una más bonita. No seas zoquete…

      Uno de los hermanos había ido con el chisme y Lobito no podía golpearlo, ya que era mayor y perdería. Buscó entonces un arma y dio con un cuchillo. Lo persiguió por las recámaras y lo obligó a subir a la azotea, desgreñado y feroz. Le quitó la escalera de mano por la que había accedido a esa altura y se sentó sobre ella.

      —Tienes que bajar, desgraciado, aquí te estoy esperando… —rugía con labios apretados.

      Una noche se presentó la madrastra de Amparo Carmen Teresa Yolanda en El Chivo Encantado.

      —¿Qué deseaba? —preguntó la abuela de las doscientas enaguas.

      —Quiero hablar con Lobo. ¿Es su nieto? —Todo en ella era falaz e irritante—. ¿No lo quiere llamar, por favor?

      Lobo apareció relamiéndose e introduciendo los dedos en los cabellos hirsutos y negros.

      —Dígame, señora…

      —Ven conmigo, niñito.

      Cruzaron hasta el otro lado de la calle ante la mirada atónita de la abuela.

      —Óyeme, Lobo, fíjate que no estoy dispuesta a que hables con mi hija, en la escuela o donde sea, no me importa pero no quiero que vuelvas a verla ni a cruzar palabra con ella. ¿Entendido?

      Los domingos pedía dinero en la iglesia y le hablaba con la voz que usaba para pedir.

      Ni una, pero ni una palabra más con ella. ¿De acuerdo?

      Lobito no quería problemas, elegiría otras amistades, pero al mismo tiempo cierta sexualidad lo reclamaba, ávida e insaciable.

      —¡Nunca más! ¿Entiendes? —La madrastra se agitaba cada vez peor. Parecía tener un cangrejo en la cabeza.

      —Sí, señora, claro, señora, lo que usted diga, señora…

      En El Chivo Encantado la abuela de las doscientas enaguas se remangaba la blusa. Había hecho a un lado el delantal y se había quitado los aretes…

      De pocas cosas tenía más miedo Lobo…

      —Compermiso, señora, no tenga usted cuidado, no se preocupe —sin quitar los ojos de la abuela, realmente asustado—, compermiso… —Y corrió hasta la tienda.

      —Oye, hijo —tronó la abuela—, ¿qué tanto te manotea esa pinche vieja, qué trae contigo?

      Lobo se restregaba contra su abuela como un gato. Si la azuzara, llorando, por ejemplo, la vería arremeter contra la mujer esa, golpearla y arrastrarla de los cabellos… Al final las arrastraba de los cabellos… De otra manera no quedaba conforme…

      En casa de Amparo Carmen Teresa Yolanda, el día que cumplía años, todos los invitados interrumpieron su conversación cuando entramos. La festejada se puso de pie y se acercó vacilante, con la dificultad y embarazo propios de haber tomado la iniciativa.

      —No los esperaba —balbuceó en tono casi inaudible, y un poco más alto y como exhibiendo su seguridad en público por primera vez—, no, pues este, no sé —desgarrada por la angustia, la esperanza, el temor y la orgullosa incertidumbre de sus quince años. Y dirigiéndose a mí en especial—: ¿No te parezco bonita?

      Su madrastra apareció y se precipitó hacia nosotros.

      —¿Quién los invitó? Me hacen el favor de irse inmediatamente.

      Al mismo tiempo un grupo de hombres jóvenes se acercaba.

      —Sí, ¿a ustedes quién los invitó?

      —Pues qué chingados les importa —respondió el Ganso, empujándolos.

      —Agárrense el pastel —gritó el Mapache.

      —¡Aguas con ese buey!

      Siguieron otros empellones y gritos destemplados.

      —¡Sálganse para afuera, hijos de la chingada!

      —Pues métanse para adentro, cabrones.

      Amparo Carmen Teresa Yolanda parecía ahogarse de furia. Sus hermanas intervenían con vestidos acampanados y peinados estrafalarios mezclándose entre unos y otros, evitando que aquello se convirtiera en una disputa violenta.

      —¡Váyanse por Dios! —rogaban—. Por favor, por lo que más quieran…

      Amparo Carmen Teresa Yolanda tuvo un gesto inesperado de zozobra y desesperación, y volviéndose, corrió escaleras arriba…

      Tomé del brazo a una de las hermanas.

      —Déjame —dijo, sofocando un sollozo ronco y al mismo tiempo esquivándome para que un cadete del Colegio Militar me empujara.

      Nos arrojaron a la calle brumosa y ultraterrena, donde el frío implacable, crudo y cruelmente penetrante se introducía entre la ropa calando los huesos. Lobo y el Ratón Vaquero fueron por piedras y las arrojamos contra la puerta, que era de lámina, produciendo un sonido ensordecedor. Salían los invitados más valientes y huíamos entre risas y palabras al amparo de esa noche cómplice, para atacarlos con mayor violencia apenas cerraban. Algo sutilmente privado de sentido se animaba cuando la noche se nos ofrecía de esa manera, disponible e interminable. El frío lastimaba como millares de agujas, y pese a eso, golpeando los pies ateridos contra el suelo, agitando los brazos endurecidos y soplándonos vigorosamente en los dedos para devolverles un poco de calor, arrojamos piedras y botes, golpeamos con palos y a patadas la puerta cada vez más endeble, y corrimos siempre que salían los cadetes, primos y amigos de ellas cada vez más enardecidos y desconcertados.


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