Todo lo que vale. Tim Gautreaux

Todo lo que vale - Tim  Gautreaux


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madera se había partido y hundido en menos de un minuto desde la colisión, lo mismo que le había dicho el capitán McNabb en la residencia. Escuchó a Malcolm hasta que al anciano empezó a entrarle sueño por su propio monólogo, le dio las gracias y colgó.

      Mel estaba de pie junto a un noray de Canal Street, al borde del río, con una carpeta de tres anillas en la mano, cuando la chica se acercó con un andar cansino y miró por encima de él al Misisipi. Cien metros río abajo, salían vehículos de un transbordador, y río arriba un casino flotante de colores chillones se balanceaba con las olas que un barco había formado a su paso. Los ojos de la chica estaban enrojecidos, como si tuviera un resfriado. Estaba nerviosa y apretaba los puños clavándose las uñas en las palmas de las manos.

      —Así que es aquí donde sucedió todo… —dijo ella—. Mi madre lo mataría, si supiera que me ha pedido venir aquí.

      —Siento mucho que vieras el artículo sobre tu abuelo.

      —Yo también.

      —Lo siento de veras. Seguí investigando la historia y encontré al hermano de tu abuela.

      Ella se plantó encima del borde de madera del muelle. Las puntas de sus pies sobresalían.

      —Pensaba que lo conocía muy bien.

      Mel dio un paso atrás.

      —Oye, mejor te separas del borde…

      —Estoy bien —dijo ella.

      —Bueno, lo que quería decirte es que ese artículo no está bien. Los hechos, me refiero. He estado investigando.

      Ella sacó un pie sobre el río, que discurría seis metros por debajo.

      —Lo que sea, pero él no la salvó.

      Él se acercó a ella todo lo lentamente que pudo y abrió la carpeta.

      —Mira su cara en estas fotos. Estaba mirando a tu abuelo. ¿Qué ves en su expresión?

      La chica observó la carpeta, pasó tres páginas de fotografías cubiertas por un plástico y se inclinó hacia el lado opuesto al río.

      —Que le gustaba.

      —¿Le gustaba? —Mel bajó la cabeza—. Está radiante. Estaba loca por él. Es el tipo de expresión que solo el amor por otra persona puede producir, ¿no te parece? —Puso el dedo en una foto de ocho por diez—. Mira lo que tiene aquí. En la mano.

      La chica inclinó la cabeza.

      —¿Qué es eso?

      —Es un antiguo fotómetro, un Weston. Anoche me di cuenta de que lo llevaba. Ella calculaba la exposición que tenían que tener las fotos que estaba sacando él.

      La chica se apartó el pelo de los ojos.

      —Entonces, ¿la fotógrafa de la familia era ella?

      —Su hermano dice que era una artista. Me contó que trabajaba de secretaria por noventa centavos la hora y que había ahorrado lo suficiente para comprarse la Rolleiflex, que era la mejor cámara que había en el mercado en aquella época. Debió de esperar años por ella.

      La chica puso la mano en la fotografía.

      —¿Era la primera vez que la usaba?

      —Supongo que el rollo que sacamos puede haber sido el único que le han puesto a esa cámara. ¿Y ves la última foto? —Le contó entonces lo del sordomudo. Ella se sentó en el borde con las piernas colgando sobre las olas. Él se inclinó sobre ella y su corbata cayó sobre el hombro de la chica—. Me apuesto lo que sea a que estaba apoyada en la barandilla y se giró hacia la cámara justo en el momento en que se sacó la última foto. ¿Quién sabe lo que pasaría por su cabeza cuando se dio cuenta de lo que estaba a punto de ocurrir? Puede que gritara algo así como «¡La cámara!» o «¡Lanza la cámara al muelle!».

      La boca de la chica se abrió ligeramente.

      —Y él le dio la espalda un segundo, y al volverse…, se acabó.

      Mel cerró la carpeta y se puso en cuclillas, ante la protesta de sus zapatos de cordones.

      —Tu abuelo era lo que tú pensabas que era. No hay más que ver la cara de ella.

      La chica se hizo sombra sobre los ojos con la mano y miró hacia Algiers, al otro lado del río.

      —No lo sé. Si estuviera vivo, yo podría saltar al río y él podría salvarme. Eso probaría algo.

      Mel miró de repente hacia el sur, donde se notaba la corriente. Se dio cuenta de que tenía una oportunidad de decir algo apropiado. Finalmente, dijo:

      —Sí, probaría algo, pero él no está aquí y las fotos sí.

      Ella meneó la cabeza.

      —Ni siquiera sé si sabía nadar. —Levantó la vista y lo miró a la cara—. Las fotografías…, ¿me las puedo quedar?

      —Pues claro —dijo él, poniéndose de pie.

      Ella estiró el brazo hacia él.

      —¿Cree que serán suficiente?

      Él tiró de su mano para ayudarla a ponerse de pie.

      —Tú míralo todo en las fotos: los objetos, las sombras, incluso las partes desenfocadas... —Empezaron a caminar hacia el ruido y la luz polvorienta de Canal Street—. Y verás.

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