Todo lo que vale. Tim Gautreaux

Todo lo que vale - Tim  Gautreaux


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      El señor Weinstein se acercó y miró a Mel con ojos escrutadores a través de sus gafas bifocales.

      —¿Te encuentras mal?

      —No, ¿por qué?

      —Pareces un negativo a medio revelar. ¿Qué te pasa?

      Mel meneó lentamente la cabeza en respuesta a la gracieta, mientras miraba hacia la puerta.

      Al mediodía del día siguiente, el señor Weinstein se acercó al mostrador de Mel, acompañado por una bella mujer de unos cincuenta años, alta, rubia, con una blusa de lino de color crema y una falda larga plisada.

      —Esta es la señora Lebreton —dijo el señor Weinstein con las dos cejas enarcadas—. Le gustaría hablar contigo un momento. —El señor Weinstein se dio la vuelta y volvió a la sección de productos químicos de la tienda, que estaba en la parte de atrás.

      —¿Le interesan las cámaras antiguas? —preguntó Mel en tono esperanzado.

      —No, en absoluto —dijo ella con frialdad—. He venido por ese viejo artículo de periódico que usted ha desenterrado.

      Mel miró el bolso de piel de cocodrilo, de correa ancha, que colgaba del hombro de la mujer.

      —Ah, eso… —Mel le dedicó la sonrisa que reservaba para quienes compraban las cámaras más caras, y acompañó esta sonrisa de una esmerada explicación sobre las viejas películas que a veces venían con las cámaras antiguas, así como de su álbum.

      —¿Y no le parece una afición extravagante? Está usted metiendo las narices en las vidas de desconocidos…, ¡por Dios! ¡En las vidas de los muertos!

      —Oh, no… —dijo él, profundamente dolido—. Soy fotógrafo artístico. Me gustan las técnicas y enfoques no convencionales y me interesa mucho cómo los fotógrafos aficionados consiguen efectos similares por una especie de accidente.

      La mujer levantó la barbilla.

      —¿Incluye usted entre sus técnicas no convencionales la de destruir la fe de una chica en su abuelo?

      Mel se enderezó. No estaba acostumbrado a gente deliberadamente ofensiva.

      —Pienso que, cuanto más sabe uno sobre una fotografía o una imagen, más puede profundizar en ella.

      La mujer frunció el ceño mirándose los zapatos, y Mel se separó del mostrador un paso hacia atrás.

      —Piense en la Mona Lisa, señor DeSoto. Si supiéramos que sonríe porque acaba de ser infiel a su marido, ¿haría ese conocimiento de la pintura que esta fuera una obra de arte aún más grande?

      —¿Qué?

      —Es la primera vez en mi vida que le veo, pero no me cabe duda de que es usted el típico idiota, y no sabe nada de mi padre. Mi hija lo adoraba. Él era el ancla de la familia, por así decirlo. Yo no sé qué pasó el día que murió mi madre, pero ahora mi hija, que tiene tendencia a la depresión, está deshecha, destrozada por lo que usted ha sacado a la luz. Ha hecho usted algo muy malo.

      Mel se sintió como si su barco hubiera volcado y se encontrara en el fondo del río.

      —Pensé que los datos del artículo eran precisos. Si no, no hubiera ido…

      —Me he pasado toda la noche, señor DeSoto, toda la noche, y todavía no he conseguido recomponer el recuerdo que Leslie tenía de mi padre. Y ahora le pido que se mantenga alejado de nosotras.

      Él entrelazó las manos.

      —Por supuesto.

      Ella se giró para dirigirse a la puerta, pero volvió la vista hacia él.

      —Cuando mira una de esas imágenes que encuentra usted en una cámara usada, ¿qué ve?

      —¿Significado? —dijo él sin pensar.

      Ella pensó en esto un momento y dijo:

      —¿Y por qué no se limita a mirar?

      Aquella noche Mel soñó que estaba intentando revelar una foto de su mujer. La primera imagen que debía aparecer en la cubeta era de ella en el viaje de novios, pero, en vez de eso, lo que acabó reluciendo por debajo del producto químico fue la figura de una niña con un vestido blanco de primera comunión. Puso un negativo diferente en la ampliadora, uno de su hija, pero en la cubeta volvió a aparecer la niña italiana. Una y otra vez, no importaba qué negativo expusiera sobre el marginador, la niña le volvía a sonreír desde las escaleras de una iglesia, con las manos juntas. Se despertó con la cara de la niña nítidamente grabada en su cerebro, e intentó entender qué significaba, pero no pudo. Recordó la foto del padre velludo repantigado en el sofá e intentó establecer una relación, pero no encontró ningún significado. Fue al cuarto oscuro, encendió la ampliadora y observó la cara invertida de Amanda Springer sobre el fondo blanco del marginador. Hizo una copia en papel.

      Pasaron dos meses, y un día entró en la tienda un hombre sonriente que le entregó una tarjeta en la que decía que era sordomudo. El hombre depositó una Crown Graphic sobre el mostrador, sacó un bloc y escribió que podía leer los labios y que quería doscientos dólares por la cámara. Mel examinó el fuelle y miró de qué marca eran las lentes.

      Dirigió la boca hacia el hombre.

      —Le puedo dar ciento setenta y cinco, como mucho.

      El hombre escribió con mano ágil y letra clara: «Me han ofrecido ciento noventa dólares por ella». Puso tres portanegativos sobre el mostrador. «Estos van con la cámara», escribió.

      Mel miró al hombre a los ojos. No parecía diferente a los demás, solo más atento.

      —En ese caso, ciento noventa —le dijo al sordomudo. Sacó una factura, comenzó a escribir y cuando acabó le pidió al sordomudo su firma. El hombre leyó sus labios y asintió. Entonces, una luz se encendió en la cabeza de Mel, y cuando el sordomudo levantó la vista, le preguntó:

      —¿Puede usted leer los labios en televisión?

      El hombre escribió «Algo» en su bloc.

      —¿Puede decirme qué sílaba está diciendo alguien en una fotografía?

      «No sé», escribió el hombre.

      Mel fue al archivador y sacó una copia de ocho por diez de la última foto de Amanda Springer, con la boca abierta y la proa amenazante del barco de la armada a su espalda.

      El sordomudo bajó la cabeza. «Ga», escribió.

      Mel puso el dedo junto a la boca de Amanda Springer.

      —¿Podría estar diciendo «ca», de «cámara»?

      El sordomudo arrugó la frente, se inclinó y adoptó un aspecto distinto, como el de un animal que está olfateando un rastro. Cogió su bolígrafo. «Sí», garabateó. Volvió a mirar la foto y escribió: «Guapa».

      —Guapa —dijo Mel, exagerando el movimiento de los labios al pronunciar la palabra.

      El obituario que encontró en la biblioteca informaba de que a Amanda Johnsons Springer le había sobrevivido un hermano pequeño, Malcolm Z. Mel encontró un Malcolm Z. Johnsons que vivía en Metairie y lo llamó. Una voz ronca estalló en el teléfono para decirle que Leland Springer era un cobarde que no había salvado la vida de su hermana.

      —No le perdonaré nunca que ni siquiera intentara agarrarla para ponerla a salvo. Tenía mucho por lo que vivir, con su hija y su fotografía.

      —¿Su fotografía? —Los dedos de Mel apretaron el auricular.

      —¿Conoce usted a Clarence Laughlin? ¿El tipo ese que hacía fotos de mansiones utilizando la técnica de la doble exposición? Se hizo famoso por eso. Pero ella le daba cien vueltas. Hacía que las fotos de Laughlin parecieran sacadas con una Instamatic. Todavía tengo algunas cosas suyas en una caja, y lo que era capaz de hacer con las sombras era increíble.


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