Todo lo que vale. Tim Gautreaux

Todo lo que vale - Tim  Gautreaux


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y hubiera arrasado con todo. —Se escuchó el chirrido de la puerta de su coche que se abría, y asomó una mano cubierta de pecas—. Se me olvidaba… Recogí a Freddie de camino. Espero que no te importe. —No lo miró, mientras mascullaba esto con las manos sobre las caderas ladeadas. Freddie, que venía dormido, supongo, estaba sentado en el borde del asiento del coche y se frotaba los ojos como un borracho.

      —Estará bien aquí —dije.

      Ella inspiró profunda y lentamente, tan soberanamente aburrida que me dio pena.

      —Bueno, mejor que me ponga en camino. —Se volvió, pero de improviso se giró rápidamente hacia mí—. Ah, ¿sabes qué?

      —¿Qué?

      —Que por fin Nu-Nu dijo su primera palabra ayer. —Se estaba mordiendo la mejilla por dentro. Era evidente.

      Miré al bebé, que intentaba coger los botones de mi camisa.

      —¿Qué dijo?

      —Pa-pa. —Y sus ojos empezaron a ponerse rojos, así que se dio la vuelta y salió corriendo hacia el coche.

      —Espera —grité. Pero era demasiado tarde. En un abrir y cerrar de ojos, el coche se alejó entre una nube de polvo en dirección al sitio donde encontrara más humo de cigarrillos, música y cerveza juntos.

      Llevé a Freddie y al bebé a la parte de atrás de la casa, a las escaleras que estaban junto al porche pequeño con mosquiteras y me senté. Le hicimos cosquillas y carantoñas a Nu-Nu hasta que soltó un «pa-pa», muy fuerte, como un grito.

      Freddie miró en dirección al bosque y vio los magníficos árboles que tenía la parcela, que parecían lo que realmente eran, ahora que no había chatarra.

      —¿Qué ha pasado con las cosas que tenías ahí?

      —Me he deshecho de ellas —dije—. Vamos a poner un columpio de neumático en aquel roble rojo tan alto que hay allí, lo primero de todo.

      —Qué bien. ¿Y puedes poner un drenaje debajo para que no se haga charco con la lluvia? —Se acercó y puso una mano en la cabeza del bebé.

      —Claro.

      —¿Un neumático radial de esos grandes?

      —Esa es mi idea.

      Nu-Nu me miró y chilló «pa-pa», y pensé cómo seguiría diciendo eso de una forma o de otra el resto de su vida, sin ser capaz de afrontar el hecho de que pa-pa se largara del pueblo, quienquiera que fuera pa-pa. El bebé fijó en mí su mirada: los ojos azules de un desconocido me miraban muy serios. Su lengua se llenó de saliva y gritó «pa-pa», y yo lo subí a mi rodilla y desvié la vista hacia las frondosas ramas verdes del más alto de mis robles.

      —Hasta Nu-Nu podrá subirse al neumático —dijo Freddie.

      —Seguro que encaja en el círculo del medio —dije yo.

      Exceso de luz

      Sonó el timbre eléctrico de la puerta y Mel DeSoto vio a la joven entrar en la tienda desde el calor exterior con algo bajo el brazo. Ella observó tímidamente las estanterías repletas de trípodes y modernas cámaras, alineadas como refulgentes ojos de robot, hasta que descubrió el mostrador reservado para las piezas clásicas, tras el que estaba él.

      —Hola —dijo ella—. Me han dicho que compran cámaras antiguas.

      Él se dio cuenta de que, aunque era alta, rubia, de rostro serio y mirada cómplice, no pasaba de los dieciocho años, era al menos veinte años más joven que él y los separaba toda una vida.

      —¿Qué me traes?

      Ella depositó una funda de cuero agrietada sobre el mostrador.

      —Mi abuelo se ha muerto y mis padres se están deshaciendo de sus cosas. —Ella deslizó su mirada por la cara de él y volvió los ojos hacia el fondo de la tienda. Él se sintió de repente enorme, tierno y viejo.

      Mel abrió la funda y comenzó a examinar una Rolleiflex de los años cincuenta, probando las velocidades más lentas del obturador y abriendo la parte de atrás para ver si había hongos en las lentes. La cámara estaba limpia y su mecanismo funcionaba muy bien, era casi perfecto. Puso la cámara sobre el mostrador que los separaba y escuchó el temporizador zumbar como una avispa hasta que sonó el chasquido del obturador. La volvió a abrir y sacó un carrete de ciento veinte que había sido utilizado.

      —¿Lo quieres? —preguntó.

      Ella hizo un gesto.

      —No.

      Él la miró y se preguntó cuál sería su sentido de la historia familiar.

      —La verdad es que está muy bien conservada. Te puedo dar doscientos dólares por ella.

      Ella meneó las caderas con un movimiento de niña.

      —No sabía si la iba a querer.

      —Esta cámara fue muy buena en su tiempo. —Sacó un impreso y le pidió que lo firmara—. Hay vendedores que habrían intentado robártela. Tus padres estarán orgullosos de ti cuando vean que le has sacado un buen precio.

      —A nadie le importa lo que yo haga —dijo ella.

      Él le pago con dinero que sacó de la caja registradora y ella salió al húmedo mediodía de Nueva Orleans. El señor Weinstein se acercó al mostrador y examinó la cámara en sus manos.

      —Quítale el polvo y quedará como nueva. Esta se va a vender bien. —El señor Weinstein era el dueño de la tienda. Era un calvo de piel sebosa y una franja de pelo negro encima de las orejas. Giró los ojos hacia la puerta—: Parecía como triste.

      Mel se encogió de hombros.

      —Esta cámara era de su abuelo.

      Se sentó en su pequeño banco y empezó a trabajar con cepillos y destornilladores liliputienses. Sabía de cámaras antiguas y cómo tratar sus relucientes brazos, sus ojos brillantes y los diminutos muelles de sus cerebros. De joven, se había sentido atraído por la fotografía artística y había hecho varios cursos en Tulane, pero sus trabajos no eran muy prometedores y el profesor solía escribir en sus proyectos, y a veces incluso en las propias fotografías: «Exceso de luz».

      A la hora del almuerzo, salió a la calle para ir a comer una hamburguesa, y cuando metió la mano en el bolsillo, en busca de cambio, tocó el viejo carrete que la chica le había dejado. La película estaba arrollada sobre un cilindro de metal y el papel que la recubría era de los años cincuenta. Decidió que intentaría revelarla en casa. Mel disfrutaba con la mala fotografía de los amateurs y siempre intentaba revelar los rollos que se quedaban dentro de las cámaras que compraba. Unas veces la película se había velado; otras, la emulsión estaba agrietada y corroída, y solo se veía un lago seco de piel o un cuarto menguante de tarta de cumpleaños. Pero siempre había algún rollo que había estado en un armario cerrado, dentro de una Kodak Tourist o de una vieja Zeiss plegable, al que el aire acondicionado de una casa de clase media-alta había preservado de la humedad. Y entonces, podía revelar todo lo que allí había: un pícnic en el jardín, una barbacoa de pescado junto al lago, el viaje a casa de la tía gorda… De vez en cuando, encontraba algo artístico o de cierto interés, y lo ponía en un álbum que guardaba a tal efecto. Intentaba adivinar qué pasaba por las cabezas de la gente que aparecía en las fotografías, pero nunca lo conseguía. A veces, intentaba imaginarse a sí mismo como parte del cuadro, y cuando lo conseguía y miraba a la persona que posaba a su lado, descubría a un desconocido, como alguien a quien se acabara de cruzar por la calle.

      Uno de sus trofeos parecía de los años cincuenta. Era una foto en color de unas vacaciones en el Gran Cañón: tres niñas llorando, alineadas delante de una barandilla de metal junto al borde del precipicio, y al fondo, el cañón, desenfocado, como una mancha de mercromina. Otra de sus imágenes favoritas venía de una vieja Leica y era una toma muy cercana de un barco


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