Todo lo que vale. Tim Gautreaux

Todo lo que vale - Tim  Gautreaux


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un abrigo oscuro bajo la sombra de los cañones, que se tiraba al agua desde el muelle, como si fuera un cuervo volando. El conjunto parecía vibrar con la detonación de los cañones, como si el negativo hubiera capturado no solo la luz, sino también el sonido.

      Enseñó la foto de las niñas a su mujer. Ella le dijo que solo veía tres niñas agotadas después de un viaje interminable sin aire acondicionado en el coche. Su hija pensaba que debían de ser las típicas niñas consentidas a las que han negado el helado de cucurucho que acaban de pedir. Mel imaginaba un padre furioso e incapaz de entender la ironía de conducir más de tres mil kilómetros para inmortalizar a su desconsolada prole ante una imponente vista que no les importaba nada. Pensaba que, una de dos: o el hombre no tenía ni idea del sentido que tiene hacer fotografías, o era una mala persona a quien no preocupaba el desconsuelo de sus hijas y quería inmortalizarlo para reírse de ellas. La foto encerraba un significado, pero le estaba vedado. Las personas en el papel no hablaban.

      Una noche, cuando su mujer y su hija se habían ido a la cama, Mel se metió en el cuarto oscuro de su casa, echó Microdol-X en una cubeta y encendió la luz verde de seguridad. Echó un cubito de hielo en el revelador y observó cómo el termómetro que estaba dentro de la solución bajaba hasta los veinte grados centígrados. En una oscuridad total, desenrolló los negativos que había sacado de la Rolleiflex de la chica, los puso en la cubeta y, después de menearla para que desaparecieran las burbujas, cogió la larga tira de película por los extremos y empezó a moverla a un lado y al otro en el revelador. Era una forma terrible de revelar película, pero con negativos de más de cuarenta años, necesitaba ver qué hacían las imágenes. Al cabo de unos minutos, levantó el brazo, pulsó el interruptor de la luz verde y vio que el negativo estaba empezando a mostrar imágenes, así que volvió a mover la película en el revelador, hasta que la emulsión se empezó a poblar de personas, barandillas y lo que parecían tumbonas en la cubierta de un barco.

      Al día siguiente, vendió tres costosas cámaras de periodista y, justo antes del almuerzo, entró una mujer con una Brownie antigua en su estuche original. Él iba a rechazarla, pero cuando sacó el carrete de la parte de abajo, vio que tenía una película usada de ciento veintisiete. La mujer cogió los cinco dólares que él le ofreció, no quiso recibo y se fue sin decir una palabra. De camino al sitio donde iba a comer, decidió dejar la película de color en un drugstore que había al doblar una esquina, donde ofrecían un servicio de revelado en una hora. Después de la comida, recogió las fotografías y salió al sol para ver qué tenía, apoyado contra la pared del edificio. Las imágenes eran de un tono azul y apagado, poco enfocadas. Once de las fotos eran de un hombre, sentado en posturas diversas en un sucio sofá tapizado, bebiendo botellas de cerveza. Llevaba una camiseta interior de tirantes y tenía los hombros cubiertos de vello. La pared y una cortina que había detrás del sofá estaban manchadas de hollín, y Mel supuso que se trataba de un hombre pobre que vivía en el norte, en una casa calentada por una estufa de carbón. La última foto era de una niña sonriente vestida de primera comunión, con las manos juntas. La nariz se parecía a la del hombre del sofá. Mel consideró las imágenes por separado y en conjunto, y no encontró nada interesante de ninguna de las dos formas, así que las tiró en una papelera camino de la tienda.

      Esa noche, se metió en el cuarto oscuro para pasar a papel el rollo que había sacado de la Rolleiflex de la chica triste. La primera foto en la cubeta mostraba una hermosa mujer de treinta y tantos, una mujer muy bella, cuya imagen hizo que la asombrada cara de Mel se quedara fija sobre la cubeta, hasta que la fotografía se sobrerreveló y los rasgos de la mujer se oscurecieron. Repitió la operación, esta vez en un papel de formato ocho por diez, y un par de ojos se clavaron en él, como si le estuvieran diciendo: «Te quiero a ti». La mujer se parecía a Ingrid Bergman, aunque más alta y con una sonrisa más natural. Llevaba una sencilla falda larga, de una tela que parecía suave y que le caía sin una arruga, muy elegante. La siguiente foto estaba tomada desde más lejos; ella estaba de pie, junto a una especie de columna, y, desperdigadas detrás de ella, se veían unas endebles sillas plegables de madera. Otra de las instantáneas revelaba que estaba en la cubierta superior de algún tipo de barco de gran tamaño. La columna era una chimenea. Al fondo, desenfocada, se veía una barandilla y, detrás, un manchón negro. Todas las fotos tenían una composición muy cuidada. En una, solo estaba enfocada la mujer; en otra, todo era nítido, y las sombras y ángulos de las sillas detrás de ella formaban un acogedor coro. Había otras fotos tomadas con el sol encima de los hombros del fotógrafo y, probablemente, separadas entre sí varios minutos; y en estas, Mel percibió un parecido a la chica triste, en los pómulos y en la nariz. En el fondo de la novena y décima fotografías se veía un barco de color oscuro, quizás un buque de guerra. En la undécima fotografía la mujer estaba apoyada en la barandilla de lo que era —ahora lo vio claramente— un viejo vapor de recreo. Era la única foto en la que ella estaba un poco desenfocada, y en la esquina inferior derecha se veía un pie borroso, como si alguien hubiera pasado corriendo por delante de la cámara, justo antes de que se cerrase el obturador. La duodécima fotografía no se había hecho.

      Al día siguiente, en la tienda, Mel cogió un par de Leicas y tres Voightlanders de un prestamista. El señor Weinstein examinó las compras e hizo un gesto de aprobación. Entonces se percató de las fotos que estaban en el banco de Mel.

      —¿Quién es esta?

      —Estaba en la Rollei que compré.

      Weinstein cogió una foto y chascó la lengua.

      —En aquellos tiempos las mujeres parecían mujeres. —Meneó su brillante cabeza—. ¿Qué vas a hacer con esas fotos?

      —Sin más, fijarme en la composición. Son una especie de hallazgo artístico, ¿no? Y es la primera vez que tengo a una persona viva relacionada con un rollo de semejante calidad. Pensaba llamar a la chica esa para ver si las quiere. Puede que sea un familiar.

      Weinstein arqueó una ceja.

      —¿Y…?

      —Ya sabe, hacerle alguna pregunta. Meterme en la fotografía. —Bajó la mirada hacia las fotos—. Ojalá supiera dónde está tomado esto.

      —Hasta yo lo sé —dijo Weinstein con cierto desdén—. ¿Ves esa foto? Eso es el Misisipi, y ese manchón que hay detrás es Algiers Courthouse. Este es uno de esos viejos barcos de recreo en los que se hacían excursiones, pero no sé cuál. Lo pasábamos de miedo en esos cacharros.

      —¿Sabría decirme el año?

      —Ni idea. No es el barco que solía usarse. El President estuvo al fondo de Canal Street cincuenta años. Este barco no lo identifico. —Miró a Mel, que estaba sentado con una Graflex en el regazo—. Todavía sigues con tu álbum, ¿eh? No sé qué le ves a todas esas cosas del pasado…

      Mel cogió una foto de la mujer.

      —Me gusta intentar entender lo que estoy viendo.

      Weinstein levantó una mano.

      —Pues míralo.

      —No. Me gusta interpretar lo que hay ahí.

      —¿No estarás confundiendo arte y realidad? Hay una diferencia, ¿sabes?

      Mel miró a su izquierda, hacia la calle.

      —¿No puede la vida ser arte?

      El señor Weinstein le puso una mano en el hombro.

      —Mel, eso no es arte. Es una persona en una fotografía. Cuando uno se pone a indagar sobre imágenes corrientes, no está interpretando; está siendo…, pues eso, un cotilla.

      A Mel le ofendió aquello.

      —¿Eso le parece? —dijo, mirando contrariado el objetivo de la Graflex.

      Llamó a la chica y se enteró de que vivía en una bocacalle de Carrolton Avenue, más o menos de camino a su casa. Le dijo que le iba a llevar unas copias de las fotografías y la respuesta de ella le sonó educada pero indiferente. Mel pensó para sus adentros que quizás la mujer estuviera viva y que podía ofrecerse a fotografiarla.

      La chica que había vendido la cámara vivía


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