La venida del Consolador. LeRoy Edwin Froom

La venida del Consolador - LeRoy Edwin Froom


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profundamente convencido de que Dios me ha inducido a sentir mi propia necesidad, y la necesidad de mis colaboradores. Esto ha determinado, en mi propia alma, un poderoso ruego de que el Señor nos conceda la única provisión adecuada para nuestras necesidades comunes. Y oro a Dios con el fin de que estos estudios puedan resultar en una genuina bendición y una ayuda, por defectuosa o inadecuadamente que sean presentados.

      No nos hemos reunido para escucharnos unos a otros predicar, por muy propio que esto sea. Ni estamos aquí con motivo de entretenemos con hábiles y originales giros del pensamiento ni para entregarnos a teorías especulativas. Antes bien, nos hemos convocado para un estudio profundo y serio, y para una búsqueda ferviente e intensiva de grandes verdades, extraordinarios principios y provisiones adecuadas a las exigencias de una obra como esta.

      Es fundamentalmente necesario que entendamos ciertos factores desde el mismo comienzo. Vivimos en un mundo que está cambiando rápidamente; un mundo que corre alborotado, dominado por nuevas fuerzas. Pasiones salvajes, puestas en libertad, que provienen del abismo, han producido una situación nueva durante esta época. La humanidad no entiende las influencias malignas que están desviando a la raza humana, de Dios, hacia la indiferencia, el desafío y la rebelión. Y la situación se está intensificando y complicando con cada año que pasa.

      Problemas nuevos y graves, que surgen de una actitud nueva y siniestra, de la mente y del corazón, hacia Dios y la autoridad divina, nos confrontan y nos desafían. Y estamos atravesando un período de transición: vamos del pensamiento serio y reverente a la diversión liviana, superficial y corruptora. Es mi convicción que los hombres y las mujeres son hoy más difíciles de alcanzar con nuestro mensaje del evangelio redentor que hace unos pocos años.

      Las enormes ciudades del mundo, que van creciendo más y más con los años, nos confrontan con una tarea abrumadora. Dentro de un radio de 200 kilómetros de Springfield, Massachusetts, donde se realizó la Asamblea Ministerial de la Unión del Atlántico, reside una población de más de 13 millones de habitantes; en tanto que dentro de un radio de 160 kilómetros del Palacio Municipal de la ciudad de Nueva York viven más de 20 millones de almas. Totales similares a estos podrían encontrarse dondequiera. Y apenas estamos tocando las ciudadelas de los hombres, las mujeres y los niños con la punta de los dedos. Y, sin embargo, ellos deben oír el mensaje de Dios a la humanidad.

      La batalla con las fuerzas del mal se hace cada vez más aguda y más siniestra. Estoy persuadido de que existe una sola solución para el problema al que hacemos frente, en forma individual y como iglesia; una sola provisión para nuestra necesidad: es el poder del Espíritu Santo, el derramamiento de la lluvia tardía en nuestras vidas y en nuestro servicio. Esta provisión prometida, que se derrama sobre los heraldos del último mensaje del cielo a la tierra, constituye nuestra suprema necesidad. Esto es lo único que nos capacitará para hacer frente a esta estupenda tarea de terminar la obra que nos fue encomendada. He creído esto por años, pero nunca antes se posesionó de mí una convicción tan intensa. Oro para que esta misma divina compulsión pueda dominar a cada obrero evangélico de la Iglesia Adventista.

      En preparación para estos estudios, después de un breve repaso de cada texto de la Biblia relativo al Espíritu Santo, he leído todas las referencias sobre esta temática en 23 volúmenes del Espíritu de Profecía, así como muchos artículos publicados en el pasado en las revistas de nuestra iglesia, escritos por la Sra. Elena G. de White, y muchos testimonios que todavía están en forma de manuscrito. De esta abarcadora plétora de material, se han extraído las declaraciones y los principios sobresalientes. (Aparecen distribuidos a través de los estudios.) Esas declaraciones fueron tomadas como la guía y la norma en el estudio de unos cincuenta volúmenes adicionales sobre el Espíritu Santo, que representan las gemas más escogidas escritas en los tiempos modernos. Se hojearon, también, muchas obras más, como lectura colateral. Así se formaron las divisiones de este tomo que tratan sobre la promesa, la venida y la unción plena del Espíritu.

      Antes de aproximarnos a los estudios, el lector hará bien en meditar cuidadosamente, y con oración, sobre las dos declaraciones que siguen:

      “La promesa del Espíritu es algo en que se piensa poco; y el resultado es solo lo que puede esperarse: sequía espiritual, oscuridad espiritual, decadencia espiritual y muerte. Asuntos de menor importancia ocupan la atención, y el poder divino, necesario para el crecimiento y la prosperidad de la iglesia, y que traería todas las demás bendiciones en su estela, está ausente, aun cuando haya sido ofrecido en su infinita plenitud” (Testimonies, t. 8, p. 21).

      “Precisamente antes de que Jesús dejara a sus discípulos para ir a las mansiones celestiales, los animó con la promesa del Espíritu Santo. Esta promesa nos pertenece tanto a nosotros como a ellos, y sin embargo, ¡cuán raramente se presenta ante el pueblo, o se habla de su recepción en la iglesia! Como consecuencia de este silencio con respecto a este importantísimo asunto, ¿acerca de qué promesa sabemos menos, por su cumplimiento práctico, que acerca de esta rica promesa del don del Espíritu Santo, por el cual ha de concederse eficiencia a toda nuestra labor espiritual? La promesa del Espíritu Santo es mencionada por casualidad en nuestros discursos, es tocada en forma incidental, y eso es todo. Las profecías han sido tratadas detenidamente, las doctrinas han sido expuestas; pero lo que es esencial para la iglesia a fin de que crezca en fortaleza y eficiencia espiritual, para que la predicación pueda llevar consigo convicción, y las almas sean convertidas a Dios, ha sido por mucho tiempo dejado fuera del esfuerzo ministerial. Este tema ha sido puesto a un lado, como si algún tiempo futuro haya de ser dedicado a su consideración. Otras bendiciones y privilegios han sido presentados ante el pueblo hasta que se ha despertado el deseo de la iglesia por conseguir la bendición prometida por Dios; pero, la impresión concerniente al Espíritu Santo ha sido que este don no es para la iglesia ahora, sino que en algún tiempo futuro sería necesario que la iglesia lo recibiera.

      “Esta bendición prometida, reclamada por la fe, traería todas las demás bendiciones en su estela, y ha de ser dada liberalmente al pueblo de Dios. Por medio de los astutos artificios del enemigo las mentes del pueblo de Dios parecen ser incapaces de comprender las promesas divinas y de apropiarse de ellas. Parecen pensar que únicamente los más escasos chaparrones de la gracia han de caer sobre el alma sedienta. El pueblo de Dios se ha acostumbrado a pensar que debe confiar en sus propios esfuerzos, que poca ayuda ha de recibirse del cielo; y el resultado es que tiene poca luz para comunicar a otras almas que mueren en el error y la oscuridad. La iglesia por mucho tiempo se ha contentado con escasa medida de la bendición de Dios; no ha sentido la necesidad de alcanzar los exaltados privilegios comprados para sus miembros a un costo infinito. Su fuerza espiritual ha sido débil, su experiencia la de un carácter enano e inválido, y se hallan descalificados para la obra que el Señor quiere que hagan. No son capaces de presentar las grandes y valiosas verdades de la santa Palabra de Dios que convencerían y convertirían a las almas por el agente del Espíritu Santo. El poder de Dios espera que se lo pida y se lo reciba. Una cosecha de gozo será recogida por los que siembran la santa semilla de la verdad. ‘Irá andando y llorando el que lleva la preciosa simiente; mas volverá a venir con regocijo, trayendo sus gavillas’” (Testimonios para los ministros, pp. 174, 175).

      Y ahora, una palabra preliminar sobre la significación de los últimos cuatro capítulos, relativos a los símbolos del Espíritu. La incomparable provisión del ministerio del Espíritu Santo, con el fin de suplir las necesidades de la humanidad, es el último eslabón en la cadena del amor divino con la cual nuestro Dios en el cielo se ha vinculado a sí mismo con el hombre en la tierra. El Espíritu no solo fue el instrumento en la creación original del mundo y del género humano, sino también fue por medio del Espíritu eterno como nuestro precioso Redentor llegó a encarnarse en un cuerpo humano, y se ofreció a sí mismo para la completa reconciliación del hombre y su total salvación. Y es por medio del mismísimo Espíritu de Dios que el milagro de la regeneración de los corazones humanos se ha realizado a través de las edades, y también como el Cristo que vive en el corazón resulta una bendita posibilidad en estos, nuestros templos corporales. De esa manera es obvio que el Espíritu Santo es el vínculo de enlace divinamente señalado entre el cielo y la tierra.

      Bien podemos hacer una pausa y ponderar esta profunda verdad y esta gran provisión. La majestad de la persona del Espíritu Santo, la


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