Triannual II. Sara Téllez
en cada caso, son todos conceptos aplicables al tema del asunto a tratar, ahora sí.
1. Unión y senderos legales
El 11-10-2017, y me disculpo por haber tardado unos cinco meses en tratarlo, se procedió a recepcionar legalmente en España, con su publicación en el BOE, el Convenio Europeo de 1987 sobre protección de animales de compañía. Les ofrezco algunas lindezas del texto publicado: «El día 9 de octubre de 2015 el Plenipotenciario de España firmó en Estrasburgo el Convenio sobre protección de animales de compañía, hecho en Estrasburgo el 13 de noviembre de 1987» (texto original de la página). Lo primero que me sugiere la redacción, es ¿«hecho en Estrasburgo»…? ¿Tenían prisa en publicarlo y no se pararon a buscar una palabra más acorde con una tipología legal, como «redactado, o acordado, o convenido en…» por ejemplo? Porque tal parece que el citado convenio lo sacaran de una plantilla informática básica sin revisar, donde se cambian los nombres y las fechas y ya está.
Continúo con el texto del BOE, que se publica con el marchamo de la autoridad del rey, y que dice: «Manifiesto el consentimiento de España en obligarse por este Convenio y expido el presente instrumento de ratificación firmado…» A lo que añado: pues ya era sobradamente la hora de ratificarlo y firmarlo, después de pasar treinta años desde que el convenio fue «hecho».
Luego me voy al cuadro de firmas, consentimientos y entradas en vigor: España firma el 9-10-2015, que es cuando «consiente» (esto es, expresa la simple conformidad con el contenido de la norma, pero aún sin incorporarla a la legislación nacional, después de transcurridos 28 años en ese momento). Y tras de «consentir» (sin efectos legales), todavía pasan dos años hasta su publicación, ocurrida el 19-7-2017. Y, por si había pasado poco tiempo, esperarían a dotarla de efectos legales hasta que entrara en vigor, lo que llevaría aún seis meses más, hasta llegar el 1-2-2018.
De este modo puede verse cómo España ha dilatado sucesivamente una norma acordada por la común Unión Europea, desde 1987 hasta el año 2018, en que se procede a su incorporación legal como norma interna. Si tenemos en cuenta que algunos estados ya firmaron de inmediato al acuerdo en 1987 y que el citado acuerdo europeo se perfeccionó «de forma general» en 1992, al haber ya entonces suficiente porcentaje de países conformes, la irresoluta España esperaría a firmarlo en 2015 y a ratificarlo en 2017… teniendo el más que dudoso «honor» de ser además el último de todos los países del convenio en hacerlo, curiosamente. Y aun así, su validez real, que es la entrada en vigor en el país, todavía quedaba pendiente para seis meses después, por si la tardanza previa había sido pequeña. Así que ¡el último! Vamos como un reflejo de la vida sociopolítica interna y externa, como país.
A mí todo este asunto me ha parecido que semejante dilación puede entenderse de dos formas: o a la UE no se la toma en serio realmente en nuestro país, salvo en materia económica, o lo que no se toma en serio es la norma jurídica, dándole infinitas largas antes de recepcionarla. No sé cuál de las dos posibilidades es la más lamentable ante los socios europeos y también ante nosotros, como nacionales.
Retomando lo referido más arriba, así finaliza el documento publicado en el mencionado Boletín Oficial del Estado: «El presente Convenio entró en vigor de forma general el 1 de mayo de 1992 y entrará en vigor en España el 1 de febrero de 2018…». Cuidado, no se dejen llevar: que «de forma general» entró en vigor para los que para entonces habían ratificado, no para los que se mantenían en el limbo del consentimiento, como España que, por su lado, después de dejar pasar cinco años desde 1987 hasta esa «forma general» de 1992, que además no le obligaba, a continuación dejó pasar otros veintiséis años más, hasta «adornarse» con el poco presentable título de ser el último de la lista.
El total de estados que habían concurrido a este convenio (no todos miembros de pleno derecho de la UE, porque participaron otros estados exteriores, que fueron invitados a la adhesión) fue de veinticuatro (24). De ellos, ratificaron hasta 1992, siete. Antes del año 2000 habían ratificado otros diez. Todas las firmas restantes del convenio también fueron anteriores a la de España, cuando «consintió» en 2015, lo que es como indicar «bueno, vale»… Igualmente, todas las ratificaciones fueron anteriores a la de España en 2017. Si lo desean, pueden buscar la lista en internet y comprobar el listado en persona.
Qué decir: pues diré incongruencia por no expresar lo que verdaderamente estoy pensando, pero sí diré parte de lo que estoy sintiendo: vergüenza. Y esto, y lo que siento pero no digo, respecto a semejante incongruencia… que no está en ustedes ni en mí, al menos de forma directa. Diré simplemente que la culpa está en las urnas.
Dejo aquí lo lamentable del asunto y paso al convenio: en el volumen anterior, Triannual (comentario 28, pág. 293), dediqué un comentario específico al hecho de que el Congreso hubiera votado en 2017 (se ve que abriendo camino ya a la elástica recepción del convenio europeo sobre las mascotas) un proyecto legislativo por el cual los animales domésticos dejarían de ser considerados como «cosas» del patrimonio personal individual, tal como se les había venido considerando a nivel legal hasta ese momento. Pues antes de la sesión del Congreso, en la normativa española no eran distintos de un sillón, una aspiradora, una mesa, una sartén, un lavabo o una papelera, objetos todos que forman parte del citado patrimonio como una posesión particular de un titular humano y a los que su propietario podía «administrar» libremente y otorgarles, a su voluntad, el cuidado y atención —o descuido y desatención— con que tratara a sus «cosas» privativas.
Es verdad que, diría que por disimular ante Europa o simplemente por «parchear» situaciones de especial crueldad, antes de esa sesión del Congreso, donde se dejó de considerarles «cosas» —norma irrelevante en cuanto a otros resultados— se habían ido dictando paquetes legislativos, variados y desiguales según la zona, para —al menos— tratar de contrarrestar situaciones extremas de abuso, tortura y maltrato en animales, principalmente de tenencia doméstica, dado que cuando sucedían estas crueldades ya no pasaban desapercibidas para el gran público. Y, gracias al alcance y rapidez de la información, impactaban crudamente en la ética de la generalidad de los ciudadanos. Sin olvidar la posible repercusión a nivel europeo de tales sucesos espantosos y cruentos contra animales, ocurridos en distintos lugares de España y repetidos múltiples veces, debido a las carencias o insuficiencias legales existentes.
Así que, finalmente, antes de la tan mencionada sesión del Congreso de 2017, hasta se había llegado a delimitar el «maltrato» de animales, primero como una falta penal y después como un delito. No obstante, y todo hay que decirlo, con penas tan ridículas e ineficaces que ni valen como escarmiento ni previenen la repetición de los hechos, cuando ocurren. Pero la votación (¡unánime!) del Congreso de descosificar a los animales lo único que logró es una unanimidad que no repercutió en nada práctico a nivel social ni a nivel penal.
Ahora, al incorporarse la nueva norma europea al sistema legal español con el Convenio europeo sobre protección de animales de compañía con el que he iniciado el comentario, es cuando me he dado de frente con la evidente incongruencia del país europeo que es España en relación con su sistema de recepción de medidas legales: formamos parte de la Unión Europea desde 1986, de modo que cuando se acordó el citado convenio ya éramos miembros de pleno derecho, aunque de pleno parece tener bien poco.
(Nota posterior añadida, referida concretamente al área de las relaciones con la UE, durante el último año de estos comentarios, el 2020, como reflejo de la casi absoluta falta de «unidad» europea: anticipo aquí un episodio trascendental para la población española, cual es la pandemia sanitaria: véase la indiferencia y el despego que, dentro de los organismos de la UE, determinados países del norte del continente han manifestado sobre la epidemia de 2020, respecto de sus enormes consecuencias en España e Italia. Incluso el menosprecio manifestado por mandatarios holandeses respecto a los ancianos españoles —ver comentarios finales— y daneses negando una eventual ayuda sanitaria a nuestro país en los peores momentos de la plaga. Me gustaría saber qué pensarían esos ciudadanos norteuropeos si miles de inmigrantes ilegales desembarcaran masivamente en su país, como hacen en el nuestro, que no tiene —y aún menos tendrá— posibilidad de atenderlos económica ni sanitariamente, y mantener el nivel de atención, con falta de medios,