Será el paraíso. Pavel Oyarzún Díaz

Será el paraíso - Pavel Oyarzún Díaz


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de sus viejos prismáticos. Ni al alcance de su espíritu de lucha. El mar se aquieta segundo a segundo, minuto a minuto. Amanece. La arena gruesa, las rocas, los pastizales y la carretera se aclaran; solo él permanece oscuro. Y persiste en su posición, enfocando hacia Dawson. ¿Pero por cuánto más? ¿Una hora? ¿Más de una hora?

      En su regreso a la ciudad, Pedrito tardó casi diez horas. No recuerda haber pensado en algo concreto durante el trayecto. Tiene que haberlo hecho. De seguro que sí. Pero lo olvidó. Apenas si retiene el haber ido dando un paso tras otro sobre el arenal húmedo y pesado, más el estruendo de la marea que le arañaba el pecho. Tampoco recuerda haber sentido hambre. O frío. Iba con el corazón en los pies, compañero. Imagínatelo: 25 kilómetros así, hasta llegar a la ciudad muerta. ¿Puedes aquilatarlo?

      Fue tu imaginación, Pedrito. O fueron las toninas, le dijo Ramiro Sotomayor con una sonrisa cabrona, que luego se convirtió en una tosecita corta. Pedrito dobló la cerviz, pero continuó negando. Entonces Sotomayor se puso serio, para agregar que si un pez atómico, de noventa metros, se hubiese metido en el canal él habría sido el primero en enterarse. Era imposible que no lo detectara. Tú sabes que soy el mejor pescador de merluza y congrio de la historia. Y volvió a reír. Pedrito mantuvo el rostro duro, aunque la punta de sus orejotas se le veían algo caídas, como de quiltro. Tú sabes que conozco estas aguas, desde siempre, dijo el legendario pescador de merluza. Tengo un sonar en la cabeza. Tengo instinto. Nací con ese instinto. Pienso como lo haría un cardumen de profundidad. A veces juro que no tengo pulmones, sino que tengo agallas, soltó el gran pescador, para enseguida escupir y toser, esta vez más fuerte, en cadena, al estilo fumador o tísico. Luego fue calmando los espasmos, hasta que su corpacho quedó en reposo. Después prosiguió, secándose las lágrimas. Continuó. Detecto todo lo que se mueva allá abajo a cien, doscientos, quinientos metros de profundidad. ¡Y un submarino atómico, nada menos! Pero, piensa. Tiene que haber sido un grupo de toninas. Esos bichos nadan en grupo. Además, ya han pasado diez años. ¿A quién le importa, hombre?, remató Ramiro Sotomayor, superestrella de los pescadores, buscando ver algo en el rostro de Pedrito, que no encontró.

      Estoy seguro, Poeta. Estuvo muy cerca. Alguien detuvo la operación de rescate en el último minuto. A treinta segundos. Tiene que haber sido el Kremlin, el Politburó. O el propio camarada Breznev, dijo el Duende mirando hacia el valle de bloques errantes, iluminado por el sol frío de Tierra del Fuego. Santiago, Santiaguito, también llamado el Poeta, asintió en silencio. Luego encendió un cigarrillo dando la espalda al viento. No fue mi puta imaginación, Poeta, insistió Pedrito. Ni unos putos delfines. Era el K-125.

       Capítulo II El reflejo del Sol en los vidrios

       25 de febrero de 1984

      LA CAMPAÑA DE RECLUTAMIENTO del Partido Comunista, «Tierra del Fuego ’84», comenzó mal, pésimo.

      Sufrí de náuseas durante toda la travesía. Intenté vomitar un par de veces, pero solo conseguí botar un poco de espuma. Quería botar el estómago. Todo afuera. En ese trance recordaba las botellas de vino barato que bebimos con Marcela hasta las cinco de la madrugada. Esa fue nuestra despedida. Nos dijimos adiós bebiendo cicuta. Perdiendo el tiempo. Debí haberme acostado temprano. Los dos debimos hacerlo. Sabía que para mí comenzaba otra historia, en la cual bien podría terminar preso o muerto. O desaparecido. Sabía además que debía enfrentar las turbulentas y frías aguas del estrecho, salpicadas de bruma. Veía a Tierra del Fuego en la orilla de enfrente y cada vez me parecía más lejana. O por lo menos, a una distancia inalterable. La isla se me antojaba como un lomo de ballena azul o gris, según fuera el velo de bruma que parecía envolverla. Allí estaba. Inmóvil. Inútil. Tras una hora de viaje, decidí refugiarme en la sala de pasajeros. Aquel aire marino no había logrado refrescarme los pulmones ni menos traer sosiego a mi cabeza. Era como si me dieran con un martillo en las sienes. Entonces decidí no vomitar. Mantenerme en posición de loto, sosteniendo mi barbilla con los puños. Quitar los ojos del cielo o del mar, para clavarlos en el suelo. Dejarlos fijos. Concentrarme al máximo en la misión que se me venía por delante. No creía en esas cosas, me refiero a los ejercicios de concentración o de meditación, pero en aquel instante, al verme sentado allí, de espalda al paisaje y al paso del tiempo, concentrando mis fuerzas en un punto, como hacen los budistas, y con un solo pensamiento en la mollera –la famosa campaña de reclutamiento–, resultó bastante mejor para mi salud. Me ayudó. Creo que recuperé el aliento. Y el control de las vísceras. De a poco dejé de sentir náuseas. Dejé de sufrir golpes en las sienes. Luego pensé en Marcela. Recordé nuestra última noche. Nuestra borrachera. Pero esta vez rememoré todo con más calma. Sin culpa ni nada de eso. Esa madrugada nos acostamos apenas un par de horas, sin hablarnos. Creo que ambos nos dedicamos a nuestros asuntos particulares. Y a mirar el techo. No tuvimos sexo. Ni siquiera un simulacro. Quizás debimos haberlo intentado, para quitarle un poco de tristeza a la escena. Pero no lo hicimos.

      De pronto escuché que habíamos llegado. Alguien me sacudió de los hombros. Me había dormido profundamente. Salté del asiento. Estaba entero. Dispuesto. Era una gran noticia. Por fin, camaradas, estaba muy próximo a desembarcar en mi proceloso destino de joven comunista, de komsomol: Puerto Porvenir, Tierra del Fuego, febrero de 1984.

      Una camioneta Volkswagen albiceleste, algo maltrecha, con el famoso símbolo de la marca arrancado de cuajo de su cara, más el vidrio trasero astillado por el impacto de un proyectil, nos condujo desde el embarcadero hasta el pueblo. Éramos ocho pasajeros. Todos íbamos en silencio, sin mirarnos. Quizás estábamos aplastados por el ambiente de la cabina. El chofer, un tipo alto, corpulento, de unos 30 años, que conducía en mangas de camisa y calzaba un sombrero de cowboy, llevaba la radio a todo volumen, disparando chacareras y chamamés a destajo. Para nuestra fortuna –creo hablar por los ocho del patíbulo–, el trayecto duró diez o doce minutos. En un momento intenté divisar los cisnes de cuello negro y los flamencos rosados que daban tanta fama a la bahía de Puerto Porvenir, pero no vi ninguno. Pensé que esa bahía era un fiasco. No tenía atractivos. Solo aquel oleaje gris acero, monótono como una mortaja. De improviso, con un giro veloz de noventa grados, el piloto abandonó la costanera y enfiló directo hacia el pueblo. Al parecer podría haberlo hecho con los ojos cerrados, porque mientras conducía iba canturreando y mirando hacia el suelo casi todo el tiempo. O pendiente del pucho. Después me enteré que ese vaquero de la Volkswagen se llamaba Ernesto Oldrich, que era tataranieto de uno de los fundadores del pueblo, que no tenía enemigos conocidos y que todo el mundo le apreciaba por su alegría de vivir y gran corazón.

      Sarmiento 260, esquina José Bohr. Llegué a esa pensión sin mayor dificultad. Uno de los pasajeros me indicó el lugar. Incluso me acompañó durante las dos primeras cuadras, donde comenzaba el poblado, una explanada baldía a la que llamaban Pequeño Páramo. Con el tipo casi no hablamos. No recuerdo nada de él, salvo su calva, su nariz aguileña de perfil y su mano enguantada señalando las cuatro calles que debía cruzar para llegar a la pensión: Brać, Ángela Loij, Misiones y finalmente Sarmiento, esquina con Bohr. Caminé las cuatro cuadras sin ver a nadie, ni siquiera un perro. Era un pueblo vacío. Mientras tanto podía oír los latidos de mi pulso, mis pasos, el rumor del oleaje. Iba con una palabra incrustada en la cabeza, en letras de molde: desolación. El sol del mediodía espejeaba en las ventanas de las casas. En tres o cuatro ocasiones creí ver algún movimiento tras las cortinas y los visillos, entonces giraba la cabeza, pero solo encontraba el reflejo del sol en los vidrios. Era algo inquietante. Amenazador. Me sentía vigilado. Fichado.

      Cuando llegué a Sarmiento 260 me recibió la dueña de la pensión, de quien no podría decir gran cosa, salvo que era una mujer extremadamente delgada, funeraria, de pelo corto, entrecano, de unos 40 o 45 años. Tenía una voz ronca y ripiosa, de pucho. Doña Gina –se llamaba Georgina Ugarte– me llevó hasta mi celda a través de un pasillo estrecho, apenas iluminado por la luz de un ventanuco del fondo. Tercera puerta, mano derecha. La habitación que ocuparía, por tres mil pesos mensuales, me recibió con olor a encierro: una mezcla de olor a ropa húmeda y cenicero. Y un poco de olor a matadero, quizás. Aun así, en ese preciso instante decidí no salir y quedarme en la celda hasta el día siguiente. Arrojé el bolso a los pies de la cama, que estaba pegada a la ventana. La otra cama sería


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