Será el paraíso. Pavel Oyarzún Díaz

Será el paraíso - Pavel Oyarzún Díaz


Скачать книгу
que saliéramos de inmediato. Que me veía mal, agregó, sacando una vocecita delgada y afónica, inclinando su cabezota como si quisiera ponerse a orar. Luego recuperó los pulmones para anunciarme que de continuar bajo encierro, fumando todo el día, iba a terminar en los huesos y escupiendo polvo. Polvo + cenizas. Y colillas. Y ceniceros. El Duende sí que entró a saco en mi habitación. Apenas si recuerdo verlo arrojar su mochila, con gesto de basquetbolista, sobre el camastro. Fue una escena veloz. De minuto y medio en total. Toda esa premura me obnubiló por completo. Era la voz de Pedrito. Aquella silueta desproporcionada, braceando y cabeceando, dándome órdenes –¡en tiempo 1!, ¡en tiempo 2!, ¡en tiempo 3!–, hizo posible que no registrara, durante un solo segundo, el aspecto real del Duende. Recién cuando estuve con él, en la calle, pude enfocarlo con cierto sosiego. Y lo que vi me espantó. Aquel, sin duda, sería el paseo de los huerfanitos. Debut y despedida de la campaña de reclutamiento. Adiós «Tierra del Fuego ’84». Nos ficharían en la primera cuadra, pensé. Tal cual. En los primeros pasos.

      La ruta era la siguiente: caminaríamos hasta la casa de Gastón, pero esta vez no en línea recta, vale decir, siguiendo la calle José Bohr. Pedrito no quería nada con la calle Bohr, nada con las líneas rectas. Quiero que conozcas un lugar, me dijo con un tono cristalino. Es la única calle con historia de Puerto Porvenir, agregó. Pero es una calle que mete susto de noche o tarde-noche. O de madrugada, sonrió el Duende. Entonces pensé en una calle o zaguán de putas, una calle roja o algo así. Quizás la calle de la morgue. Sin embargo, ahora que tenía los ojos limpios y la cabeza despejada, la famosa calle del miedo me tenía sin cuidado. Para mí, en todo minuto, la ecuación era miedo = enemigo. Eran los sapos, los agentes. Era una cámara de torturas. Eran el teléfono, el submarino, la parrilla. Por tanto tomaba el peso de la aventura. Aquilataba esa ruleta rusa que era ir, con Pedrito a mi lado, por calles que se me antojaban llenas de ojos, de francotiradores. Iba con un duende de un metro cincuenta, cargando con una cabezota que equivalía al 30% de su cuerpo. Una escafandra desnuda, a la vista de cualquiera, con sus orejas de paila, su talle, su bamboleo, cubierto con un poncho negro, de castilla, que le caía más abajo de las rodillas. Alguna vez en la llanura, o quizás en el valle de los bloques erráticos, Pedrito me contó que ese poncho de castilla era un regalo del último bandido de sierra Baguales, un tipo llamado Bernal, que se dio el lujo de morir en el monte, sin testigos, en un lugar donde sabía que nunca sería hallado. Desaparición total, como tiene que ser, compañero, se la jugaba diciendo Pedrito, muy orondo, mirando las estrellas.

      Pero aquel es otro tiempo. Ahora estamos en la calle, bajo un cielo despejado, en Puerto Porvenir, a inicios de la campaña de reclutamiento. A dos días de ella. Con Pedrito, además, calzando botas de goma, como los ovejeros. No había posibilidad alguna de pasar inadvertidos. De simular un par de sombras cualquiera. En la primera salida ya vulnerábamos la regla Nº1 de la clandestinidad: fundirse con el paisaje, morir en él. Como dupla éramos un espectáculo público. Carne fresca para rapaces, para ventanas carnívoras. Aunque no debe creerse que solo culpo a Pedrito en esta delación. También yo ponía una impronta, una marca; quiero decir, con eso de ir vestido de abrigo largo, funerario, flaco, desgarbado, pálido como lápida, con cara de frío o de abandonado, fumando hasta las uñas. Éramos el dúo de la muerte. Doble cero. Íbamos por una galería de puertas y ventanas que eran miras de precisión, radares. O por lo menos eso sentía en mi corazón. Le hablé a Pedrito de las ventanas, de aquella sensación que me tocaba el cuello, la nuca. El Duende sonrió y guardó silencio. Luego aminoró el paso. Pedrito sonreía sin mirarme. Le sonreía a las ventanas vacías. O aparentemente vacías. También a las puertas, a los enrejados. A los perros, que parecían perder vigor ante él. Recién después de unos cincuenta pasos, muy lentos, me aconsejó que no me enrollara con eso de las ventanas. Que no apretara el culo. Me aseguró que aquello de vigilar a los extraños era un deporte en Puerto Porvenir. En todas las cortinas hay un curioso, añadió. Hay un vigilante aficionado. Ya te acostumbrarás, tovarich. Tómalo como un paseo de domingo. Como un trekking, por los montes Urales. Algo así.

      Vía dolorosa: de calle Sarmiento hasta la esquina de Misiones. Cuando llegamos, Pedrito me anunció el nombre de la esquina, como si yo no supiera leer. De allí, una cuadra hasta arribar a la calle del miedo. En realidad, la calle del miedo era un pasaje estrecho, sin pavimentar, sin un solo poste de luz, en sus sesenta o setenta metros de largo. Aquella serpiente de tierra cruzaba en diagonal, describiendo una curva abierta, hasta la calle Muñoz Gamero, que desembocaba, como todas las calles, de norte a sur, en Pequeño Páramo. Mientras recorríamos el pasaje Esteban Capkovic –su nombre oficial–, Pedrito, en marcha lenta, me dijo que era conocido como el «Túnel» o «Pasillo de la Viuda», porque allí, de vez en cuando, hacía sus apariciones la Viuda Negra, cuya especialidad eran borrachos y alucinados. Primero se les insinuaba a la distancia. A la luz del delirio. Se veía curvilínea. Calentona. Era la promesa de un polvo de película. El mejor polvo de sus míseras vidas. Entonces el alucinado se lanzaba tras ella y ella se dejaba alcanzar. Y allí terminaba todo. O comenzaba. El caso es que la Viuda Negra les comía el corazón y los ojos. Y les sorbía el seso. Era un túnel de apenas setenta metros, pero que de noche parecía un kilómetro. En un recodo, ella esperaba a su clientela, vestida de luto. Aguardaba, con paciencia de muerta, a sus pecadores, sus crápulas favoritos. Canallas y puteros. Jugadores. Infieles. Entonces se los llevaba. Y los dejaba babeando, contando nubes. O impotentes de por vida. O los liquidaba de un soplo en la oreja, en la nuca. También se les pronuncia a los pájaros nuevos, a los comunistas, soltó sonriendo el Duende. Yo no me reí. No me hizo gracia verle su bocaza al máximo, sus dientes amarillos. Tenía el estómago débil esa mañana. Aquella sonrisa de Pedrito era una marca de nacimiento. Alguna vez me pregunté si el Duende habría llorado en su vida.

      Cuando salimos del pasaje, tras los primeros diez o quince pasos, Pedrito giró hacia mí, lanzó al aire el nombre oficial de esa culebra, con un vozarrón que no le conocía, y luego habló otra vez de la fama que le colgaban. Después dijo que hasta hace unos años ese callejón llevaba el nombre de un cura: José María Beauvoir. Fue la primera vez que oí hablar de Beauvoir. Recuerdo que Pedrito le echó sus bendiciones al hombre e incluso alzó un poco más la voz, cuando recalcó su piedad con los indios onas, para la fiebre del oro, durante la cacería de indios. Pero decidieron borrar el nombre de Beauvoir y bautizaron el pasaje con el nombre de Esteban Capkovic. ¡Qué se va a hacer!, clamó Pedrito directo al cielo. Esteban Capkovic era el ídolo máximo de pueblo. Un mártir del automovilismo. De la categoría turismo carretera. «Muñequitas de oro» –así era llamado Capkovic por todo el mundo, en la isla– había muerto en una fatídica curva, en el tramo Valdivia-Temuco, cuando iba puntero, defendiendo los colores de Puerto Porvenir, de toda Tierra del Fuego. Una vez trasladados sus restos, todo el pueblo exigió que alguna calle llevara su nombre. Vox Populi, Vox Dei. De este modo, la evangelización cedió paso ante la categoría turismo carretera. Cómo cambian los tiempos, mascullaba Pedrito. Negaba con la cabezota. Finalmente sonrió, aunque eso fue el despunte de lo que podríamos llamar una sonrisa triste.

      Seguimos por Muñoz Gamero hasta llegar a Magallanes 186, sin desvíos. Vimos tres transeúntes. Todo un récord. Uno, en sentido contrario, por la vereda de enfrente. El tipo, de unos cuarenta años, erguido, pecho de paloma, no nos miró, o si lo hizo fue con un gesto imperceptible. Iba vestido como en los años ’30. Con botines y bombín. Creo que hasta con bastón. Pedrito y yo reímos, pero por lo bajo, estilo subterráneos de la libertad o algo así. Luego, dos más que a la distancia –50 metros– vimos cruzarse, aparentemente mudos, en la esquina de Magallanes y Savio. Uno, en dirección de la plaza; el otro, hacia el cementerio. Ambos sin detalles dignos de mencionar. Sombras nada más… Y ninguna mujer a la redonda. En absoluto. Puede que alguna de ellas fuera por Loij, por la avenida Dresden. Por Bohr tal vez. Pero en esa ocasión no detectamos ninguna.

      Llegamos al 186. Antes que Pedrito aporreara la puerta con su manaza cuatro veces seguidas, se detuvo y me dijo alzando la cara al cielo: en invierno esto se llena de ovnis, compañero.

      –¿Cuándo llega Gromiko?

      –En dos días. Quizás tres.

      –Saldrán en camioneta hacia Cameron el 5 o 6 de marzo, por la mañana. O por lo menos llegarán cerca de Cameron, a diez kilómetros. Eso ya está conversado. Es un lugar


Скачать книгу