Será el paraíso. Pavel Oyarzún Díaz
arribo a Tierra del Fuego, el 5 de septiembre de 1925. Todos los que fuimos alumnos de la escuela agrícola recordamos esa fecha, porque ese día no teníamos clases y podíamos levantarnos a las nueve. Todos los benditos 5 de septiembre Julius visitaba la escuela a las 11:30 en punto. Julius era bajito, delgado, de cara muy blanca, lampiño, con una nariz fina, filosa y ojos pequeños y hundidos, celestes. Caminaba y hablaba rápido. Hablaba bien el español, aunque se le notaba el acento, en especial cuando subía el tono. Pero se le notaba poco. Nos formaban en el patio interior. Entonces Julius nos saludaba y nosotros le respondíamos fuerte y claro. Luego, a los de la primera fila, nos daba una palmada suave en la cara y nos restregaba las orejas, para quitarnos el frío del patio. Siempre traía una buena noticia; instrumentos nuevos para el laboratorio, que estaban por llegar desde Santiago. O una segadora canadiense. U overoles térmicos. O leche reforzada con complementos vitamínicos. Era nuestro benefactor. Entonces se elegía a uno de nosotros como alumno destacado, para recibir de sus propias manos un obsequio, una distinción que casi siempre era un libro acerca del desarrollo agropecuario en el mundo. Un ladrillo que nadie leía, pero que imponía sus tapas gruesas, sus letras en dorado y sus fotografías en colores. Una vez me tocó a mí. Me sentía una superestrella. Luego Julius se metía en el laboratorio con el padre Severdey y el señor Cherubini, nuestro profesor de Ciencias Naturales y Química, y ya no salían de allí. En el laboratorio tenían clases alumnos del último año, aquellos que tenían notas más altas. Eran los privilegiados, los ungidos. El laboratorio era el área restringida de la escuela; allí estaba el instrumental delicado, los registros y archivos de los experimentos, quizás los más avanzados del país en aquella época. El padre Severdey y el profe Cherubini juraban que así era. Ese laboratorio era su orgullo. Y alimento para nuestra fantasía. Imaginábamos que allí ocurrían cosas de ciencia-ficción. De película de ciencia-ficción. O algo parecido. Pero lo cierto es que allí, desde 1968, había comenzado un programa de experimentación para el aumento de la producción de lana y carne de oveja en Tierra del Fuego. Nuestra escuela, la escuela agrícola Las Mercedes, era famosa en Chile. Habían hecho reportajes para diarios nacionales y para dos canales de televisión. Éramos la joya de la isla. El orgullo de nuestros padres. Todos nos sentíamos en deuda con Julius, aunque nadie lo dijera. En algunas épocas del año, su figura era clásica por las calles de nuestro pueblo. Pintoresca. Querida. Julius siempre andaba acompañado de su perra Stasse, una pastor alemán, bellísima. Eran inseparables. Esa perra eran los ojos de Julius.
Julius hablaba siete idiomas: alemán, español, inglés, italiano, francés, hebreo y siro. No fumaba ni bebía. Se veía atlético. Enérgico. A veces parecía mucho más alto de lo que era. Aparentaba unos 40 o 45 años. Tenía 70. Siempre se veía de un humor envidiable. O más bien, con una voluntad envidiable para enfrentar la vida, el paso del tiempo. Surgieron algunas leyendas con respecto a él. Habladurías. Por ejemplo, con eso del código que decían que tenía inscrito bajo la manga. Algunos llegaron a afirmar que Julius era un extraterrestre. Cosas de ese estilo. En realidad, daba risa oír los rumores acerca de Julius.
Uno no elige el destino. Le toca. Un día, terminando diciembre, don Armando, el auxiliar de la escuela, me buscó en los invernaderos y me dijo que el padre director quería verme al instante. Y cuando a uno lo mandaban llamar, uno iba. Qué iba a hacer a los doce o trece años. El padre Severdey te quiere en el refectorio ahora mismo, Antonio, me dijo. Tal cual. Cuando llegué estaba el padre Severdey con Julius en la oficina. Había tres alumnos más, de sexto de primaria. Yo, de primero de humanidades. El padre no anduvo con rodeos. Nunca lo hacía. Nos dijo que nos había mandado llamar porque éramos buenos, muy buenos alumnos. Los mejores. Tenía nuestros informes de notas sobre la mesa. En ese tiempo los informes de notas finales todavía se escribían con pluma. O al menos en nuestra escuela, en los informes y certificados, hasta en las libretas de notas, se usaba pluma. Me gustaba verlos escritos así. Esos trazos imponían respeto, seriedad. El padre dijo que los cuatro merecíamos un buen futuro y que ese futuro estaba fuera de la isla. Que debíamos seguir estudios, adelantarnos, para después regresar a la isla si queríamos o podíamos, aunque él estaba seguro que lo haríamos. Apostaba su cabeza a que regresaríamos, pero ahora convertidos en otra cosa, en hombres de bien, en hombres útiles. Por esa razón estaba nuestro benefactor esa mañana allí con nosotros, porque él nos ayudaría a lograr nuestras metas. Nosotros estábamos mudos, apenas si respirábamos. Hechizados. Julius habló poco, pero sus palabras pesaban. Dijo que de seguro no queríamos terminar de ovejeros o de esquiladores, viéndoles el culo a las ovejas. Habló así en el refectorio. Agregó que hablaría con cada uno de nosotros por separado y luego con nuestros padres. Nos aseguró que él tenía los medios para ayudarnos a ser mejores hombres, que lo merecíamos, porque éramos trabajadores, disciplinados. Que teníamos otra cabeza. Que pondría las manos al fuego por nosotros. Yo estaba emocionado. Y en blanco. Y también un poco asustado. Todavía era chico. Cuando habló conmigo esa misma mañana, a solas en el refectorio, me dijo que yo tenía toda la traza para ser militar, un suboficial mayor. Fui el segundo en hablar con Julius. O mejor dicho, el segundo de los cuatro escogidos al que Julius le habló del futuro. De lo que conversó con los otros tres, no supe nada. O no quise. Y si alguna vez lo supe, lo olvidé. De los otros tres me he olvidado hasta de sus nombres. En serio. Y en esta historia, como usted sabe, mi destino es el que importa.
Si algo le gustaba hacer a Julius, cuando iba a Puerto Porvenir, era ver películas antiguas en el salón de eventos del club Croata. Cuando él venía al pueblo siempre teníamos un par de films preparados. Y probados. Para el aniversario número 56 de su primer viaje a Tierra del Fuego, como recluta raso, hundido en la sala de máquinas del acorazado Stuttgart, de la Reichmarine, nos hizo un pedido especial. El hombre habló así: En cuanto pude salir del vientre del Stuttgart y contemplar la bahía, aquel verdadero vivac que era Puerto Porvenir en aquel entonces, con el cielo opalino e inmenso de septiembre y las lomas de la llanura hacia el fondo, me enamoré del lugar de inmediato. Fue instantáneo. Eso proclamaba Julius. Amor a primera vista. Entonces, aquel 5 de septiembre −que al fin y al cabo sería el último festejo de aniversario– soltó su deseo tan especial: quería ver la vieja película de José Bohr Adiós al Dresden, hoy lamentablemente desaparecida. La verdad es que la película no era gran cosa. Estaba en mal estado. Filmada en 8 mm. y muda total, sin música. Sin embargo, la película de Bohr, de apenas diecisiete minutos de duración, tenía la gracia de ser un registro in situ, filmado desde el muelle, de la despedida que le brindaran todos los habitantes de Puerto Porvenir −extranjeros y criollos– al famoso crucero SMS Dresden, en el verano de 1915. En la pantalla lograba verse aquella nube de pañuelos agitados al viento y a la tripulación, en la cubierta de la nave de guerra, respondiendo con las manos en alto, lanzando besos. Eran imágenes deslavadas, cortadas, pero que de algún modo contenían el espíritu del propio José Bohr, y de su fiel ayudante Radonich −es de justicia nombrar a Radonich, un eterno anónimo–, quienes trajeron, contra viento y marea, el séptimo arte a la isla. Julius ya había visto el film algunos años antes, pero aquella tarde quiso verlo de nuevo. Dos veces. La pantalla le iluminaba los ojos. El hombre se veía más tranquilo que de costumbre. No tenía aquel gesto enérgico, algo nervioso, que mostró siempre al saludar, o incluso mientras permanecía sentado o de pie frente a la bahía, contemplando el oleaje. Esa vez, en ese comienzo de tarde, Julius era una taza de leche acariciando la cabeza de Stasse, que permanecía a su lado, sentada y quieta. Stasse, hija de Ruske y Moggs (Puyehue), nieta de Harry y Helga (Bavaria), bisnieta de Nuk y Bera (Bavaria). Todavía rememoro aquel verso que repetíamos cuando saludábamos a Satasse, que se sentaba como niña buena y levantaba la pata izquierda. Esa perra era un espectáculo. Parecía que entendía todo. Y vivió mucho. Demasiado. Más que un perro normal. Recuerdo haberla visto con Julius desde que llegó hasta que desapareció de Puerto Porvenir, vale decir, cuando ambos desaparecieron. Algunos pibes repetían ese verso como un estribillo cuando se topaban en la calle con ellos. Creo que el propio Julius les enseñaba ese cantito para Stasse. Una especie de villancico. Entonces él les repartía confites.
Reitero: de todos los aniversarios de la llegada de Julius a Tierra del Fuego, el que recuerdo con toda claridad fue este último. Pero no lo hago porque fuera el último, sino por la forma en que terminó la fiesta: con una escandalera en la vía pública.
Todo iba de maravilla. Exhibición de la película en honor a Julius más otros invitados. Luego un intermedio.