Será el paraíso. Pavel Oyarzún Díaz

Será el paraíso - Pavel Oyarzún Díaz


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que Santiaguito tome el peso de la historia, ¿me entiendes? No quiere que se duerma o que se vuele. El chico es de buena madera.

      –Está bien. No tendrán que caminar mucho. Pardo está aquí cerca, a un par de kilómetros. El viejo Gromiko no cambia un átomo.

      –¿Y qué pasa con los sapos? ¿Dos, tres?

      –Son dos. Pero no pasa nada con ellos. Uno es Torres, que sigue siendo el borracho de siempre. Vive metido en el puterío. Es el único lugar donde saca su Taurus, para jugar a los cowboys. Allí se hace el valiente, el malo. El otro es Solorza. Ernesto Solorza. Milico. Suboficial. Tú no lo conoces. Es un pendejo de Santiago o de Conce. Es un mamita. Siempre tiene frío. Casi nunca sale a las rondas. Pero, como sea, hay que tener algo de cuidado con él, con su cara de buena persona. Aunque también con el perro viejo. Tú sabes.

      Ninguno de los dos me tomaba en cuenta. Hablaban como si yo no estuviera presente. Gastón, esta vez con la cara limpia, sin pintura de guerra, hablaba en un tono plano, soporífero. No poseía nada notable. Era un cincuentón más. Algo panzón y calvo, de dientes grises, manos muy oscuras y dedos gruesos que contrastaban con la palidez de su cara. Por lo demás, mantenía las manos quietas sobre las rodillas, como si estuvieran pintadas. Tampoco expresaba nada con el rostro. Pedrito, en cambio, fiel a sí mismo, sonriendo y charlando al mismo tiempo. Nada curioso. Yo resistía aquel episodio como podía. Cada tanto me borraba. Me fugaba. Incluso, en un segundo me borré al extremo de dejar de oírles. Sencillamente, no les oía un solo murmullo. Parecía una película muda. Luego regresé a este mundo. Entonces decidí romper con la escena. Me puse de pie y me metí en el taller de arquería de Gastón. La puerta de vidrio catedral, de dos hojas, estaba abierta. Ese túnel me llamaba. En el fondo de la sala había un ventanal, a todo lo ancho, de donde se veía la bahía y el lomaje de la llanura. Daba frío mirarlos. Bajo el ventanal, a los costados, cerrando la sala, había tres mesones de trabajo. Allí estaban los arcos y flechas de Gastón. Los carcajes, hechos de piel de lobo marino. Los astiles, los vástagos, los emplumados. Las puntas de flechas, serradas y lisas, de obsidiana negra o verde; cuerdas hechas de tendones de guanaco, de las patas de un guanaco, que alisaba y trenzaba con los dientes, al antiguo estilo selknam. Una verdadera colección de boleadoras de distintos tamaños, con y sin surco, que había recolectado por toda la llanura y arenales posibles: boleadoras voladoras, de alta precisión. Lanzas y dardos de ñire y de lenga, más tres puñales de piedra. Y mantas curtidas por él mismo, de cuero de guanaco, de coruro, de zorro colorado. Más tres morteros de piedra, un par de raspadores. Hondas. Punzones de hueso. Y cuencos, llenos de una arcilla granate que él llamaba ákel, para preparar pinturas de caza, de ceremonias. De verdad que Gastón hacía un buen trabajo. Una faena excelente. Alisaba y curvaba vástagos con fuego. Pulía piedras. Trenzaba con maestría. Hacer un emplumado es un arte, porque es el timón de la flecha que hace girar el astil y le otorga dirección al disparo. Aunque todo depende si es un proyectil para guanacos o aves al vuelo, comentó Gastón, tomando uno y examinándolo contra la luz de la ventana. Miraba aquella flecha como si fuera el Santo Grial. Perdía los ojos en ella, emocionado. Dijo que los selknam tenían una mira telescópica en el ojo, un pulso de precisión milimétrica. Gastón inflaba el pecho. Estas son mis joyitas, agregó, ahora alzando puntas de flecha negras: están hechas de lajas de meteorito. No están a la venta. Nunca. ¿Ves cómo todo en el Universo está conectado?, exclamó Pedrito ahora sí a punto de desbordarse y salir volando. Creo que está de más decir que todos esos nombres de armas y utensilios los aprendí de boca del propio compañero Gastón. De su propia boca india. Porque Gastón parecía más un indio ona que un comunista.

      Dejé la puerta de mi taller abierta. Lo hice adrede. Algo conozco del corazón de los cachorros. Sabía que Santiaguito no se resistiría ante esa boca abierta. Nadie se resiste. Ninguno. Cuando se levantó y partió hacia los mesones, Pedrito ni yo le miramos. Le di una señal al Duende. Una contraseña secreta. Y seguí al cachorro, de refilón. Más tarde, cuando lo vi mudo mirando por la ventana, le di una pequeña lección de arquería selknam. Un curso rápido. Aunque antes, como he dicho, dejé que se metiera solo en ese mundo, que es mi mundo. Ese cachorro perdió el habla. Quedó detenido allí, mirando, rozando con la punta de los dedos aquellos útiles: los mantos, las piedras labradas. Pero a cualquiera le pasa. Es como cuando ves una fogata. Te quedas mudo, pegado con el fuego. Es que regresamos. ¡Regresamos! No sé si me entiendes.

      *

      Es la hora del desayuno. Sentado frente a mí tengo a Gromiko.

      Hoy la escena puede parecer un retrato deslavado. Un cuadro mudo sin volumen. Sin gloria. Pero esa mañana me costaba creer que compartía aquella mesa enclenque, de madera cruda, con Gromiko, el gran jefe bolchevique. Héroe de los mineros del carbón en los ’50. Héroe en las mazmorras del fascismo después del Golpe. Luego, un largo exilio en Europa, que lo llevó al reino del Socialismo, detrás del telón de acero: la RDA. Luego Rumania, Bulgaria, Hungría, Unión Soviética. Explanada, escalones y baldosas de granito, donde resuenan millones de pasos y se cuela por las hendijas de los revoques, el rumor de los himnos, del juramento rojo. Un sueño cumplido. El sueño de todo niño proletario; la Plaza Roja, los muros del Kremlin bajo el sol de Moscú. Pues bien, era el mismísimo Gromiko quien estaba allí, del otro lado de la mesa. Clandestino, con precio por su cabeza, enfundado en el silencio y en un abrigo azul marino, cruzado, que le quedaba estrecho. Comió sus dos tostadas y bebió su café negro en cámara lenta, mirando por la ventana como si no quisiera comer. Parecía otro hombre. Más viejo. Más pequeño y encorvado, sin su famoso bigote tipo Stalin. Pero era él nada menos, concentrado en otra cosa. Pensando. Después de preguntarme el nombre y la edad no habló más. No quiso. Yo tampoco hablé. No pude. Cine mudo.

      Antes de iniciar la campaña hice dos excursiones más por Puerto Porvenir. Sumé otros nombres de calles vacías, o semivacías, a mi espalda, a mi sombra: Costanera San Rafael –tenía nombre aquella curva abierta, más el plano que seguía por toda la bahía– calle Nazario, avenida Dresden, Candelaria. En Costanera entre Bohr y Savio, a mitad de cuadra, estaba la biblioteca municipal donde trabajaría Marcela en un par de semanas. Vi la puerta abierta, y luz de fluorescente, pero no entré. Crucé la calle. Caminé por la explanada costera. Estaba completamente asfaltada. Las aguas de la bahía salpicaban espuma contra el roquerío y el asfalto. Entonces, como un milagro, hacia la boca sur de la bahía, por fin aparecieron los famosos cisnes de cuello negro. Eran unos cuantos. Todos, según supe después, bautizados con nombres de dibujos animados de la tv, o de superhéroes de cómics. Persistían en el oleaje, al igual que los flamencos rosados, un tanto más atrás, digamos hacia mar abierto, con sus cuellos doblados por el viento y su plumaje erizado. Creo que el frío les quemaba, al igual que a mí. Les mataba el alma.

      La segunda excursión fue con el Duende y Gromiko. La hicimos con un propósito claro; para que el jefe bolchevique estire un poco sus viejas y comunistas piernas, según Pedrito. Piernas rojas. Fue un paseo lento por esa desolación que era la calle Domingo Savio, envueltos en la bruma de la mañana, donde el único que habló fue el Duende. Gromiko y yo, en la procesión del día de los muertos. Solo nos faltaban las veladoras. Hicimos una parada de media hora en casa de Gastón. Luego fuimos directo a la calle del cementerio, Candelaria. El cementerio estaba vacío. Recorrimos las callejas deteniéndonos ante las lápidas. Al llegar a una pequeña glorieta, que marcaba el punto centro del camposanto, Pedrito nos dijo que allí, a todo lo ancho, antes se levantaba el muro del que nos hablara Gastón, que dividió a los muertos durante 47 años –hasta noviembre de 1939– entre católicos y disidentes. Gastón mostró una fotografía donde aparecía él en brazos de su madre, junto al padre, pegados al muro, que fue la primera construcción de concreto levantada en Puerto Porvenir, a fines de 1896. Los tres, con caras muy serias, del lado católico. Del otro lado estaban las tumbas de los gringos, los protestantes. Después continuamos con nuestro recorrido, que se prolongó por algunas horas. Lápida por medio, Pedrito hacía un alto para hablarnos algo del difunto. De la difunta Correa. Del angelito. Parecía conocer a todos los muertos. O a casi todos.

       Capítulo III Julius

      DECÍAN QUE TENÍA UN TATUAJE en el brazo izquierdo, sobre el codo, pero que no era un simple tatuaje: era


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