Será el paraíso. Pavel Oyarzún Díaz

Será el paraíso - Pavel Oyarzún Díaz


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éramos los mejores. Un equipo. Un escuadrón. Después el festejado y los invitados salieron a dar un paseo por la bahía para respirar aire puro, para fumar en pipa, para contemplar los cisnes de cuello negro, los flamencos rosados que tanto le gustaban a Julius. En sólo cinco minutos preparamos de nuevo el salón, ahora para el concierto. Trasladamos el piano de cola, a pulso, desde la oficina de reuniones que estaba al final del pasillo. Casi se nos cayó el bendito piano. Y nosotros casi nos morimos. Pero logramos llevarlo intacto hasta el proscenio.

      Cuando vi al maestro Ignacio Vera Morel, que en ese tiempo no era el famoso Vera Morel del futuro sino solo una promesa de la música chilena, sentí pena por ese muchacho. De verdad. Tenía dieciocho años, pero aparentaba quince o trece. Flaquito y largo, despeinado, sobándose las garritas para quitarse el frío. Se veía que no estaba hecho para estos climas. Quizás toda su extranjería estaba concentrada en sus zapatos rebajados, con suelitas de cuero. Nos miraba y observaba todo como si estuviera viviendo una pesadilla. O no quisiera creerse que estaba allí, pero estaba. Por Dios que estaba. El club lo trajo. El club le pagaba todo, hasta el frío y el crujir de dientes. Pero logró reponerse. Demostró por qué la prensa le llamaba el sucesor de Claudio Arrau, «el segundo piano de Chile», o más en confianza, «el Nachito de Chile».

      Por un momento, el concierto fue un milagro. Creo que esa noche aquel larguirucho, con sus manos y sus deditos blancos como la harina, detuvo el viento. No exagero. De verdad que un minuto antes que comenzara el concierto corría un viento fuerte, típico de septiembre, pero apenas el maestro Vera Morel le arrancó la primera nota a ese viejo piano de la Sociedad Explotadora, paró en seco. Fue al unísono. Aquel muchachito de oro nos regaló a Mozart, Beethoven y Wagner entre los más conocidos. También algo de Liszt, Chopin. Un popurrí celestial, por llamarlo así. Fueron dos horas en que nos mantuvo suspendidos en el aire. Algunos de los asistentes no podían sofrenar sus lágrimas. Lloraban en silencio, estáticos en sus asientos, dejando que las lágrimas les empaparan las mejillas, las pecheras. Antes de comenzar el tercer bis, y rompiendo todas las reglas, el propio Julius se puso de pie y fue a saludarle. Stasse también le ofreció su patita izquierda, en medio de los aplausos. Vargas Morel, sorprendido, quizás desbordado por la escena, dudó unos segundos antes de tomarle la pata a la perra, pero finalmente lo hizo. Al finalizar el concierto, el salón estalló en un aplauso atronador, que sostuvo su potencia por más de cinco minutos.

      Fue algo apoteósico. No exagero. Tal como no exagero cuando digo que aquella fiesta de aniversario de Julius –la última– habría sido perfecta, sino fuera por la escenita callejera que se despacharon don Antonio Rothenburg y su mujer, doña Iris Kropp. Sobre todo la señora Kropp. Aquel bochorno público hizo olvidar esas dos horas de belleza pura que Ignacio Vera Morel nos brindara a quienes estuvimos esa noche en el club y más allá todavía, porque el concierto se escuchó en todo el pueblo, tal como más tarde se oirían los gritos, los llantos y los insultos.

      La culpa fue del alcohol. Había mucho champán y whisky, mucho coñac, mucho vino, que el propio Rothenburg, sus socios y amigos de toda la vida, don Eliecer Mirtovic y don Felipe Samaniego, trajeron desde la Viña Alcántara del valle de Colchagua; el mejor vino de Chile, reserva limitada, tres diamantes. Mientras estuvieron en el comedor, todo fue por buen carril. El festejado, como digo, se veía de excelente ánimo, en paz, rodeado por quienes conformaban su círculo más íntimo. Su famoso «círculo hermético», a saber: los ya mencionados Rothenburg, Samaniego y Mirtovic, más Lorenzo Tesich y Homero Platt. Ellos, junto a sus respectivas esposas e hijos, eran los únicos que tuteaban a Julius y que, en un ámbito privado, le llamaban Linde.

      Todo era brindis y aplausos para Julius, el pianista y los organizadores. Sin embargo, el asunto se puso turbio cuando la fiesta se trasladó de nuevo al salón de eventos, ahora preparado para los bajativos, el largo adiós de la noche. El asunto partió con algunos chistes de subido tono que se despachó la señora Kropp. Primero fueron al voleo. Después los disparaba directo a su marido, don Antonio, que disimulaba como podía y que durante algunos minutos logró escabullirse entre la concurrencia. Pero doña Iris ya estaba en órbita y continuaba, ora lanzando insinuaciones acerca del magro rendimiento sexual de don Antonio, ora insinuándose a ciertos varones y señoritos que no podían esquivarla. Era una bomba de tiempo. Es cierto que la señora tenía fama de ser algo ligera de cascos, en especial cuando su marido se ausentaba de la isla por asuntos de negocio y partía por largas temporadas a El Calafate o Comodoro Rivadavia, pero aquella noche nos dejó a todos helados. Al parecer eligió la ocasión, el último aniversario de Julius, para exhibir por todo el salón sus dotes de femme fatale y de humorista. Como era de esperarse hubo reacciones, principalmente de las mujeres, cuyos maridos e incluso hijos púberes −porque doña Iris no respetó adolescencia ni juventud temprana en sus provocaciones– formaron una especie de muro de contención. De frontera infranqueable. Las señoras estaban en pie de guerra. Aun así, doña Iris Kropp no se arredró. Por el contrario, elevó aún más el tono de su numerito. Ahora les llamaba vacas a las señoras que conformaban el muro. Vacas lecheras. Sin sesos, ni hormonas. Y a los hombrones les llamó impotentes. Les llamó eunucos. Y maricones del culo. Usó aquellos términos en reiteradas ocasiones, hasta que la sangre llegó al río. De pronto comenzó un forcejeo cerca de la puerta. Había varias señoras que querían matar a doña Iris. Gritaban que era una puta. Algunos tipos, e incluso damas, se interponían para que el asunto no pasara a mayores, digamos a un linchamiento. Entonces la confusión y la brega fueron en aumento, hasta convertirse en una turbamulta que se desplazaba desde el salón hacia las puertas del club, para finalmente buscar alcanzar la calle. Como se ha dicho, intervenían mujeres y hombres, pero ahora convertidos en un bolo apretado, en movimiento, donde ya se registraban varias caídas de bruces y de espaldas. Caídas espectaculares. También volcamientos de vasos y botellas que producían sus respectivos estruendos. Esquirlas. Puñetazos. Y arañazos. Este bolo logró dar con la calle, con la costanera y continuar hacia el mar por la explanada de la bahía. Allí prosiguió el escándalo. Hubo más trompadas y gritos. Hubo chillidos que parecían querer remontar las olas, llegar a la llanura. Hubo hasta risitas histéricas, incontrolables, despertando al pueblo en horas del descanso reparador.

      Visto así, el asunto iba para una batalla campal en la vía pública, de tal magnitud que una vez terminada solo quedaría contabilizar muertos y heridos. Sin embargo, por algún milagro los espíritus se aquietaron. No me pregunten cómo ni por qué. Sencillamente fue como si el peso del cielo, que a esa hora mostraba sus primeros tonos rojizos y anaranjados de un típico amanecer en Puerto Porvenir, hubiese caído sobre ellos. Todo el peso del firmamento. O algo así. El propio Antonio Rothenburg logró abrirse paso, llegar hasta donde estaba su esposa, en la explanada de la costanera, contenida por dos de sus más fieles –y ahora únicas– amigas, y tomarla del brazo con fuerza para sacarla del área de conflicto. Mientras don Antonio cargaba con ella, la señora gritaba a su marido que se cagaba en papá Rothenburg, en abuelo Rothenburg y en todos los Rothemburg; todos, putos entre putos, cornudos entre cornudos, eunucos entre eunucos. Creo que en ese momento don Antonio −don Roty, como le llamábamos cariñosamente– estuvo a punto de soltarle un sopapo a doña Iris, pero se contuvo. Como sea, por fortuna o por providencia, el caso no pasó a mayores, quiero decir que no hubo trompadas directas, persecuciones ni patadas. Quedó en eso, en empujones, arañazos, puñadas al aire e insultos de grueso calibre.

      Nadie esperó que el aniversario concluyera de ese modo. Era de no creerlo. Pero ocurrió. Fue una ruina ante los ojos del propio Julius, que no intervino en la refriega y se limitó a observarla impertérrito desde la puerta del club. Stasse tampoco intervino, permaneció sentada a su lado en posición firme, con cara de querer comérselos a todos. Stasse mostraba los dientes. Junto a ellos, aunque un par de metros más atrás, algo oculto, estaba el pobre de Verita Morel bastante borracho, tambaleando, con una copa en la mano, riéndose solo. También tenía un pucho entre los dedos. Creo que se reía de puro miedo.

      Estuve a punto de ajusticiar a Julius.

      Un día llegó a mi taller. Andaba sin su perra. Vino a comprar un arco, flechas con punta serrada, un carcaj. Dijo que quería un arco grande para guanaco, con flechas de punta de obsidiana verde. Le mostré tres. Eran los mejores que había fabricado hasta el momento. No era la primera vez que Julius venía a mi taller. Antes ya me había comprado un par de arcos, pero de los pequeños, para


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