3 Libros Para Conocer Escritoras Latinoamericanas. Adela Zamudio

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volvió a observarme y entonces dijo:

      —María Eugenia, hija mía, oye: eres distinguida, bien educada, tienes bastante instrucción, sabes presentarte correctamente, y sin embargo algunas veces tomas esos modales de muchacho de la calle. Mira: en lugar de sentarte en una silla como los demás, estás sentada ahí arriba, al nivel de mi cabeza en esa columna que se puede venir abajo con tu peso. Se te ven las piernas hasta las rodillas, tienes una mano en la cintura lo mismo que las sirvientas, y estás balanceando el pie con un movimiento vulgarísimo… Además, fíjate, mira, al darle así a la mesa con la punta del zapato echas a perder a un tiempo las dos cosas: la mesa y la punta de tu zapato nuevo…

      Terminada esta exhortación dejé de balancear el pie y me quité la mano de la cintura, pero como sentía una necesidad violenta de destruir algo, sin bajarme de la columna, cosa que hubiera sido demasiada obediencia, empecé a surcar con la uña una hoja de palma que para desgracia suya se encontraba a mi alcance. Abuelita entretanto había vuelto a sumirse en el calado y callaba de nuevo. Su pensamiento debió caminar ahora por el terreno de los asuntos económicos, porque al cabo de un rato dijo con entera naturalidad:

      —Se me olvida siempre preguntarte, María Eugenia: ¿trajiste los diez mil bolívares que te giró Eduardo a París por medio de Antonio Ramírez?… Con el cambio me parece que alcanzaban a unos cincuenta mil francos…

      —Sí; en efecto, cincuenta mil francos, de los cuales, Abuelita, la última moneda de oro la cambié en la Habana. Por cierto que si no va tío Eduardo a buscarme a bordo, te advierto que de mi propio pecunio no hubiera podido pagar quien me cargase una maleta —y balanceando otra vez el pie, pero con impulso tan fuerte que estuve a pique de irme para atrás con columna y todo añadí—: ¡No me quedó ni un céntimo, ni medio céntimo, ni un cuarto de céntimo! ¡Nada! ¡nada! ¡¡nada!!

      Abuelita soltó el pañuelo, el dedal, la aguja, y se quitó los lentes espantada:

      —¿Gastaste todos los diez mil bolívares?… ¿los tiraste a la calle?… ¡Ave María! ¡qué locura!… Si se lo dije a Eduardo: “No mandes ese dinero sin advertir antes a Ramírez” pero se empeñó en girarlo por cable y ¡aquí está el resultado!… ¡De modo que gastaste los diez mil bolívares!… Pero dos mil fuertes colocados al nueve te hubieran producido unos quince fuertes mensuales, mi hija: tal vez se hubieran podido colocar al diez, hasta al doce y hubieran sido entonces ochenta o cien bolívares al mes… piensa… hubieras tenido algo, muy poco, una miseria, pero en fin algo, ¡algo para gastos de bolsillo siquiera!… Ese dinero se mandó a París, sólo por previsión, en caso de un accidente, de una enfermedad. Un mes antes se había girado al consulado una letra para tu viaje, para pagar cualquier gasto extraordinario que hubiera ocasionado la muerte de tu padre y para tu luto. ¡Era más que suficiente!

      ¡Ah! el celo extremado de Abuelita hacia aquellos dos mil fuertes, último jirón de mi patrimonio, me crispaba horriblemente los nervios, ahora que ante mis ojos acababan de esfumarse los muchos miles que representaba San Nicolás. Mientras ella hablaba exaltadísima, yo, que me encontraba ahora sobre la columna, inmóvil y heroica como el Estilita, tuve de pronto el firme presentimiento de que tío Eduardo había rendido con mi herencia las cuentas del Gran Capitán, y sentí una rabia espantosa. Esta rabia alcanzó su período álgido cuando Abuelita dijo: «hubieras tenido muy poco, una miseria, pero en fin, algo, algo…» y como me imaginase al punto la cabeza antipática de tío Eduardo, me apresuré a insultarla con toda mi alma, dirigiéndole en pensamiento y de carretilla los siguientes apostrofes: «Viejo avaro, ladrón, canalla, cursi, gangoso, escoba vestida de hombre» e injustamente, hice a Abuelita cómplice de mi desgracia. Entonces, con el objeto de molestarla de cualquier manera, cuando terminó de hablar, fingiendo buen humor, exclamé alegrísima:

      —¡Ay! Abuelita, Abuelita ¡y cómo se conoce que no has estado nunca en París! Yo me hice mis vestidos de luto en Biarritz; ¡claro! pero lo que pasa siempre: te haces un vestido nuevo, llegas a París y parece viejo… Mira, en París, Abuelita, no me puse ni una vez los vestidos de Biarritz, ni los estrené, ni me molesté en guardarlos siquiera, porque su vista, sí, el verlos nada más de lejos, colgados en el armario me repugnaba: olían a colegio, a ingenuidad, a burguesía, ¡qué horror! ¡Ah! fue en París, Abuelita, donde ya aprendí a vestirme, donde sentí de lleno esta revelación del chic!… Los vestidos de Biarritz que eran más o menos… ¡pss!… diez o doce, se los regalé todos a la camarera del hotel… como eran negros, a la camarera le quedaban bastante bien, con la cofia de batista y esos delantalitos de…

      Abuelita me interrumpió desesperada, y con los lentes trémulos, enarbolados en la mano derecha, exclamó varias veces, en ese tono trágico en que se lamentan las catástrofes irremediables:

      —¡Qué locura, Señor, qué disparate, cincuenta mil francos en trapos cuando ya estaba equipada para el viaje!

      —¿Pero no viste ayer mis vestidos, mis sombreros, mis medias, y mis combinaciones de seda, o crees acaso, Abuelita, que eso se regala en París?… ¡Si demasiado barato lo compré todo! aquello representa lo muy menos… lo muy menos: ¡ochenta mil francos!… A ver, tú, tú, tío Pancho, que según dices has pagado muchos sombreros en París, di: ¿están caros mis sombreros? ¿están caros?…

      Y esta última pregunta la hice con tantísima vehemencia que estuve de nuevo a punto de caerme de la columna, pero esta vez de narices y en dirección a tío Pancho. El me consideró un instante y respondió evasivo envolviendo la respuesta en una bocanada de humo:

      —Acuérdate que todavía no me has enseñado tus sombreros, María Eugenia.

      —Bueno: pues mira; lo más elegante, lo más bonito, lo más dernier cri, que has visto en tu vida. ¡Figúrate que llamaban la atención en París!… Y como yo tenía con ellos tanta personalidad, tanta allure, pues no me llamaban sino «Madame»… sí;… «Madame Alonso».

      —¡Ay! María Eugenia —dijo Abuelita asustada desmayando sobre la falda la mano de los lentes— ¡quién sabe hija mía, quién sabe por lo que te tomaban! ¡Y para hacer ese papel tan triste botaste tu dinero!

      —¿Cómo, para hacer ese papel tan triste? Mira, Abuelita, cuando se tiene dinero en París, y ese dinero se bota, como tú dices, pasas a ser más que un rey y más que un emperador. Te parece que todo es tuyo. La plaza de la Concordia, por ejemplo, es como si fuera… ¡pss! el patio de tu casa, los Campos Elíseos el zaguán de entrada, el Bosque de Bolonia tu corral, total, que acabas por convencerte de que vives en una especie de hacienda tuya en donde todo el que pasa está a tus órdenes para lo que quieras mandar. La prueba de lo que te estoy diciendo es esto que me ocurrió una de esas mañanas de sol en que uno se siente muy alegre: iba yo subiendo hacia la Estrella cuando mi taxi se quedó estacionado en plenos Campos Elíseos porque estaban arreglando la calzada y la circulación se hacía difícil. De pronto, gran sensación, pasaba el Presidente de la República con comitiva de ministros llenos de coronas y discursos que se iban a celebrar una de sus eternas ceremonias ante la tumba del soldado desconocido. Bueno ¿tú crees que me impusieron ellos a mí, o que me dieron ni por un segundo la sensación de mando? ¡Todo lo contrario! Como ésos del gobierno tienen por lo general un aire tan desgraciado y llevan tan mal la ropa ¿sabes lo que les grité en pensamiento desde mi taxi parado? Pues saqué la cabeza y les dije así con mucho cariño: ¡Adiós el mayordomo y el peonaje! Y a ver por Dios cuándo me acaban de arreglar el piso que es una vergüenza lo que dura ya esto, aquí me quedo todos los días como están viendo, y llego en retardo para mis pruebas que son por lo general cosas de muchísimo apuro. Y a ver también si aprenden a tener un poco más de gracia, y que se afeiten tanto bigote que eso ya no se usa, y que se adelgacen, y que crezcan. ¡Ahur! ¡Recuerdos al Desconocido!…

      —María Eugenia —interrumpió Abuelita—, mi Madre decía siempre que Dios nos toma en cuenta las tonterías y las palabras inútiles. Según eso, mi hija, tú, vas a tener mucha cuenta que entregarle a Dios.

      Yo volví a la anterior conversación y seguí enumerando mis gastos:

      —Bueno, además de los sombreros, el calzado todo a medida; añade los déshabillés; añade la liseuse de encaje, añade


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