3 Libros Para Conocer Escritoras Latinoamericanas. Adela Zamudio

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—volvió a decir Abuelita sulfurada, enarbolando otra vez los lentes—. ¡Si me parece que estoy oyendo a tu Padre! ¡Qué caracteres de despilfarro! ¿Pero tú te imaginas, hija mía, que puede causarme algún placer ese saco de mano que me trajiste, ahora que sé de dónde salió y lo que te costaría?

      —¡Pero yo tuve gusto en regalártelo y eso me basta!… ¡Ah! ¡si supieras lo que yo aproveché mi dinero! ¡si supieras lo que me encanta probarme vestidos y más vestidos!… Mira, me iba a casa de Lelong quien, te advierto entre paréntesis, siendo de lo más chic, tiene precios bastante moderados, pues yo soy económica aunque tú no lo creas. Bueno, me iba a casa de Lelong: ¡y a probarme!… que éste sí; que éste también; que aquél me queda que es una maravilla; que este otro me queda todavía mejor; y la vendedora que decía admirada: «¡Con ese vestido parece una Reina!… pero le advierto que es el más caro de todos…» y yo, que respondía con este ademán así de millonaria elegante: «¡El precio es lo de menos!», y a ver más modelos, y a tiendas, y a correr bulevares, arriba, abajo, sola, sola, sólita, ¡de mi propia cuenta!… ¿Crees, crees, Abuelita, que cambio esos días de libertad por tener veinte miserables fuertes mensuales?… ¡Ah! ¡no, no y no!…

      —Sí; ya sabía por Eduardo, a quien se lo contaron en La Guaira, que andabas sola por las calles de París, y eso me contrarió muchísimo. No comprendo cómo Ramírez, un hombre sensato, pudo autorizar jamás semejante locura. ¡Una niña de dieciocho años, sola de su cuenta, en una capital como ésa! ¡Qué disparate! ¡Qué peligro!… ¡Cuando lo pienso!… Y no te figures que aquí en Caracas puedes hacer lo mismo…

      —¡Ah! ¿de modo que esas eran «las ocupaciones» que tenía tío Eduardo en La Guaira? Andar averiguando lo que yo hice en París para venir a contártelo a ti. Quiere decir que también es espía y chismoso. ¡Con aquella cara de mosca muerta!

      —¡Eso no es chisme! Era su deber advertirme, así como también es mi deber aconsejarte que no vuelvas nunca a cometer semejante imprudencia.

      Tío Pancho y tía Clara, con ese tacto sutil que tienen las almas muy buenas, sí debieron sentir la tempestad subterránea que se desarrollaba en mi alma, bajo aquella discusión trivial con Abuelita. Respetaban los dos mi dolor con su silencio; ella muy abismada en el pasar de la aguja por la trama del zurcido; él distraído, echado hacia atrás, la cabeza sobre el respaldo de la mecedora, siguiendo con una mirada vaga las figuras alargadas y tenues, que el humo del tabaco iba forjando en el aire. De pronto se levantó; tiró la colilla entre las matas del patio, se quedó un rato pensativo, se vino luego hacia mí, se paró frente a la columna con los pies separados, las dos manos en los bolsillos del pantalón, la chaqueta recogida tras la actitud de los brazos y así, entre irónico y festivo, intervino al fin:

      —¿Te divertiste con tus cincuenta mil francos?… ¿Sí?… ¿bastante?… pues entonces estuvieron ¡muy bien gastados!… ¡Ah! sobrina, no sabes tú la serie de cheques de a cincuenta mil francos, que gasté yo en París, y como a ti: ¡no me pesa! Más vale gastar el dinero en divertirse, que gastarlo en malos negocios de los cuales se aprovecha infaliblemente un tercero. Al menos divirtiéndose con él no se corren riesgos de hacer el papel de imbécil…

      Pero Abuelita y tía Clara, con gran vehemencia le cortaron la palabra a tío Panchito, por medio de dos distintas objeciones. Tía Clara dijo:

      —¡Pero cómo te figuras, Pancho, que María Eugenia podía divertirse en París, cuando el cadáver de su padre estaba todavía caliente como quien dice!… ¡No la creo tan sin corazón!

      Y Abuelita por su lado, dominando la voz de tía Clara se puso a decir exaltadísima:

      —¡Eso faltaba, Pancho, eso no más faltaba, que vinieras tú ahora a predicarle a esta niña tus doctrinas corrompidas! ¿Por qué no le aconsejas también que beba, o que se ponga morfina o cocaína ahora que no tiene cómo gastar?

      Tío Pancho, sin modificar su actitud se volvió ligeramente hacia Abuelita y dijo con mucha calma:

      —Supongamos, Eugenia, que esta niña, movida por un espíritu de economía y de prudencia llega a Caracas con su cheque de cincuenta mil francos sin cobrar… ¿Qué hubiera sucedido? Usted, en su justo afán de acrecentar la suma, se entusiasma con tal o cual negocio que tiene Eduardo en San Nicolás. En una siembra de algodón, de tabaco, o de papas, un negocio seguro, segurísimo… Eduardo cede generosamente a María Eugenia un tablón de la hacienda; se planta la semilla, pero viene un invierno, un gusano o la langosta; precisamente, es del tablón de María Eugenia del que se encapricha la plaga y: «De profundis clamavi ad te Dómine…» ¡no quedan de él ni cenizas!… ¿no es mil veces mejor que haya entonces empleado su dinero en divertirse?… ¡Ah! en negocios de agricultura, que son los que hasta ahora hemos acostumbrado hacer en la familia, resulta que las calamidades y los malos precios se alían siempre contra el ausente, la mujer o el menor, quienes pierden indefectiblemente… Ocurre… ¡lo natural!… lo que ocurrió en el cuento de aquel almuerzo celebrado entre marido y mujer: ¡la ración del ausente es siempre la que se come el gato!

      Aquello era una explicación clarísima de lo que yo quería saber y como resultó ser lo mismo que había sospechado, sonreí placentera y exclamando interiormente:

      —¡No lo dije!

      Y creo sin duda ninguna, que me habría bajado de la columna para abrazar a tío Pancho por su valiente acusación, si no fuese porque Abuelita, enardecida quizás por mi presencia y mi sonrisa, se había erguido terrible contra el respaldo de su sillón de mimbre, y así, erguida, terrible, lastimada en lo más vivo de su amor de madre, estalló con la arrogancia de una leona:

      —¡Eso no puedo tolerarlo, Pancho, que aquí, en mi casa, en mi presencia, frente a mí, te atrevas a expresarte de Eduardo en esa forma y muchísimo menos todavía que lo desprestigies delante de esta niña, con quien ha sido él, demasiado lo sabes, tan bueno y tan generoso como un mismo padre!… ¡Por decir cosas que tú supones graciosas no respetas nada, ni lo más santo, ni lo más sagrado! ¡Creo que Eduardo ha dado en su vida suficientes pruebas de ser un hombre íntegro y honrado!… ¡Ha levantado una familia honorable, ha pasado su vida trabajando, nunca se ha arrastrado en política, ni como hacen otros, ha avergonzado jamás a su familia entregándose a la bebida y al juego!…

      Y al hablar así, Abuelita estaba imponente y magnífica.

      Porque sucede, Cristina, que Abuelita, quien jamás sale a la calle; rodeada como está siempre por el ambiente solariego de esta casa, encastillada en sus ideas de honor; aureolada por sus años y su virtud austera, tiene realmente el prestigio de las grandes señoras que infunden en cuantos las rodean un respeto profundo. Del trato con mi abuelo, su marido, que fue poeta, historiador, ministro y académico, adquirió un ademán distinguido en el decir y la palabra fácil y elegante, circunstancias que le han valido sin duda ninguna su gran fama de inteligencia. En aquel instante, defendiendo a su hijo de las sospechas que las palabras de tío Pancho hubieran podido despertar en mi espíritu, estaba como te digo, soberbiamente altiva. Sus ojos ya apagados de ordinario, brillaban ahora encendidos por el fuego de la santa indignación, y enarcados por las cejas severas, realzados por la majestad de los cabellos blancos, infundían temor.

      Y no puedo negarte que durante un instante olvidé mi propio infortunio para admirar a Abuelita: la admiré con sorpresa, con veneración y con orgullo, por la majestad y por la elegancia que tenía para indignarse.

      Pero en cambio, tío Pancho, que como te he dicho ya es insensible a la elocuencia y a cualquier otra de estas manifestaciones sublimes en que suelen exteriorizarse la cólera, el entusiasmo, o la desaprobación, permaneció impasible. Cuando Abuelita remató su brillante apología de tío Eduardo con aquella frase alusiva e hiriente: «No ha avergonzado jamás a su familia entregándose a la bebida y al juego…», tío Pancho, este tío Pancho que es inconmovible, sin decir ni una palabra, siguió inmóvil frente a Abuelita, con sus dos manos en los bolsillos, indiferente, apacible, silencioso, contemplando sobre el patio la inmensidad del espacio, como una roca erguida frente a un mar tempestuoso. Estoy cierta que pensaba:

      —¿Y para qué contestar?… ¿De


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