3 Libros Para Conocer Escritoras Latinoamericanas. Adela Zamudio
yo era pobre cuando tu abuelo se enamoró de mí y… fui feliz… ¡ah! ¡tan feliz!… Tu abuela paterna, Julia Alonso, se casó con Martín, millonario, cuando ella y su familia vivían en la miseria más completa: ¡tenían que trabajar para poder comer!… Rosita Aristeigueta, parienta nada menos que de Bolívar y del Marqués del Toro… Las Urdaneta… Las Soublette… Las Mendoza… María Isabel Tovar, mi prima…
Y remontándose otra vez setenta años arriba, Abuelita, con su voz suavísima de caricia, comenzó a tejer una tras otra, sencillas crónicas de amor, en las cuales, sin interés de dinero surgían matrimonios de una felicidad idílica, patriarcal…
Sentada junto a ella, mirando las matas del patio, inmóvil, petrificada, en mi desastre, me di a escuchar en silencio las viejas historias de las viejas amigas de Abuelita; escuché después las de las hijas, y escuché por fin las de las nietas. Las oí todas con resignación y con melancolía. Y es que para mis oídos, aquellos nombres eran dulcemente evocadores. Los había escuchado muchas veces, pronunciados por la boca de papá, cuando él también refería con objeto muy distinto al de Abuelita, el mismo proceso de la aristocracia de Caracas, es decir, la dolorosa historia de casi todos aquellos «criollos» descendientes de los conquistadores, que se llamaron «mantuanos» en tiempos de la Colonia, que fundaron y gobernaron las ciudades; que grabaron sus escudos en las puertas de las viejas casonas; que hicieron con su sangre la independencia de media América; que decayeron después, oprimidos bajo las persecuciones y los odios de partido; y cuyas nietas y biznietas hoy día oscurecidas o pobres como lo soy ahora yo, sin avergonzarse jamás de su pobreza, esperaban resignadas la hora del matrimonio o la hora de la muerte, haciendo dulces para los bailes, o tejiendo coronas de flores para los entierros.
Y como el tono, y los nombres, y los relatos, venían a estar de acuerdo con mi estado de ánimo, escuchando la voz de Abuelita, me dejé llevar suavemente en alas de la conformidad; mis nervios comenzaron a deprimirse, las ideas irritantes se apagaron una tras otra; el tono arrullador y maternal como un canto de cuna se insinuó enteramente en mi espíritu y las palabras monótonas acabaron por resonar en mis oídos sin significado… Contemplando las copas verdes de los rosales del patio me di a considerar el eterno reverdecer de las plantas bajo la luz del sol… Sí… La vida tenía una fuerza misteriosa que todo lo vencía… tal vez pudiese yo renacer todavía a la felicidad… como bien decía Abuelita, el matrimonio, esto es, el amor, aquel amor lejano de su juventud, a mí me esperaba todavía en la vida… ¡Quizás llegase con él la realización de tantos anhelos imposibles que me torturaban ahora la existencia!… ¡Mi alma, como aquellos rosales más pequeños del patio no había florecido aún!…
Y mientras la resignación dulce y benigna, se extendía lánguidamente sobre mi alma atormentada, mirando siempre las matas del patio, y con la voz arrulladora siempre en los oídos, me pregunté a mí misma por primera vez con ansia y con curiosidad qué cosa sería realmente el amor, ese amor que me mostraba Abuelita como la única puerta por la cual podía ya salir a la vida, ese amor que habiendo sido siempre familiar a mis oídos parecía encerrar ahora un sentido extraño y desconocido, ese amor que era ya la única redención posible de mi existencia… ¡Ah!… ¡el amor!… ¿qué secreto milagroso se encerraba en lo más íntimo de su esencia? …y además: ¿qué entendería Abuelita por «felicidad»?…
De pronto me pareció que lo que Abuelita llamaba «felicidad» debía ser algo muy triste, muy aburrido, algo que al igual de esta casa olería también a jazmín, a velas de cera o a fricciones de Ellimans’ Embrocation… y decaída como estaba, Cristina, ante semejante deducción sentí unos deseos inmensos de romper a llorar. Pero no lloré. Tan sólo se me humedecieron los ojos y con los ojos húmedos seguí, reflexionando ávidamente sobre el mismo tema, es decir, sobre el verdadero sentido de la palabra «amor» y de la palabra «felicidad» porque era como si en aquel momento acabase de escucharla por primera vez.
Después, sin saber bien la causa, me di a pensar en mi amigo, el poeta colombiano que conocí a bordo. Durante un largo rato le estuve contemplando muy nítidamente con la imaginación y ¡cosa rara!, a pesar del tiempo y la distancia, en esta visión mental que era muy clara, fui poco a poco descubriendo en la persona de mi amigo multitud de atractivos que yo antes, dado mi gran aturdimiento, al mirarle de cerca, no había jamás tomado en cuenta. Recordé, por ejemplo, el exquisito perfume que despedía su pañuelo; la hechura correcta de su ropa; su pulcritud; el refinamiento de su trato; su elegante nariz borbónica; sus buenos modales; su indiscutible talento para hacer versos; y su apellido que era un apellido muy ilustre de la alta sociedad de Bogotá…
Y de repente, en un momento dado, cuando la voz de Abuelita hizo una tregua en el cronicón sentimental, aproveché la coyuntura y pregunté al instante:
—Dime, Abuelita: ¿y las personas que viven en Bogotá no vienen con frecuencia a Caracas?… ¿Es cierto eso de que el viaje es un viaje larguísimo que toma muchos días?…
Y ella, abandonando por completo el tema anterior, muy amable y complaciente se engolfó en una prolija explicación:
—… Pues siempre he oído decir, que si el río Magdalena no trae agua, el viaje es tan dilatado, que viene siendo casi, casi, como ir desde aquí hasta Europa… ¡Ya ves tú qué cosa!, a pesar de la distancia que es relativamente muy corta, puesto que según parece cuando pongan el servicio aéreo de que hablan ya los periódicos…
Pero aquella misma tarde, después del almuerzo, a eso de las tres, ya había huido enteramente de mí el espíritu santo de la conformidad. Encerrada con llave aquí, en mi cuarto, tendida sobre la cama, descalza, en kimono, con las manos cruzadas bajo la nuca, contemplaba sucesivamente: el techo, el flamante papel de las paredes, la muñeca lamparilla del escritorio, el postigo entreabierto de la ventana, y pensaba con desesperación en el porvenir horrible que me aguardaba. Por todo programa, aquel que Abuelita me había expuesto en la mañana: «Tratar de ser lo más intachable posible», es decir, tratar de ser lo más cero del mundo, a fin de que un hombre, seducido por mi nulidad, viniera a hacerme el inmenso beneficio de colocarse a mi lado en calidad de guarismo, elevándose por obra y gracia de su presciencia en suma redonda y respetable que adquiriría así cierto valor real ante la sociedad y el mundo. Mientras tanto el encierro, la severidad, el fastidio y el agradecimiento a tío Eduardo…
—¡Ay, ay, ay, con el programa!… ¡Qué horror!… ¡Y quién fuera perro! ¡sí!… ¡quién fuera pájaro, quién fuera árbol, quién fuera piedra, quién fuera cualquier cosa, menos mi propia persona!
Y así pensando, daba saltos de desesperación sobre la cama, lo mismo que un pescado que acabasen de sacar fuera del agua.
Confiesa, Cristina, que mi situación no era para menos.
Afortunadamente, en un segundo de tregua mis ojos cayeron por casualidad sobre el montón de libros y cuadernos que constituyen mi pequeña biblioteca musical, los cuales, en aquel momento histórico se hallaban abiertos y en desorden encima de una silla por no haberles asignado todavía un sitio adecuado dentro del armario. La vista de una página a la que se asomaban ordenados grupos de corcheas y de fusas, me trajo muy vagamente la idea de la música, luego me trajo la idea del piano, y por fin, me trajo la idea del estudio. Recordé que allá en el colegio, el profesor que iba a darnos clase alababa con frecuencia la finura de mi oído, diciendo además que mi mano era la mano larga y firme de los buenos pianistas. La palabra «pianista» me hizo pensar al punto en mi compatriota Teresa Carreño, que como sabes llegó a ser una estrella del arte aplaudida y celebrada en el mundo entero. Pensando en Teresa Carreño, me imaginé a papá cuando refería que tan gran artista debía su gloria al tesón y a la perseverancia con que se había dado al estudio desde muy joven. Volví entonces a recordar la opinión de nuestro profesor del colegio acerca de mis disposiciones musicales, y de repente: ¡Eureka! una esperanza se encendió en la lobreguez de mi porvenir como una cerilla que se hubiese raspado inopinadamente en las profundidades de un subterráneo:
—¡Me entregaré al arte! —exclamé—. ¡Ah! sí; estudiaré el piano ocho, nueve o diez horas diarias. Gracias a mis naturales disposiciones desarrolladas así por un estudio paciente y metódico, en pocos años puedo llegar a ser una verdadera pianista;